Los ‘entrepreneurs’ de los geriátricos
Me pregunto si la cuarentena ha aumentado nuestro miedo a morir lentamente, o súbitamente, o solitariamente, o indignamente; y a preguntarnos, de hecho, qué significan palabras como indigno o muerte
Como a todo el mundo, la vejez me asusta. Me da miedo despertarme un día y ver que me he hecho vieja. Más que ser vieja: mirarme de frente y no saber reconocer quién es esa persona de ahí delante. Es trágico comprobar que una se ha modificado del todo, y su cara no es exactamente su cara, y su cuerpo no es exactamente su cuerpo. ¿Esto es un lunar nuevo o me estoy convirtiendo en un caballo pinto?, dice Ursula K. Le Guin a propósito de esa cosa vanidosa e irresponsable que son los años pasando. No quiero que sigan pasando los años y cuando me encuentro a mí, dentro de mí, diciendo eso, no puedo sino pensarme como una consentida que es capaz de mirarse al espejo, porque tiene un espejo, y lamentarse por cosas. Me pregunto si la cuarentena ha aumentado nuestro miedo a morir lentamente, o súbitamente, o solitariamente, o indignamente; y a preguntarnos, de hecho, qué significan palabras como indigno o muerte. Porque aquí apenas se habla de morirse, o de cuánto duelen las cosas, está muy mal visto. Si hasta cuando alguien fallece se dice que esa persona ya no está más con nosotros como el mensaje tipo que aparece cuando alguien abandona un grupo de WhatsApp.
De tanto ignorarla, ahora la hemos visto de cerca y nos ha parecido espantosa, exactamente lo que temíamos. Nos hemos visto a todas de viejas mientras los nuestros estaban, en el mejor de los casos, en residencias muriéndose más o menos solos, más o menos tristes; o con cuidadoras casi siempre latinoamericanas “porque son más dulces” y porque frente a la muerte imponente, exprimimos una vez más el cariño que no es cariño, que es trabajo feminizado y pauperizado.
Yo no puedo dejar de imaginar en las residencias de esa categoría sobre teorizada que habéis acordado en llamar millennials y en la que yo ando metida, cada vez más vieja y más incómoda. Sin glamour, sin purpurina, sin gorras ni crop tops: ¿Cómo serán los lugares en los que nos tendrán a nosotros, de viejos? ¿Dónde nos meterán si la mayoría no tenemos donde caernos vivos? Está claro que los ricos tendrán su cobijo o billetes a Marte, si es necesario, esos no me preocupan. Aunque resulte una obviedad, también hay millennials con mutuas privadas a los que les asusta un poco menos la vida. El caso es que me imagino esos lugares y solo puedo pensar en CEOs de cuello alto teniendo grandes ideas. Como el iluminado del proyecto de los pisos colmena, en Barcelona, que proponía un nuevo modelo de hacinamiento de 20 personas porque, dijo, “bien colocadas, no se notan”.
Brotarán los entrepreneurs de los geriátricos a vendernos que lo último en vejez es un novedoso sistema de capsulitas de 3 m² con cuidados a remoto, los viejos ricos, que los habrá porque siempre habrá, compartirán casas en el campo, lejos de las angustiantes ciudades llenas de viejos viejísimos, y ellos ordeñarán sus vacas y llamarán a su vejez, retiros, como ya está pasando; los de las capsulitas estaremos consumiendo los ahorros (qué ahorros), o endeudando a nuestras hijas (qué hijas); y quizás hasta teletrabajando en nuestras horas de jubilados en las salas comunitarias del colmenero, que ya no se atreverán a llamar coworking sino codying, y que habrán rociado con algún tipo de fragancia llamada Años 20 para evocar las veintenas y treintenas.
Ya imagino los titulares: “Jubilados y trabajando más de 8 horas al día”, “Calcula cuánto debes trabajar para completar tu pensión” o “Destapan una red de falsos autónomos en residencias”. Nos miraremos en los espejos y nos veremos ligeramente retocados con filtros avanzados porque hará años que no sabremos cómo hemos envejecido, las empresas tecnológicas nos habrán convencido de que es mejor no saberlo para aumentar la productividad. Antes de irnos a dormir, nos sonreiremos con el vecino de al lado dando golpecitos en un metacrilato transparente, corriendo una cortinilla; ansiosos porque termine el día, incapaces de querer morirnos todavía, quizás contestando un último email.
Anna Pacheco es periodista.
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