Barcelona desapoderada
La capital catalana, envejecida, necesita sangre nueva. Para volver a ser como la Barcelona económica de hace 100 años habrá que construir la ciudad social de dentro de otros 100
En 2020 hace 100 años, un siglo justo, del apogeo económico de Barcelona y su provincia sobre el resto de España: en 1920, el producto interior bruto por habitante en la provincia era 2,81 veces el de España. Luego la diferencia se fue reduciendo y hoy estará en torno a 1,20 (lo explica Albert Carreras, historiador de la economía, de la estela de Jaume Vicens, en su discurso de ingreso en el Institut d’Estudis Catalans). Todavía hoy somos relativamente más ricos que los demás, pero bastante menos que antes. Por esto disminuye nuestro atractivo para el resto de España y aumenta nuestro desapego por ella: nada importante en la historia reciente de Cataluña se entiende si no se parte de su inexorable declinar económico relativo. Lo atribuimos a la centralización más que secular de Madrid -“corazón de España”- que “late con pulsos de fiebre”, escribió Rafael Alberti. Sí, pero no es solo eso: nosotros también deprimimos a la capital de Cataluña, bastantes políticos catalanes la detestan, como, por ejemplo, aquellos que nunca acabaron de aceptar a Pau Donés, de Jarabe de Palo, como a uno más de los nuestros. Barcelona desapoderada, descapitalizada. Por nosotros mismos.
Empecé este artículo un domingo cuando una amiga mía, barcelonesa residente en Madrid, me dijo por teléfono que, después de colgar, bajaría a la calle a comprar un quilo de cerezas. ¡Ay!, yo no puedo hacerlo porque, en Barcelona, las tiendas están cerradas los domingos. Luego mi amiga añadió que cogería un taxi Uber. Tampoco puedo, nuestros representantes los echaron de Barcelona, ellos decidieron tal disparate. ¿A dónde irás?, le pregunté finalmente. Al Museo del Prado, me respondió. La envidié por este privilegio único que pagan mis impuestos y los de ustedes. La selección de 250 cuadros que el Museo ha escogido para su reapertura durante el desconfinamiento es una maravilla única en el mundo. Y no tenemos un Prado en Barcelona, pero bastantes gestores públicos catalanes rechazan la propuesta de instalar en Barcelona una franquicia del Museo del Hermitage, a pesar de que llenaría los huecos de pintura europea clásica y de la primera vanguardia que oscurecen a Barcelona. Si Francesc Cambó levantara la cabeza, pediría que su colección, expuesta hoy en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC), se enriqueciera con la que quieren traer los rusos.
La cerrazón, el ensimismamiento, la estrechez de bastantes de los de aquí son un dolor crónico: hace unos días murió Christo Vladimirov Javacheff, quien, con Jeanne-Claude, formó la pareja de artistas ambientales más fascinantes de los últimos 50 años: transfiguraban los edificios que envolvían, como el Pont Neuf, en París (1985), o el Reichstag, en Berlín (1995). En 1977 propusieron envolver la estatua de Colón, en Barcelona, pero no hubo manera de que les dieran los permisos. Por fin, Pasqual Maragall, tras conseguir la alcaldía en 1982, quiso retrotraer la negativa, pero para entonces los artistas ya habían perdido el interés (aunque lo mismo les ocurrió con la Puerta de Alcalá; en el fondo, todos nos parecemos mucho en este país, cambian los idiomas).
En estas páginas he defendido una alcaldía metropolitana para Barcelona y sus municipios circundantes, como en Londres. No interesa. Y cuando he recalcado la cardinalidad del transporte público en el Área Metropolitana de Barcelona, no he podido obviar que la inquina de algunos políticos de mi ciudad contra el transporte privado, contra el automóvil, me recuerda a la grisura de todos los monopolios: quieren decirme a dónde puedo ir, cuándo puedo hacerlo y cuándo no. Ansían pastorearnos a todos.
Mas ni todo estuvo bien, ni todo está mal: el auge económico no evitó el conflicto civil, faltó política social. Hoy cuando la ciudad alza la vista propugna soluciones sociales encomiables. En abril, el Consejo Municipal de Inmigración, una entidad consultiva del Ayuntamiento de Barcelona, presidida por el concejal Marc Serra y que agrupa a una cincuentena de entidades, pidió la regularización de los inmigrantes en situación irregular. Algo que Teresa Bellanova, ministra italiana de Agricultura, una política ejemplar a quien deberíamos invitar a visitar esta ciudad, consiguió ella sola para su país. Así lo han hecho igualmente los portugueses. Y también se lo sugirió un joven senador republicano, el barcelonés Bernat Picornell, a un ministro español, cuya respuesta fue diminuta: nuestro país no es como Italia y Portugal, nuestras circunstancias son distintas. Lástima, pues esta ciudad envejecida necesita sangre nueva. Para volver a ser como la Barcelona económica de hace 100 años habrá que construir la ciudad social de dentro de otros 100.
Pablo Salvador Coderch es Catedrático emérito de Derecho Civil, Universitat Pompeu Fabra.
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