El momento dual
Mientras unos y otros juran que su única prioridad es salvar vidas, las portadas se dividen entre el descontrolado desarrollo de la emergencia sanitaria y las querellas frontales entre los actores políticos
Hablamos de crisis para referirnos al momento en que se pone en evidencia una ruptura de las continuidades en una sociedad determinada. Hay crisis de crecimiento, momentos de cambio que sirven para dar pasos adelante, y hay crisis que abren escenarios profundamente regresivos. Las crisis tienen un momento de irrupción que las identifica, pero siempre arraigan en tendencias que venían de lejos y que habían dejado señales significativas que las sociedades se resisten a reconocer.
Por lo menos desde 2014, está claro que el régimen español necesita un baldeo, después de que sus gestores hayan sido incapaces de hacerlo mutar en 40 años. Y un trabado sistema de intereses no solo bloquea cualquier iniciativa de cambio, sino que niega tanto la necesidad como la oportunidad, mientras las averías institucionales se agravan abonando el terreno a las fuerzas de la reacción. La crisis de modelo económico del 2008 y su dogmática gestión pusieron en evidencia lo que ya era un clamor: el agotamiento del ciclo neoliberal que desde 1979 había articulado la llamada globalización. Y en el caso español los desequilibrios de un sistema económico, demasiado deudor de sectores vulnerables y sensibles a los cambios.
A esta crisis se sumó el conflicto catalán que abrió las contradicciones de un pacto de la transición que se había esforzado en articular un Estado que no es Estado-nación sino un Estado-naciones, pero que no ha sido capaz de sustantivar una diversidad de fondo que un régimen muy descentralizado en el gasto y muy centralizado en la toma de decisiones no sabe atender. Desde los años 80, al pasar Madrid de capital política a capital económica, con la privatización masiva de las empresas públicas y con el paso del capitalismo industrial al financiero, ha cambiado los equilibrios de poder.
El paso del nacionalismo catalán al independentismo ha roto la vena pactista de la transición y ha provocado un serio desajuste en el sistema de poderes en beneficio del judicial, tras el que Rajoy quiso esconder su impotencia. Y encima llegó la covid, causante de un descoloque universal, que anuncia un cierto cambio de época, de dominaciones y de prioridades, pero que ni siquiera ha servido para unir a las fuerzas políticas en la emergencia. Y ha colocado a los dirigentes políticos en una situación perfectamente dual. Mientras unos y otros juran que su única prioridad es salvar vidas, las portadas se dividen entre el descontrolado desarrollo de la emergencia sanitaria y las querellas frontales entre los actores políticos que buscan en la descalificación del adversario y en la confrontación simple (la negación del reconocimiento al otro) el encubrimiento de sus impotencias.
En una semana hemos visto como el Gobierno no refrenda la presencia del Rey en la entrega de despachos a los nuevos jueces en la Escuela Judicial de Barcelona, evidenciado lo que es un secreto a voces, que Cataluña es territorio apache para la corona; y como el Gobierno apunta a sacar a los presos independentistas de la cárcel, promoviendo la reforma del delito de sedición y admitiendo a trámite las peticiones de indulto, al tiempo que el Partido Popular sigue en su obstrucción institucional, negándose a cumplir la ley en la renovación del poder judicial, para mantener su influencia en el universo judicial. Son tres ejemplos del estado de un sistema desajustado que no encuentra espacio para un pacto de futuro que renueve sin miedo todo lo necesario.
Es de sentido común que la crisis catalana solo volverá al espacio político si hay un reconocimiento mutuo entre los actores, que empieza con la salida de los presos de la cárcel y con la asunción por parte de ambas partes de la vía política como forma de encauzar el problema. Y, sin embargo, en el momento en que el Gobierno tímidamente abre el camino al indulto, la reacción de la derecha, perfectamente previsible, y de sectores de la vieja izquierda que habitan en el eterno fantasma de la ruptura del Estado, y el verbenero gusto de un sector del soberanismo para llamar traidor a todo el que advierta de las fabulaciones del discurso de la confrontación, confirman que los intereses de parte impiden hoy construir puentes para pactos efectivos de reconstrucción. Con los consiguientes riesgos para la democracia, porque, cuando la política democrática se aleja de la realidad, el espacio político queda a disposición de los trumpistas de cada casa.
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