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Unas elecciones con cuernos

Si sabemos que el problema no eran los nazis más fanáticos sino el sonambulismo de la gente normal, sería imperdonable que una nueva variante de la misma indiferencia nos cogiera desprevenidos

Jacob Anthony Chansley, conocido como Jake Angeli, posa con el disfraz con el que entró en el Capitolio.
Jacob Anthony Chansley, conocido como Jake Angeli, posa con el disfraz con el que entró en el Capitolio.STEPHANIE KEITH (Reuters)

El asalto al Capitolio de Estados Unidos se ha parecido más a un montaje con las tomas falsas de un reality show sobre golpes de estado que a un golpe de estado. Precisamente por ello, es una metáfora inquietantemente adecuada de lo que hemos vivido en la política catalana y española en la última década y pico: la dificultad no radica en entrar en las instituciones, sino en descubrir que una vez dentro no tienes ni idea de qué hacer. Resulta que en la sala de máquinas de la democracia no hay palancas y botones y con cada minuto que pasa bajo el escrutinio de las cámaras, todo se va volviendo más y más ridículo. La misma noche de Reyes, en los bares de los hoteles del centro de Washington se vieron muchos insurrectos tomando unos cócteles como si nada.

Debemos tomar en serio el malestar que llevó al hombre de los cuernos a hacer lo que hizo en el Capitolio

Contra tanta frivolidad, la seriedad parece el acto de resistencia política más fértil ahora mismo. El error más grande que podríamos cometer con el individuo descamisado de los cuernos postizos sería ridiculizarlo. No se trata de redoblar los aspavientos en una condena fácil y afectada, sino de tomar en serio el malestar que lo ha llevado a donde está y ser capaces de reconocer la parte de nosotros que podría terminar allí mismo. Que no llevemos tatuajes supremacistas ni pinturas de guerra establece una diferencia fundamental, pero eso no quiere decir que nuestra pereza política no participe de un mismo continuo. Nos hemos cansado de repetir como loros el concepto de la banalidad del mal de Hannah Arendt, pero si sabemos que el problema no eran los nazis más fanáticos sino el sonambulismo de la gente normal, sería imperdonable que una nueva variante de la misma indiferencia nos cogiera desprevenidos. El vikingo posmoderno, que se llama Jake Angeli y es un actor fracasado abducido por las teorías de la conspiración, participa de una impotencia que no tiene causas psicológicas, sino sistémicas. Se trata de aceptar que a todos nos pueden crecer cuernos y que en mayor o menor medida ya notamos el bulto en las sienes.

Lo que este final de ciclo norteamericano tan esperpéntico nos ayuda a ver es que el antagonismo fundamental no es entre democracia liberal y populismo, sino entre caer en el cinismo o participar en la transformación sustancial. O lo que es lo mismo, un Joe Biden apático y conservador desemboca en un nuevo Donald Trump o alguna cosa peor. La democracia liberal tal como la ha dejado la mezcla de capitalismo salvaje y digitalización de las relaciones sociales no se puede salvar a sí misma con una votación cada cuatro años, ni con la emergencia de un partido nuevo, ni siquiera con una renovación milagrosa de los liderazgos que suplicamos como quien hace la danza de la lluvia. Una lección muy concreta de lo ocurrido en el Capitolio es que el problema se encuentra en la relación entre los límites del espacio tradicional y las nuevas expectativas virtuales. La democracia sólo se salvará si puede volver a religar los hechos con los ideales que ella misma ha plantado en nuestros corazones.

Una de las ideas más sugerentes que he oído últimamente en esta dirección es del editor Nathan Gardels, que habla de “participación sin populismo”. El diagnóstico es que con la representatividad que permiten las instituciones decimonónicas no es suficiente para canalizar los anhelos de sociedades tan complejas como las nuestras. El remedio que propone Gardels es “integrar las redes sociales y una democracia más directa al sistema político mediante nuevas instituciones deliberativas que complementen el gobierno representativo”.

Nathan Gardels, propone “integrar las redes sociales y una democracia más directa al sistema político”

Todo esto resuena con la apatía que despiertan las próximas elecciones catalanas. Un sistema anquilosado ha absorbido el potencial aparentemente transformador de absolutamente todos los actores que han entrado en las instituciones en ciclos sorprendentemente breves, agotadores y estériles. Quizás ha llegado el momento de dejar de conformarnos con una democracia del siglo XX y arremangarnos para crear espacios políticos completamente nuevos que no me atrevo a decir ni qué nombre deben tener, ni en qué medida deben ser físicos y en qué digitales, ni cómo podrían funcionar. Sólo tengo claro que deberían ser lugares en los que fuera normal entrar y, una vez dentro, que supiéramos que lo que hagamos en su interior tendrá un impacto sobre la realidad. Así no habría sufrir porque nadie entrara con cuernos.

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