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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No hay billetes para los trenes que han pasado

El discurso político en Cataluña gira en torno a la imposibilidad de progresar por falta de soberanía, pero no se aprovecha la capacidad de autogobierno para lograr las soberanías posibles, entre ellas la energética

Milagros Pérez Oliva
Un usuario de coche eléctrico recarga las baterías de su vehículo en Barcelona.
Un usuario de coche eléctrico recarga las baterías de su vehículo en Barcelona. Carles Ribas

En diciembre de 2012, el entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas (CiU), y el líder de ERC, Oriol Junqueras, firmaron un pacto de gobernabilidad que ha marcado la política hasta ahora. Coincidiendo con el auge del soberanismo, una parte del nacionalismo catalán convertido al independentismo encontró en el agravio nacional la gran tapadera para la corrupción que se había protagonizado desde el Gobierno de la Generalitat y la gran excusa para camuflar las carencias y falta de proyecto en ámbitos esenciales de la acción de gobierno. No podemos hacer más porque no nos dejan. Estos eran los efluvios que emanaban del discurso nacionalista, trufado de tanto en tanto con derivas supremacistas a veces subliminales, a veces explícitas: somos mejores (que ellos) pero no podemos demostrarlo porque tenemos las manos atadas a la espalda.

Cuando se haga el inventario, la década que se inició con el detonante de la sentencia del Estatut será contemplada por muchos como la etapa en la que el independentismo ha estado más cerca de lograr su objetivo, pero también puede ser vista como una década perdida para el gobierno de lo concreto. Una década de decadencia, marcada por dos gravísimas crisis, la financiera de 2008 y la del coronavirus de 2020, en la que Cataluña ha sufrido las consecuencias de la falta de gobierno y de liderazgo justo cuando más falta hacía.

Era más fácil vender un discurso victimista que afrontar el acelerado proceso de desindustrialización y terciarización de la economía. Era más fácil culpar a Madrid de todas las inercias y los vacíos, que afrontar políticas incómodas que obligan a tomar decisiones difíciles, como las que se necesitan para ordenar y reconducir el turismo o afrontar la transición energética. Y era más fácil recortar y apretar las tuercas de un sistema sanitario sometido a un sobreesfuerzo permanente que aplicar reformas y buscar recursos para mejorarlo, por citar un ámbito en el que el deterioro es especialmente evidente. Siempre es más cómodo no hacer que hacer, pero eso suele pagarse caro, porque el reloj no se para y cuando se dan cuenta, ya no se expenden billetes para los trenes que han pasado.

Se ha hablado mucho de soberanía en los últimos 10 años, un concepto de soberanía decimonónico, vinculado a la creación del Estado nación, y muy poco de las soberanías concretas que, en el mundo interdependiente y globalizado, se conquistan con el gobierno de cada día. La soberanía energética, por ejemplo, de la que depende no solo la prosperidad sino el equilibrio ambiental y social de las próximas décadas. Ahora resulta que, con las mismas reglas, corsés y constreñimientos que el resto de autonomías, estamos peor que las demás. Y aquí no vale decir que la culpa, como siempre, es de Madrid. Fue culpa del Gobierno central, efectivamente, tener una regulación tan desastrosa que no solo no promovía las energías renovables, sino que las lastraba con una fiscalidad adversa, como el impuesto al sol que frenó en seco la autoproducción con placas fotovoltaicas. Eso nos ha colocado por detrás de Alemania por ejemplo en producción de energía solar. Pero esas reglas regían para todos, y por tanto, alguien debería explicar por qué Cataluña, después de haber sido punta de lanza en innovación tecnológica, está ahora a la cola de España en producción de energía de origen renovable. Con apenas 3.500 megavatios de potencia instalada, aporta poco más del 7% de la que se produce en el conjunto de España, cuando el PIB catalán representa el 19%. En 2019 no llegaba al 10% la energía consumida que procedía de fuentes renovables. No cumplimos las recomendaciones de la UE y estamos lejos de poder alcanzar los 10.000 megavatios instalados que deberíamos tener dentro de 10 años.

En 2020 la Generalitat declaró la emergencia climática, pero eso debe traducirse en políticas concretas. Hay que ponerse las pilas, en el sentido más literal del término, en tres ámbitos decisivos. El primero es la electrificación de la movilidad. El coche eléctrico está aquí pero no disponemos de una red de recarga que permita un salto cualitativo. El transporte es responsable de la mayor parte de contaminación y las emisiones de CO2, y los vehículos de combustión deben desaparecer, pero de poco servirá introducir el coche eléctrico, si la energía con la que se recargan las baterías procede de centrales de ciclo combinado. Hay que intervenir también sobre la edificación. Se ha de lograr que los nuevos edificios sean, como marcan las directivas de la UE, de consumo casi 0, pero el gran cambio debería venir de programas ambiciosos de ayudas a la rehabilitación. El 70% de los edificios de Cataluña se construyeron cuando todavía no había normas de aislamiento térmico y eficiencia energética. En 2014 la Generalitat aprobó la Estrategia Catalana de Renovación Energética de Edificios: solo ha cumplido el 14% de los objetivos marcados.

Y, por supuesto, hay que intervenir sobre la producción eléctrica. Deberíamos estar promoviendo parques eólicos respetuosos con el medio, huertos fotovoltaicos de pequeño tamaño, comunidades energéticas locales y agregadores de demanda eléctrica. En lugar de eso, el pacto de gobierno que se está negociando apunta a una moratoria en la implantación de energía eólica y solar que nos hará perder más tiempo. Si no se aumenta la capacidad de producir energías renovables, la mayor parte de la energía que consuma no se producirá en Cataluña. Esta es la soberanía de la que tenemos que hablar, de la soberanía energética, alimentaria, industrial, la que se conquista día a día.

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