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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Patria’: una experiencia personal

La cuestión era no equivocarse a la hora de escoger con quién comías en la cafetería de la Facultad de la Universidad del País Vasco, y había que acertar el primer día, porque después no era fácil cambiar de mesa

Pere Vilanova
Imagen del atentado de ETA contra el supermercado Hipercor de Barcelona, en junio de 1987.
Imagen del atentado de ETA contra el supermercado Hipercor de Barcelona, en junio de 1987.ANTONIO ESPEJO

Hemos visto recientemente como crecía el debate sobre el canónico libro Patria, de Fernando Aramburu, o mejor dicho, como se ha vuelto a activar a partir del cartel que tenía que promocionar la versión de HBO sobre el libro. Por un puro azar autobiográfico, me correspondió dar clase durante algo más de un año en la Universidad del País Vasco (UPV), Campus de Lejona, o Leioa, en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación, que albergaba las enseñanzas de Sociología y Ciencias Políticas. He dejado pasar 30 años exactamente antes de escribir una línea sobre mi experiencia allí. Es un plazo razonable para no dejarse cegar por la inmediatez de la coyuntura, pero mi estancia allí se sitúa en un período (1989-1990) que está entre los años de la matanza de Hipercor, en 1987, y la matanza de Vic, en 1991. Por aquellos años, ETA asesinaba un promedio de entre 20 y 46 personas al año, mayormente en el País Vasco, pero no únicamente, como lo prueban los casos de dichos atentados en Cataluña.

Cuando comenté que iba a ir a dar clase en la UPV, todavía en Barcelona algunos colegas, que no amigos, me advertían que desde aquí (Barcelona) no entendíamos la complejidad del problema, que había un conflicto político que la represión no iba a solucionar, y esto y lo otro. Mi estancia allí no solo no me hizo cambiar de opinión sino que me reforzó en la mía. Y además el problema no eran únicamente los muertos, era la época de los “ataúdes blancos”, con niños muertos dentro. El problema era una espesa corrupción moral difusa que hacía de aquello una especie de Beirut durante su terrible guerra civil (1975-1990).

Un servidor, al ser catalán, tenía una especia de “bula” del sector abertzale según supe al poco tiempo. Otro colega que vino a la UPV desde otra provincia pronto vio su nombre en las paredes de la UPV con el adjetivo “chivato”, y al tiempo se tuvo que marchar. La cuestión era no equivocarse a la hora de escoger con quién comías y bebías en la cafetería de la Facultad, y había que acertar el primer día, porque después no era fácil cambiar de mesa. Yo ya tenía amigos por allí, entre los cuales dos exetarras de la primera hornada, juzgados y condenados a dos penas de muerte en el juicio de Burgos de 1970. Incluso para los más agresivos de los de la nueva hornada, aquellos dos eran intocables, la mesa era “zona fuera de límites”, me sentía bien protegido. Lo mismo cuando salías de “potes”, a tomar algo. Al casco viejo de Bilbao no entrabas sin un guía comanche de toda confianza. Al poco de estar allí, un buen día se me acerca una estudiante joven, con una cara encantadora. Hasta que se presentaba y te venía a hablar de “los presos encarcelados”, pero no en plan proclama doctrinal, sino para que tuviera en cuenta que los presos seguían estudios en las “cárceles de exterminio”, y que el comité se encargaba de organizar sus materiales de estudio, y sobre todo, de ir a examinarlos. Yo dije que bien, y en mi insensata y juvenil energía, me ofrecí a ir a examinarles. Por supuesto, ni se aceptaron mis materiales con un par de excepciones (libros) ni sobre todo se me aceptó como examinador.

En estas, tiempo después, cuando ya no estaba allí, un exetarra devenido en profesor de la UPV me comentó en tono muy agradecido que uno de mis libros (no teman, se llamaba Temas de Ciencia política, coautor el doctor Rodríguez Aguilera) le había ayudado a entender “todo esto del Estado”, que no es poca obra evangélica. A otro, aún preso, le convencimos de que leyera un libro, del buen amigo Carlos de Cabo, constitucionalista ejemplar. Y así, íbamos evangelizando aquí y allá, pero cada pocos días ETA asesinaba a alguien, y al llegar a la UPV había un silencio espeso, en clase todo el mundo hacía ver que miraba sus apuntes, y ya está, hasta el siguiente muerto. Como mucho, hemos sabido mucho después que en las cárceles algunos presos de vieja hornada opinaban que esas matanzas, Hipercor, Vic, Zaragoza, etc., eran cosa de los nuevos dirigentes, “a los que se les había ido la pinza”. Los homenajes de bienvenida que a día de hoy se dan a los presos que salen de las cárceles deben recordarnos otra cosa, y es que hay un lodo de fondo que sigue ahí.

Pere Vilanova es catedrático de Ciencia Política.

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