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Convenio de confinamiento

El estado de alerta ha dejado a muchos padres divorciados lejos de sus hijos durante más tiempo que nunca

Toni Polo Bettonica
El hijo se pasa la cortacésped. Puro aburrimiento.
El hijo se pasa la cortacésped. Puro aburrimiento.

Van pasando los días y uno se va haciendo a la idea de que esto del estado de alarma te toca donde te toca. Y ahí, donde estaba uno hace dos semanas, sigue. Con quien le pilló: la señora, la hija de la señora y la hija de los señores, que es Concha, la clásica perra-salvoconducto que permite salir a tomar el fresco legalmente de vez en cuando. Pero en esta formación familiar (señor-señora-chica-perra) falta un elemento, que no es otro que el hijo del señor, un chaval de 17 años que el día del confinamiento se encontraba, como manda el convenio de divorcio, en casa de su madre. Y ahí se ha quedado, claro. Y, sin ser consciente de ello, ha dejado un hueco en su otra casa, la que visita fin de semana sí, fin de semana no. (El mismo hueco de esos encuentros intersemanales: comidas, cenas, quedadas...) Y, conforme van pasando los días, se hace duro, la verdad.

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El hijo, en realidad, se ha pasado muchas veces más de dos y más de tres días encerrado en casa, tan campante. Pero eran otros tiempos y otras circunstancias: aquel fin de semana tonto, sin ganas de hacer nada más que no sea aburrirse hasta la extenuidad; esas gripes (las de antes, las de toda la vida, digo) que te dejan en cama una semana entera... Pero... ¿esto? Esto es inaudito. Al principio es llevadero, aunque uno lo sufre más que el otro: “Como tengo que ir al trabajo –eran otros tiempos... aún podíamos ir al trabajo– paso por tu casa, bajas un momento y nos damos el codo y tal...” (este es el padre, al teléfono). “Uf... es que estoy en pijama” (este es el hijo, insensible, que echa más de menos a los amigos que a su padre). La cosa queda en nada y el confinamiento se estrecha: prohibido salir de casa; mossos controlando por la calle, cajeras del Día que te dan el tíquet de la compra “porque te lo puede pedir la poli”, vecinos que te miran mal... Todo sea por derrotar a la covid-19.

Pero poco a poco, el sentimentalismo padre-hijo se equipara. Al menos eso quiere creer el padre (¡está seguro de ello!). En la Era Precovídica las llamadas de un hijo, no nos engañemos, eran interesadas, pragmáticas, materialistas. Pronto, sin embargo, la relación a distancia, normalmente a base de infinitos mensajes por WhatsApp, empieza a ser de viva voz y, en nada, entra en juego la imagen, el vídeo. “Mira, papá, me estoy rapando la cabeza”, y el chaval se enfoca, cortándose el césped de la troposfera al uno o al dos. “Como esto va para largo, si no me queda bien, antes de que me vea nadie ya me habrá crecido el pelo”. También es verdad, y es una suerte... Bien pensado, estas conexiones, como las inacabables partidas al Apalabrados, pueden ser más fruto del aburrimiento que del sentimentalismo.

Como fruto del aburrimiento es la decisión voluntaria, casi entusiasta, de hacer deberes. El curso que viene el hijo irá a la universidad. No es un año fácil a nivel de estudios. Encima, se pasó los primeros diez días lectivos de enero con la escuela cerrada (sí, aquella escuela italiana); después disfrutó de una semana blanca, tal como estaba en cartel y tal como siguió programada; y ahora el tiempo sin clases es indefinido. En junio (¿julio? ¡¿agosto?! ¿septiembre...?), exámenes finales, selectividad italiana, selectividad española... “Estudiaremos juntos, telemáticamente” (este, de nuevo, es el iluso del padre). “De momento tenemos muchos deberes”, tiende la mano el hijo. El padre no desfallece: “Te ayudo...” Todo sea por que el chico no acabe abducido por la dichosa Play o se quede alelado con tanta serie.

Van pasando los días y las videoconferencias, las llamadas de buenas noches, las de buenos días, los juegos por el móvil, los iconitos que lanzan besos con corazones son cada vez más frecuentes y más sinceros. De algo sirve el confinamiento: siempre hay un objetivo maravilloso al final del camino: “Papá, cuando esto se acabe, te voy a dar un abrazo que te voy a dislocar la espalda”, le ha dicho por teléfono el hijo a su papá, que ha colgado con una sonrisa en los labios. Y en el corazón.

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ECHARSE DE MENOS

Lugar de cuarentena: dos pisos a cinco kilómetros de distancia.

Número de personas y edades: un padre de 50 y un hijo de 17.

Carencias del confinamiento: todas.

Libro y serie: El padre se ha tragado las 800 páginas de la novela de Mussolini, ha recuperado a Carvalho y libros no le faltan. El hijo va a tempordada serial diaria.

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Sobre la firma

Toni Polo Bettonica
Es periodista de Cultura en la redacción de Cataluña y ha formado parte del equipo de Elpais.cat. Antes de llegar a EL PAÍS, trabajó en la sección de Cultura de Público en Barcelona, entre otros medios. Es fundador de la web de contenido teatral Recomana.cat. Es licenciado en Historia Contemporánea y Máster de Periodismo El País.

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