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opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Apaga y vámonos

Este tiempo convulso ha sobredimensionado una Cámara convertida más en escenario de altos principios y huecas declaraciones que en el recinto donde la razón se imponía a la emoción

Josep Cuní
El Parlamento de Cataluña, poco después de que Torrent anunciase que se firmará el decreto para la convocatoria de elecciones.
El Parlamento de Cataluña, poco después de que Torrent anunciase que se firmará el decreto para la convocatoria de elecciones.Toni Albir (EFE)

Una de las muchas convenciones que marcan nuestra acción política es evaluar una legislatura por el número de leyes aprobadas en sus Parlamentos. Como si la cantidad lo fuera todo y la calidad importara poco. Como si todos los textos legales fueran precisos, claros y adecuados. Eficaces para regular la situación que los determina. Como si los reglamentos que desarrollan su posterior aplicación fueran normas insubstanciales, meros trámites, cuando serán los que acaben orientando la pauta real de lo que se pretende y busca verdaderamente. Como si la frase del conde de Romanones solo tuviera el valor anecdótico de la cita ilustrada cuando encierra, todavía hoy y en sí misma, el auténtico espíritu de la política gubernamental: hagan ustedes la ley, que yo ya haré el reglamento.

Tres años en los que el realismo mágico se ha impuesto a la necesidad vital y los brindis al sol a los hechos

Todos sabemos, pues, que el balance de un período legislativo no debería ser la suma de principios lícitos suscritos por la cámara. Ni siquiera si estos, además, fueran acompañados de las correspondientes derogaciones de normas anteriores que dificultan, cuando no obstruyen directamente, su fácil y rápida aplicación, que tanto ayudaría a paliar los muchos efectos negativos por sobredosis de preceptos legales que nos inundan. Unos cien mil, se calcula que rigen hoy en España. En su gran mayoría de ámbito autonómico, aunque también obligadas por la fiebre europea que canaliza un promedio superior a la docena de disposiciones diarias.

A pesar de todo ello y como si el tiempo pasara en balde, esta convención se está aplicando de nuevo estos días en Cataluña al ponerle el cierre a la XII legislatura. La que nació al amparo de las elecciones convocadas por la aplicación del artículo 155 de la Constitución y que, como maleficio, ha quedado marcada por el profundo vacío de su efectividad aparentemente disfrazada. Un período de tres años en los que el realismo mágico se ha impuesto a la necesidad vital y los brindis al sol a la contundencia de los hechos. Si a todo lo que llevamos arrastrando políticamente durante este trienio le añadimos lo que la pandemia ha condicionado, tenemos también una gobernanza por decreto mucho mayor que por la convicción de los consensos y la autoridad moral del trabajo profesional que se espera de una cámara que parece haber decidido que el apoyo de los letrados solo le ha servido a la mayoría si estos avalaban sus pretensiones. Lo que nos devuelve a otra de las muchas sentencias de Don Álvaro Figueroa y Torres: es más fácil dogmatizar que discutir, vencer que convencer. Al conde le ayudó su trabajo periodístico. Y aunque fue más empresarial que de plumilla, se hartó de dictar titulares.

Hemos visto, pues, cómo este tiempo convulso ha sobredimensionado una cámara convertida más en escenario de altos principios y huecas declaraciones que en el recinto donde la razón se imponía a la emoción. Donde las rencillas se mezclaban con los alegatos y la lógica se perdía ante la fantasía. Un tiempo en el que una parte del independentismo obstaculizaba la labor del presidente propio cuando este decidió no convertirse en otro mártir innecesario cumpliendo con su obligación. Donde las minorías parecían invitados de piedra confundiéndose interesadamente mayoría parlamentaria con mayoría social. Excepto cuando los intereses creados en forma de prebendas de índole diversa o venganzas de baja condición se imponían a la delicada obligación de defender las necesidades ciudadanas ante las que deberían responder de sus actos. Pero ni es así ni se espera.

La desilusión social ha hecho suspender a sus señorías y no percibe síntomas de mejoría para el próximo ciclo que se inicia tras los comicios de San Valentín

La doble burbuja en la que la sociedad catalana vive instalada no parece buscar ni trasvases ni esperar pinchazos. En una sociedad avanzada como la que nos dicen que estamos, una situación tan extraordinariamente grave como la pandemia y su gestión potenciarían un análisis crítico, constructivo y propositivo que podría acabar cuestionando muchas cosas, entre ellas el voto. Porque partiría de la base que el precio del sufragio personal, moneda única e intransferible de curso democrático, es lo suficientemente alto como para sobrevolar otros intereses tan legítimos como intangibles. Y esta valoración tanto debería aplicarse a los grupos parlamentarios sobre los que se sustenta el Gobierno como a los integrantes de la oposición. Porque los primeros poco podrían hacer si los segundos estuvieran en su lugar en el supuesto de que las mayorías fueran inamovibles. La estadística demuestra que tampoco ha sido así cuando les ha convenido. Por todo lo cual, la desilusión social ha hecho suspender clamorosamente a sus señorías y, peor aún, no percibe síntomas de mejoría para el próximo ciclo que se inicia tras los comicios de San Valentín.

Claro que, como el patrono del amor en Cataluña es Sant Jordi, bien pudiera ser que la siguiente ola de coronavirus, cepa tradicional o nueva, importada o autóctona, impidiera la cita con las urnas hasta llegado abril. A lo que el conde de Romanones reviviría: ¡qué tropa, joder, qué tropa!

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