Surrealismo y diseño, desordenadamente
Es encantador ver los interiores de las casas de Dalí en Portlligat, la del coleccionista Edward James en Inglaterra, y la de Carlos de Bestegui, proyectada por Le Corbusier
Desde sus inicios, el surrealismo se inspiró en el diseño y en los objetos cotidianos. Sin embargo, el impacto que tuvo sobre el diseño este movimiento artístico, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, es poco conocido”. Así es como se vende o se explica el contenido de la exposición titulada Objetos de deseo. Surrealismo y diseño, 1924-2020, pero la primera frase es un error demasiado importante para ser obviado. Cuando surgió el surrealismo en los años veinte y en su apogeo en los años treinta, el surrealismo no pudo inspirarse en el diseño, por varias razones. La primera es que su fuente de inspiración eran los sueños, el inconsciente, lo maravilloso en la vida cotidiana y efectivamente también los objetos pero no el diseño, que en aquella época estaba naciendo de mano de la Bauhaus y del Constructivismo ruso. Estos movimientos aspiraban a que la forma siguiera a la función, y en su deseo de ir en contra de toda ornamentación artificiosa, resultaron extremadamente racionales, justo lo contrario del ideario surrealista. Otra cosa es que bajo el surrealismo sus artistas no reinventaran y manipularan objetos industrialmente fabricados tales como mesas, sillas, sombreros o vestidos y de ello da buena cuenta esta exposición.
Dicho esto, la muestra es muy recomendable en especial por sus tres primeras salas. Ya el dadaísmo había jugado con las asociaciones impensables o heteróclitas, y Marcel Duchamp había inventado el ready-made. Ahora podemos ver la famosa plancha con púas de Man Ray (titulada Regalo, 1921), un objeto de uso imposible y un obvio regalo envenenado, la Mesa con pies de pájaro de Meret Oppenheim o el famoso Busto de mujer retrospectivo de Dalí (1976), así como la fotografía de la Cuchara-zapato, encontrada por André Breton en el Marché aux Puces y construido, según el poeta, “más allá de su imagen soñada” o la extraordinaria máscara encontrada por Giacometti el mismo día en el mismo lugar.
Hay una parte documental muy amplia y bien seleccionada, aunque las fotografías son un poco pequeñas y sus cartelas, siguiendo una incomprensible moda actual, están muy lejos de las obras, lo que dificulta su lectura e identificación. Pero pueden verse muchas imágenes de las exposiciones surrealistas, que desplegaron una enorme imaginación en los montajes. Contemplamos muchos de los maniquís de la Exposición internacional del Surrealismo de 1938, de cuyo techo —ideado por Duchamp— colgaban cientos de sacos llenos de carbón (que en realidad no contenían carbón), y que junto a las paredes pintadas de negro, un estanque con plantas y un hornillo en el que se tostaba café, conseguía una atmósfera misteriosa y turbadora a la vez. También vemos imágenes de la exposición de Londres en 1936 (en donde Dalí se vistió de buzo y casi perece asfixiado) y de la famosa First Papers of Surrealism de Nueva York en 1942, en donde Duchamp atravesó todo el espacio expositivo con cordeles. Y los montajes y muebles que Peggy Guggenheim encargó a Friedrick Kiesler que con el tiempo se han revelado de un surrealismo francamente superficial.
Es encantador ver los interiores de las casas de Dalí en Portlligat, la del coleccionista Edward James en Inglaterra, y la de Carlos de Bestegui, proyectada por Le Corbusier (que nunca fue surrealista y que nunca “recolectó objetos” como se lee en una pared de la muestra) y cuyo propietario atiborró de muebles barrocos y rococós.
La sección Surrealismo y erotismo es especialmente rica, con fotografías de Lee Miller, de Man Ray (una espléndida Kiki de Montparnasse), de Dora Maar, de Claude Cahun y en donde aparecen Peggy Guggenheim con sus famosos pendientes (uno de Calder y otro de Tanguy), la excéntrica Leonor Fini y Gala con el sombrero-zapato ideado por Elsa Schiaparelli. Y sí, los surrealistas “diseñaron” objetos cotidianos, poco prácticos pero maravillosamente inquietantes, como los guantes con venas pintadas de rojo, o la pulsera de piel de Meret Oppenheim. Y el movimiento efectivamente influyó en ciertos diseñadores posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Quizás los objetos más conocidos sean la mesa con ruedas de bicicleta de Gae Aulenti, o la lámpara hecha con platos rotos de Ingo Maurer, pero también hay curiosidades como una sorprendente tetera con la forma de un cráneo de cerdo, obra del estudio Wieki Somers (2003).
Es una pena, para concluir, que la Fundación La Caixa que en las épocas de María Corral y de Luis Monreal nos había brindado exposiciones estelares haya rebajado su nivel de exigencia, no solo porque dispone de posibilidades económicas para ello, sino porque Barcelona se lo merece y lo demanda desde hace años.
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