Otra vez
La inseguridad jurídica y la desconfianza cívica crecen con las pugnas, más políticas que sanitarias, entre gobiernos. Aumentan con las rectificaciones del Gobierno y con las tergiversaciones de Ayuso
Todavía no habíamos superado los efectos del fracaso de la nueva normalidad y ya estamos ante la inquietud de la nueva anormalidad, el nuevo estado de excepción. La gente lo recibe con cansancio, contrariedad y zozobra, con resignación y desconfianza, y muchas veces con indignación. Los sanitarios empiezan la segunda ola cada vez más agotados, pero ya nadie les aplaude. Afloran los clásicos negacionistas, y sus oportunistas corifeos ultras, que piden irracionalmente libertad para contagiarnos y contagiarse. Aparecen otros nuevos negacionistas sectoriales, generalmente gremiales. Niegan que su sector de actividad económica o social sea, significativamente, causante de contagios. Por las calles y plazas de muchas ciudades manifiestan con sus pancartas, carteles y voces que su actividad no es culpable de los contagios. Siempre es la de otros. Y como el virus, verdadero culpable, es invisible, necesitan unos responsables visibles que carguen con sus quejas.
Los responsables, es decir, las instituciones, hacen lo que pueden, con el margen de aciertos y desaciertos que cabe esperar de su capacidad y de la imprevisibilidad del virus. Hacen lo que se puede con los marcos legales, verdadero galimatías de leyes que se complementan y superponen: la Constitución, con sus derechos fundamentales que no se pueden suprimir, la ley del estado de alarma, los decretos de su aplicación, y las diversas leyes y disposiciones sanitarias, estatales y autonómicas. Durante el primer estado de alarma, los juzgados de lo contencioso-administrativo eran los encargados de autorizar o denegar las decisiones de los gobiernos autonómicos que establecían las limitaciones. Controlaban preventivamente la corrección de los trámites administrativos y la proporcionalidad entre el riesgo de contagios y las limitaciones de derechos.
fisaEl control de esa proporcionalidad es muy problemático. Es casi imposible medir exactamente cómo se cuantifica el perjuicio económico futuro que se causaría a los afectados, y cómo se cuantifica el beneficio sanitario futuro, las enfermedades y muertes que se evitarían con las medidas adoptadas. Los jueces carecen de medios propios con que cuantificar y sopesar con objetividad esos riesgos y esos perjuicios. Por ello cada juzgado resolvía según su criterio. Unos autorizaban y otros denegaban las medidas de los gobiernos autonómicos. La gente no entendía nada. Fue tal la confusión que en septiembre fue necesario modificar la ley para que esta función de control la ejercieran únicamente los Tribunales Superiores de Justicia de cada comunidad autónoma, a fin de unificar criterios. Pero estos, por las mismas razones, tampoco unificaron sus criterios. Algunos desautorizaron a los respectivos gobiernos autonómicos, pero otros no. El Gobierno central, finalmente, zanjó la cuestión en el nuevo decreto de alarma. Según este, las autoridades autonómicas podrán establecer las limitaciones previstas en el decreto, sin que sea precisa la tramitación de procedimiento administrativo alguno ni control judicial previo.
Con el nuevo decreto las comunidades autónomas tienen las manos relativamente libres para decidir con rapidez las medidas que crean convenientes contra la pandemia. Pero solo relativamente, porque no podrán sobrepasar las limitaciones que establece el decreto, de circulación de personas en horario nocturno y otras limitaciones en lugares de culto. Y, al menos durante una semana, limitación de entrada y salida en comunidades autónomas o algunas de sus ciudades o barrios y de formar grupos de más de seis personas en lugares públicos o privados. Los gobiernos autonómicos pueden flexibilizar o suspender algunas de estas medidas, pero no pueden imponer otras distintas o más severas. Las iniciativas, sugeridas o aventuradas, sobre un confinamiento domiciliario, o total o de fin de semana, no caben en este decreto de alarma. Haría falta ampliar el decreto del Gobierno central, porque esas medidas limitan derechos fundamentales, intocables para los gobiernos autonómicos.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha decidido desoír abierta y provocadoramente el cumplimiento íntegro del decreto. Al Gobierno central, garante de la legalidad, le correspondía requerir el acatamiento, y si la presidenta hubiera mantenido su desobediencia, darle el mismo tratamiento que a Torra, aunque, ciertamente, la pancarta del balcón no entrañaba ningún riesgo sanitario, y la desobediencia de Ayuso, sí.
La inseguridad jurídica y la desconfianza cívica crecen con las pugnas, más políticas que sanitarias, entre gobiernos. Crecen con las imprecisiones del decreto, con las rectificaciones del Gobierno central, con el éxito de las tergiversaciones de Ayuso en la interpretación o aplicación del decreto, con la ineficiencia de la de la judicatura y con el conjunto del galimatías normativo. Las instituciones y sus disposiciones van perdiendo credibilidad, y, consecuentemente, va menguando el acatamiento voluntario de las restricciones impuestas por el decreto. Y mientras tanto, vuelve a crecer el virus, otra vez.
José María Mena fue fiscal jefe del TSJC.
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