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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Barcelona merece que la hagan vivible

La pérdida de población hacia ciudades pequeñas es un toque de atención. El modelo urbano ha entrado en crisis y las virulentas críticas al urbanismo táctico solo son una aproximación superficial al problema

Milagros Pérez Oliva
Polvo africano Cataluña
Vista de Barcelona durante un episodio de contaminación, en enero.Joan Sánchez

La revisión de los movimientos demográficos durante la pandemia en la ciudad de Barcelona ha puesto al descubierto ciertos datos que merecen atención. El primero es que se ha roto la dinámica de crecimiento de los últimos años y ahora la ciudad vuelve a perder población. A un saldo vegetativo catastrófico por el exceso de mortalidad de la pandemia se ha sumado un saldo migratorio también negativo. Mientras los que se han dado de baja en el padrón municipal entre enero y octubre de 2020 han aumentado un 8% respecto al mismo periodo del año anterior, las nuevas incorporaciones han caído un 43,7%. De momento la pérdida de población es de 13.094 habitantes, pero todo indica que hay dinámicas que van más allá de la pandemia.

El teletrabajo ha llegado para quedarse y eso ha propiciado un cierto éxodo de capas medias de Barcelona hacia núcleos de poca población relativamente distantes de la capital y fuera del área metropolitana. Este cambio cualitativo podría estar relacionado con la búsqueda de espacio, tranquilidad y condiciones de vida más saludables y confortables. El dato es significativo porque una parte importante de las capas medias y altas de Barcelona posee segunda residencia, bien porque la ha adquirido para desahogo durante los fines de semana, bien porque tiene vínculos y herencias familiares conservadas en las poblaciones de origen. No sabemos cuántos barceloneses usan ahora esas residencias para el teletrabajo, pero podemos presumir que los que han dado el paso de empadronarse fuera son una minoría. El cambio de residencia implica un proyecto de futuro y es presumible que muchos de quienes acarician la idea de irse de la capital, estén aprovechando la pandemia para probar si es factible.

Durante la pandemia, las bajas en el padrón municipal aumentaron un 8% mientras que las altas cayeron un 43,7%

El confinamiento ha puesto de manifiesto las muchas carencias de la vida urbana. No hace falta recurrir a las teorías del desurbanismo soviético de los años treinta del siglo pasado para explicar las razones que alimentan las corrientes críticas hacia un modelo de ciudad masificada e irrespirable al que nos ha conducido una planificación urbanística que a menudo ha pensado más en el negocio que en la calidad de vida de los ciudadanos. Como otras grandes urbes globales, Barcelona ha sufrido en las últimas décadas una profunda transformación. Positiva en algunos aspectos. En otros, no tanto. Las grandes infraestructuras del proyecto olímpico y campañas como la de Barcelona posa’t guapa, que también tenía mucho de apuesta táctica, intervinieron sobre las estructuras básicas del metabolismo urbano y sobre el envoltorio. Pero no se intervino sobre el contenido: las condiciones de vida, la calidad de la vivienda y el aire que respiramos al abrir la ventana. Los planes de barrio y el urbanismo de microcirugía mejoraron el espacio público, especialmente en las periferias, algo a reivindicar de la etapa anterior no para alimentar la complacencia sino para seguir mejorándolas. Pero tenemos un parque de edificios envejecido, con pisos pequeños, oscuros y degradados que en su mayor parte no cumplen los requerimientos energéticos.

Las políticas de vivienda se han focalizado durante años en los proyectos de obra nueva, con constantes y abusivas reformas del Plan General de Urbanismo, en lugar de acometer planes integrales de rehabilitación de las áreas degradadas. Ahora se echa en falta una política de rehabilitación que además de regenerar el tejido urbano hubiera canalizado los recursos invertidos en forma de lluvia fina sobre pequeñas y medianas empresas, en lugar de facilitar grandes pelotazos inmobiliarios.

Tenemos también una red viaria permanentemente saturada porque fue diseñada para garantizar la movilidad privada y ya sabemos que la oferta genera demanda. Y una economía excesivamente dependiente de un turismo de masas tan invasivo que expulsa del centro de la propia ciudad a quienes viven en ella. Lo que en su momento se consideró un modelo de éxito ha dejado de serlo. Al contrario, ese modelo nos ha llevado a sobrepasar de forma sistemática durante años los niveles de contaminación ambiental permitidos por las directivas europeas. Eso se traduce cada año en miles de muertes evitables y unas condiciones ambientales insoportables.

Los miles de barceloneses que el viernes enfilan, si les dejan, las salidas de la ciudad son un síntoma de malestar urbano

Quienes diseñaron esas políticas deberían ser un poco más humildes a la hora de reivindicarlas despreciando los intentos que se hacen de repensar el modelo. Las virulentas críticas al urbanismo táctico solo son una forma superficial de defender unos postulados que, les guste o no a quienes los idearon y ejecutaron, están en crisis. Y no solo aquí, sino allí donde se han aplicado. París, por ejemplo. Quedarse en la anécdota del urbanismo táctico solo revela inercia, incomprensión y prepotencia. Por muy cutre y muy estrambótico que les pueda parecer, saben perfectamente que es una intervención efímera pensada para dar respuesta a una situación de emergencia. Lo que importa es que ha cambiado el paradigma, que hay que hacer frente a una emergencia climática y que ya no se trata de poner guapa a la ciudad, sino de hacerla más saludable y vivible.

Las recetas del pasado ya no sirven. A nadie se le ocurriría ahora defender un modelo de plaza dura como la de los Països Catalans, ni proponer dos carriles más a las rondas para evitar los atascos. Los esquemas que alimentaron el urbanismo olímpico han entrado en crisis. Los miles de barceloneses que el viernes al mediodía enfilan si les dejan las salidas de la ciudad para satisfacer su nostalgia de naturaleza son un síntoma de malestar urbano. Y la huida durante la pandemia hacia lugares más hospitalarios, un nuevo toque de atención. Los que tanto criticaron las superillas se han quedado mudos a la vista del éxito que ha tenido la transformación de Sant Antoni. Lo mismo les ocurrirá a quienes, después de haber permitido que el Eixample se convierta en el barrio más contaminado, ruidoso y agobiante, claman ahora contra el “populismo urbanístico” que según ellos amenaza el Plan Cerdà cuando los nuevos ejes y plazas verdes se llenen de niños y paseantes.

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