El peligro borbónico
Lo que se juega el actual gobierno en su totalidad es mucho: el peligro de una involución escondida bajo el manto de una reclamación de estabilidad institucional de cartón piedra es real
Las últimas noticias que se han conocido en torno a la decisión del anterior jefe de Estado Juan Carlos I de salir del país como medida cortafuegos para proteger al actual rey, Felipe VI, y a la institución monárquica resuenan con ecos de pasado lejano, de un pasado más próximo y abren todas una serie de incógnitas con respeto al presente y al futuro.
En los diarios y en las redes el paralelismo con el destino de otros monarcas ha sido inmediato. Sin ir más lejos, ha venido a la memoria de muchos la vicisitud de Alfonso XIII quien, después de las elecciones municipales de 1931, salía del país y precipitaba la proclamación de una República. A pesar de todos sus defectos y de la forma criminal, terrible y abrupta en que terminó, la República representó un avance decisivo para la democracia, la igualdad y la libertad en España y una feliz excepción en una Europa de los años 30 cada vez más atravesada por dictaduras autoritarias y fascistas. También hubo paralelismos con la trayectoria de Don Juan de Borbón y con la congelación de su figura de monarca sin reino, que a la postre renunciaría a sus derechos como medida para favorecer el ascenso de su hijo durante la Transición.
Nadie —y aún menos un exjefe del Estado—, puede sustraerse a un procedimiento judicial
Sin embargo, lo que se precipitó esta semana no deja de ser el epifenómeno de lo que se empezó a ver en 2014 con la abdicación de quien se ha ido ahora al extranjero: mientras el sistema del 78 entraba en crisis sin remedio porque los poderes públicos no supieron mantener la promesa constitucional de garantizar derechos materiales y sustantivos a sectores amplios de la población golpeados por la crisis, el paso al lado del rey transitivo buscaba mantener la estabilidad y lo conseguía únicamente gracias al hecho de que la cúpula del PSOE optó por defender toda aquella operación, siguiendo su tradicional e instintiva desconfianza hacia los movimientos bruscos. El PSOE se hizo escudo, pero ello no impidió que aquella tensión real se trasladara dentro del partido. De otra forma no se puede explicar la increíble —y aún no finalizada— parábola de la vida interna del partido mayoritario del sistema político español empezada en 2015. Ahora parece un pasado lejano, pero el acoso y derribo de Pedro Sánchez en su primera etapa como secretario general, su resurrección inesperada y las resistencias numantinas de los poderes fácticos (y de los exsecretarios influyentes) a cualquier pacto con las fuerzas nacidas del 15-M y confluyentes con partidos —como Izquierda Unida— que siempre fueron republicanas, nos habla de este conflicto. Desde 2014, estas fuerzas han interpretado que, aun siendo extremadamente críticas con la monarquía, el contencioso principal se ha ido encontrando en las políticas de austeridad, en la privación de derechos a la ciudadanía, en la denuncia de la corrupción y en la necesidad de cambiar desde el gobierno la agenda política en sentido antiausteritario y redistributivo. No se equivocaron: más allá de los conflictos internos y de la variabilidad de su fuerza parlamentaria (que ha parecido estar estrechamente relacionada con la capacidad del PSOE de asumir ese cambio de agenda), nunca una fuerza política a la izquierda del socialismo había llegado tan lejos —llevándose por delante todo un gobierno del PP salpicado por la corrupción—, ni desde la recuperación de la democracia había tenido ministros y ministras.
Y aquí se llega al presente, y a las preguntas en torno a cómo afectarán al gobierno de coalición progresista los últimos acontecimientos. En el medio de una pandemia global, con una recesión económica espantosa y una moción de censura anunciada para septiembre. Muchos de aquellos que pelearon con uñas y dientes para que este gobierno progresista no naciera nunca están convencidos de que la cuestión borbónica —o la cuestión monárquica a secas— puede actuar como una especie de kriptonita en contra del gabinete de Sánchez, de su configuración actual y de la agenda inclusiva de salida de la crisis que ha planteado. Por otra parte, es bien evidente que ni la presunta corrupción podrá quedar fuera del escrutinio judicial y político, ni se podrán hurtar unos debates a la ciudadanía que ahora han caído objetivamente sobre la mesa.
La sociedad tiene derecho a debatir libremente posibles cambios relativos a la jefatura del Estado
Lo que se juega el gobierno en su totalidad es mucho: el peligro de una involución escondida bajo el manto de una reclamación de estabilidad institucional de cartón piedra es real. Y por ello, si es verdad que este gabinete quiere gobernar para los sectores que ya sufrieron más la última crisis económica y ahora se arriesgan a un desastre social de dimensión y características desconocidas, tendrán que conjurarse sobre la base de tres principios. Uno: nadie —y aún menos un exjefe del Estado—, puede sustraerse a un procedimiento judicial en el caso en que haya indicios fehacientes de delito. Dos: la ciudadanía tiene derecho a debatir libremente, y sus representantes a plantear políticamente, según los cauces que existen, posibles cambios de mayor o menor intensidad relativos a la jefatura del Estado y a la forma de gobierno. Tres: todo ello se tiene que hacer con firmeza, temple y evitando al máximo la gesticulación, porque este será el flanco por donde quienes quieren derribar al gobierno —y son muchos, muy poderosos y en muchos sitios— atacarán sin piedad.
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