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LAS CONSECUENCIAS DE LA DANA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuando la mentira política irrumpe en un drama humano: el momento 11-M de Mazón y Feijóo

El duelo no deriva hacia la fase de aceptación, digestión y superación hasta que se desvanecen sus agravantes políticos, causados por la infausta gestión de los gobernantes más directos

PP
Xavier Vidal-Folch

Hasta el final, Carlos Mazón ha mantenido su principal valor moral, el engaño, el falseamiento intencionado de la realidad. Su dimisión (en diferido de un año) no es una marcha completa, sino parcial e interesada: como president, pero no como diputado ni como dirigente del PP. Así busca garantizarse sueldo público y protección de aforado.

Su reconocimiento de errores no ha sido tal, sino autoexculpatorio. Alegó que su yerro, “sobre todo” fue “mantener la agenda del día” de la dana. No es veraz: ninguna agenda le obligaba a eclipsarse más de cuatro horas. Ese no estar donde debía, y cambiar 11 veces su explicación (¿alguna cierta?) es la clave de la ruptura del contrato que vincula a gobernante y ciudadanos.

Igualmente enmascara los hechos su protector, Alberto Núñez Feijóo, tan dubitativo como indubitado prestador de su apoyo. Al recibir su renuncia como “una decisión correcta” se contradice a sí mismo, pues pretendía aplazarla. Y si era lo correcto y constituye “una lección” para los demás, ¿por qué no se la exigió antes, cualquiera de los 370 días transcurridos desde la catástrofe?

El falseamiento de la verdad, la mentira sistemática y reiterada, el engaño estructural a los ciudadanos —eso que hoy encuadramos como “posverdad” o “realidad alternativa” (“El fin del mundo común”, Máriam Martínez Bascuñán), o “posvergüenza” (“La vacuna contra la insensatez”, José Antonio Marina)— es la cosecha política del período, coherente con su hilo conductor.

En su fase final, en torno al primer aniversario de la dana, y más en los cinco días transcurridos entre el homenaje de Estado a las víctimas del 29-O hasta el pasado lunes, todo ha circulado a la velocidad de la luz. España, pero antes que nadie el Partido Popular, sigue en medio de un tsunami político con precedente por el estallido de la posverdad, aunque con origen distinto: el del 11-M de 2004, cuando el atentado terrorista al tren de Atocha.

En un maremoto, nada en el paisaje vuelve a ser lo mismo. La perturbación dura tanto cuanto la máxima intensidad del dolor permanezca arraigada en las víctimas: 193 asesinados entonces, 229 muertos en el temporal que arrasó l’Horta. El duelo indignado no deriva hacia la fase de aceptación, digestión y superación hasta que se desvanecen sus agravantes políticos, los causados por la infausta gestión de sus gobernantes más directos.

Y por su empecinamiento en negarla. Un año es mucho más que cuatro días. Demasiada ignorancia del malestar social generado no solo por la muerte de la gente querida, sino por la humillación infligida a sus próximos, huérfanos de empatía, nunca convocados y siempre atacados porque protestaban. La revictimización. También en esto hay similitudes entre el Madrid de 2004 y la Valencia de hoy. Y en el sendero de traspasar a otros las responsabilidades propias: a los manifestantes de la jornada reflexión, entonces; al sanchismo, ahora.

El momento catalizador del desenlace de Mazón fue el homenaje en la Ciudad de las Artes, que cristalizó como su funeral político. Ahí la persistente protesta cívica de los ultrajados se sustanció al fin de forma institucional y solemne —de la calle al palacio—, ante la jefatura del Estado… y ante todos. El responsable de ampararlos y acompañarlos, su president, no solo no estuvo donde debía estar cuando debió: seguía sin estar con ellos y con nadie. Peor aún, acudiendo, como si estuviese, a la fiesta triste —pero consoladora— en desaire a los festejados que esta vez ya no le invitaban a compartir nada.

Ahí confluyó el recuento de datos sobre lo sucedido recopilados por la investigación judicial de la insobornable magistrada Nuria Ruiz Tobarra, tan discreta que ni siquiera conocemos su imagen. Y por la periodística.

Ambas han confluido en perimetrar la barbarie de la desgobernanza en el peor temporal, hasta las horas fatídicas del escondrijo en un restaurante. Y 37 minutos de total desconexión, que hubieran debido salvar vidas. Mientras seguía sin estar, en el centro de coordinación de emergencias, donde debía, pues tenía competencia para dar órdenes y coordinar a sus consellers, según el artículo 28 del Estatut. Así, el secreto ha quedado desvelado y el secretismo, desarticulado: tanto como quien lo empleó para protegerse de la vergüenza de sí mismo.

El perdedor inmediato del 11-M fue José María Aznar, el aznarismo duro. Tuvo que despedirse del respetable envuelto para siempre en el hálito de la mentira de que “era ETA” y no el yihadismo. El daño colateral fue para su colaborador Mariano Rajoy, que vio aplazado su acceso al poder. Lo esencial fue el digno empeño de víctimas y ciudadanos. También ahora, cuando finiquita Mazón y su protector Feijóo se encumbra a protagonista principal del drama. Sin padrino, no hay ahijado.

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