Un jurado popular frente al profesional: el ‘caso Begoña Gómez’ reaviva el debate
En 1995, impulsada por la izquierda, se aprobó la ley para instaurar los tribunales formados por ciudadanos legos en Derecho, cuestionada en los casos mediáticos y con delitos complejos


El jurado popular ha vuelto a colocarse bajo los focos tras la resolución dictada el martes por el magistrado Juan Carlos Peinado en el caso Begoña Gómez, donde comunicó que la línea de investigación que mantiene abierta por el delito de malversación contra la esposa del presidente será juzgada por este tipo de tribunal en el caso de que llegue a celebrarse una vista oral. La posibilidad de que la mujer de Pedro Sánchez acabe sentada ante nueve ciudadanos legos en Derecho, que difícilmente no tendrían una idea preconcebida sobre ella y su marido, ha reabierto el debate sobre esa figura. ¿Existen mecanismos para protegerse de los sesgos de sus componentes? ¿Debería modificarse el listado de delitos que enjuicia el jurado para excluir los más técnicos? ¿Debería, incluso, eliminarse esta institución?
“El jurado popular es absurdo, lo cojas por donde lo cojas”, resume Jordi Nieva-Fenoll, catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona (UB) y un enorme detractor de esta figura, frente al tribunal formado por jueces profesionales: “Es como si tú tienes un cáncer de páncreas, que es curable, y tienes que escoger entre irte a un hospital con médicos o a un brujo a que te ponga hierbas”, ironiza. Una posición que, por ejemplo, no comparte Sara Díez, profesora de Derecho Procesal de la Universidad Pontificia Comillas (ICADE): “Es verdad que los miembros del jurado pueden estar influenciados por los medios, pero como puede estarlo también un juez. Hay mecanismos suficientes en el ordenamiento jurídico para que esto se minimice lo máximo posible”.
Lo cierto es que existe un debate sempiterno sobre los inconvenientes o beneficios del jurado popular. Como el río Guadiana, esta cuestión fluye de manera constante en los foros jurídicos, y emerge a la primera línea de la opinión pública cada vez que estalla una causa mediática. Como ha pasado esta semana con el caso Begoña Gómez. O como ocurrió en 2012 por la absolución en el caso de los trajes de Francisco Camps, expresidente de la Comunidad Valenciana. O como sucedió en 2002 al anularse la condena inicial a Dolores Vázquez por el asesinato de Rocío Wanninkhof.
El origen del debate se intrinca en la propia Constitución española de 1978, que establece que los ciudadanos podrán “participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine”. Este mandato, que recuperaba una figura vigente durante la II República y abolida durante la dictadura franquista, tardó en cristalizar casi dos décadas. No fue hasta 1995 cuando se aprobó la actual Ley del Jurado, impulsada por la izquierda y los nacionalistas, que salió adelante con el respaldo mayoritario del Congreso y la abstención del PP. Y en mayo de 1996 se conoció el primer veredicto en un juicio de este tipo (un caso de homicidio en Palencia).
“En aquel momento, las tendencias progresistas estuvieron luchando por el jurado porque los conservadores se oponían porque dominaban la carrera judicial. Y además, los jueces no tenían una formación como la que tienen ahora”, recuerda el catedrático Nieva-Fenoll, que admite que esta figura puede “tener sentido en momentos de grandes crisis de Estado” (“Pero, cuando tú tienes un Poder Judicial como el de ahora, no”, remacha). En la exposición de motivos de la Ley del Jurado se lee: “El Estado democrático se caracteriza por la participación del ciudadano en los asuntos públicos. Entre ellos no hay razón alguna para excepcionar los referidos a impartir justicia, sino que, por el contrario, se debe establecer un procedimiento que satisfaga ese derecho constitucional de la forma más plena posible”.
Los defensores de esta institución subrayan que la normativa prevé herramientas para minimizar la contaminación del jurado, así como para detectar y rectificar veredictos injustos. No solo por cómo se elige a sus miembros (a través de varios sorteos y con la posibilidad de cribar y recusar a sus integrantes). “El gran acierto que tiene el modelo español es que hay que motivar”, incide Félix Martín, especializado en esta figura y presidente de la Unión Progresista de Fiscales (UPF), que prosigue así: “En el caso de Begoña Gómez, el jurado no decidiría sobre Begoña Gómez, sino sobre las preguntas a las que somete a consideración el magistrado-presidente. Y tiene que motivar el porqué. De forma que, si se actúa con integridad, el propio jurado se corrige sus sesgos. Aun así, si el jurado tuviera sesgos, como sus miembros no están acostumbrados a motivar, es más fácil detectarlo por los operadores jurídicos”. Y corregirlo a través de las instancias que estudian los recursos.
El abogado Endika Zulueta, que ha intervenido como letrado defensor en juicios mediáticos celebrados ante un jurado, opina que todas las personas tienen “prejuicios” y son influenciables por los medios, incluidos los propios magistrados. “De esta influencia no se libran los miembros de la judicatura, que también tienen sus prejuicios, aunque no se plasmen en la sentencia”. Sobre ello, el catedrático Nieva-Fenoll responde: “Un juez profesional sabe, al menos, lo que es la imparcialidad, que es un concepto que no es fácil y es más profundo de lo que parece. Un jurado no tiene ni idea de lo que es la imparcialidad, jamás en su vida ha sido educado para respetar lo que es una norma jurídica tan importante”. Además, el profesor de la UB apostilla que el juez sabe que “prevarica” (“se está jugando su trabajo”) si actúa de forma incorrecta, mientras que al jurado no le pedirán responsabilidades
“Al abogado se le presenta un reto”, apostilla el letrado Zulueta: “Poner al jurado frente al espejo, utilizar nuestra capacidad dialéctica en hacerles ver que esos prejuicios deben dejarlos en la puerta si quieren adoptar un veredicto con la conciencia tranquila”. En cambio, el fiscal Félix Martín, que defiende el valor de la figura del jurado, sí cree que la ley podría reformarse para que, en aquellos casos en que la “presión mediática” sea tan fuerte que pueda llegar a tensionar a sus miembros en demasía, exista la posibilidad “excepcional” de que el fiscal solicite que ese caso no sea juzgado por ese tipo de tribunal para “preservar” a la propia institución.
Los delitos más técnicos
La Ley del Jurado fijó qué delitos enjuiciaría este tipo de tribunal: como el homicidio, tráfico de influencias, cohecho o malversación (este último es el que el juez Peinado atribuye a Begoña Gómez). “Se han seleccionado aquellos en los que la acción típica carece de excesiva complejidad o en los que los elementos normativos integrantes son especialmente aptos para su valoración por ciudadanos no profesionalizados en la función judicial”, se justificó en el texto aprobado por las Cortes. La profesora Sara Díez reconoce que algunos pueden tener “una complejidad técnica”, pero ahí “son” el magistrado-presidente y la Fiscalía quienes tienen que “allanar la tarea del jurado”. “El jurado no debe entender de calificaciones jurídicas. El jurado solo se posiciona respecto a los hechos”, insiste el abogado Zulueta.
Álvaro Cuesta, que fue diputado por el PSOE y ponente de la Ley del Jurado (además de, posteriormente, vocal del Consejo General del Poder Judicial), considera que esta figura ha funcionado “satisfactoriamente” en estos 30 años y mantiene que, incluso, debería plantarse su ampliación a más delitos. Aterrizando de soslayo en el caso de Begoña Gómez, Cuesta sostiene que hay dos claves para que un proceso por jurado funcione correctamente. Primero, que haya un “buen” instructor, que “no lance fuegos artificiales” y haga una “investigación imparcial y sea muy preciso en la fijación de los elementos que puedan ser constitutivos de delito”. Y segundo, que a la hora del juicio, el magistrado-presidente ejerza su labor de manera idónea, ya que se encarga de establecer el cuestionario que los miembros del jurado responderán sobre los hechos y puede reunirse con ellos las “veces que sea necesario” para “ilustrarlos”.
“El magistrado-presidente tiene que dejar muy claro a los jurados que tienen que pronunciarse sobre hechos”, interviene Diego López Garrido, exdiputado y otro de los ponentes de la Ley. Este catedrático de Derecho Constitucional recuerda que la intención de incluir delitos económicos se debió también a un ejercicio de pedagogía social para concienciar a la ciudadanía de que participaba en la impartición de justicia en casos de corrupción pública. En 1993 había estallado el caso Roldán, que incluía delitos de malversación, rememora Álvaro Cuesta.
En 2020, coincidiendo con el 25 aniversario de la entrada en vigor de la Ley, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) publicó un informe sobre la implantación del jurado y señaló los recelos que levantaba esta figura en la carrera judicial. Sus datos reflejaban que el número de procedimientos de este tipo había ido in crescendo durante finales de los noventa (hasta rozar los 800), pero este había sufrido una caída drástica a partir de 1999 “debido a la desconfianza que despertaba entre los juristas, llegándose a excluir la competencia del Tribunal del Jurado cuando se incluía como hecho delictivo investigado cualquier delito que no era de su competencia“. Este desplome redujo los asuntos por jurado hasta unos 350 anuales durante mediados de la década de 2010, aunque se ha recuperado un poco desde 2017.
“Es verdad que hay cosas muy complejas que están tensionando el jurado de una manera innecesaria”, asegura el fiscal Félix Martín. En opinión del representante del ministerio público, “lo ideal es que el jurado conociera de los delitos contra la vida”, como el homicidio; y que, en el caso de que el legislador quiera mantener para el jurado (por “pedagogía social”) los delitos contra la administración pública, el fiscal debería tener la opción de proponer también al juez que, en ciertos casos complejos, esta figura sea excluida y se juzgue por un tribunal profesional.
Aun así, según Guillermo Portilla, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Jaén, el debate en el caso Begoña Gómez no debe girar sobre si el delito de malversación puede ser juzgado por un jurado o no, sino sobre el fondo de la instrucción que ha llevado a cabo el juez Peinado. “No hay base racional alguna para estimar tal delito en la conducta de Cristina Álvarez, [la asesora de la esposa del presidente], ni en la de Begoña Gómez. Se trata de una investigación prospectiva”.
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