Ir al contenido
_
_
_
_

Hacinados en habitaciones por 3.000 euros: en las tripas de un hotel okupado por la mafia

Al menos 300 adultos y 18 niños viven escondidos en un ‘resort’ de cuatro estrellas a la venta en el rincón más turístico de Tenerife

Algunos miembros de las familias que residen en el hotel okupado en Adeje, Tenerife.
Elena Reina

Si Carlos pudiera elegir, preferiría que el tipo malencarado que le ofreció un techo en España no tuviera la mala costumbre de destruirlo todo cada vez que se emborracha. Le gustaría no saber cómo cambiar una cerradura a las tres de la mañana. Que su exmujer embarazada pudiera vivir con su actual pareja en otro sitio y no tener que compartir cama con ellos. Carlos elegiría trabajar de sol a sol, aunque el precio del alquiler se coma todo su sueldo, y no dormir escondido, como un delincuente. Si a Carlos este país le hubiera dado "chance" (oportunidades), asegura, no viviría aquí.

La casa de Carlos está en un rincón peculiar de la costa sur de Tenerife. Una esquina de la isla devorada por el turismo masivo, que recibe más visitantes al año que toda República Dominicana: unos siete millones de británicos, alemanes, franceses, rusos... Un lugar ubicado entre un barranco y la carretera que lleva a la localidad de Adeje. Del que solo se puede salir en guagua hasta para ir a comprar el pan. Un sitio que tiene un parking flanqueado por enormes palmeras, un spa, un salón de eventos, un parque infantil con tobogán, minigolf, pistas de tenis, piscina. Carlos vive en un hotel. Lo que su familia no sabe es que este es el único de la zona donde no verán turistas. Ni a un vecino.

El 17 de febrero, cuatro hombres reventaron las cámaras de videovigilancia y todos los aparatos de seguridad del edificio principal. El hotel llevaba cerrado desde octubre de 2020, tras no conseguir remontar después de la crisis de la pandemia. Y ese día, cuatro hombres tomaron en apenas unos minutos un recinto del tamaño de cuatro campos de fútbol. La administradora de la familia propietaria, Margarita Domínguez, recuerda esas imágenes. Cómo, cuando llegaron dos agentes de la Guardia Civil al lugar, “ya no eran cuatro, eran 12”, relata. Se llevaron detenidos a dos, otro se les escapó. “Tuvo que ser algo perfectamente organizado”, insiste. A los tres días ya eran más de 50 personas. Habían tomado el Grand Hotel Callao.

La entrada del Grand Hotel Callao, en la costa de Adeje, al sur de la isla de Tenerife

Cinco meses después, tres contenedores de basura dan la bienvenida bajo el arco de la entrada principal. Las palmeras se han secado, la piscina es un vertedero, en el salón de eventos no queda ni una lámpara, el campo de golf hay que adivinarlo porque lo menciona un cartel, hay gente que defeca en el tobogán, latas de cerveza tiradas, patas de cama arrancadas junto a una jardinera. A un lado de la recepción se amontonan decenas de colchonetas de lo que serían un día las tumbonas de la piscina. Porque en este recinto enorme hay gente que vive hasta en la recepción. Una semana después de la visita de este diario, a mediados de julio, un incendio provocado tras una pelea entre los que se ocultan en las zonas comunes quemó a dos personas. Una de ellas sigue en el hospital.

Lo único que queda del que fuera un hotel de cuatro estrellas es un folleto pegado a un cristal que reza: “El paraíso existe. Un mundo de posibilidades”.

—Policía y servicios sociales. Abra, por favor.

Un agente de la policía municipal toca a las puertas de las 92 habitaciones con las que contaba el Grand Hotel Callao. Es la primera vez, según comenta una de las trabajadoras sociales, que hacen un recuento serio de las personas que viven ahí. Fuentes municipales señalan a este diario después por teléfono que han sido registrados al menos 18 niños y calculan que hay alrededor de 300 personas.

La propiedad del hotel ha puesto dos demandas con medidas cautelares de desalojo por la invasión del recinto. Pero un fallo judicial concluyó que sacar a la gente de ahí era una medida “desproporcionada”, señala la dueña. Otro juez ratificó el fallo. Y mientras la batalla se resuelve en los tribunales, con otra demanda por lo civil sin respuesta, el hotel se ha convertido en el síntoma más extremo de la crisis de la vivienda en la isla. La propietaria se queja de unos gastos mensuales de 30.000 euros en impuestos, luz e hipoteca.

Desde el ayuntamiento de Adeje reconocen que si un juez decide echar a todas esas personas de ahí, no tendrían dónde meterlos. Con los precios de alquiler disparados, una población que ha aumentado un 30%, y unos residentes que son cada año más pobres, según los datos del INE, quienes gobiernan esta esquina de la isla empleada fundamentalmente en el turismo señalan que no cuentan con recursos suficientes como para albergar a quienes tratan simplemente de sobrevivir. “Lo que no puede ser es que los empresarios nos tengamos que hacer cargo de una competencia que debe ser del Gobierno. Es surrealista”, denuncia Domínguez, que trata sin éxito de vender un hotel que no se puede visitar.

Domínguez se enteró del incendio por la prensa. Cuando llamó a la Guardia Civil —que no ha respondido a las preguntas de este diario— le confirmaron que había habido dos heridos, pero no le dieron más detalles sobre lo sucedido en sus instalaciones. Los que habitan los cuartos del hotel no han sido desalojados. “Podría haber pasado algo mucho peor. Ahí no hay ley”, advierte la dueña.

09/07/2025 Costa Adeje, Tenerife. Exterior del complejo hotelero. Tras la pandemia, este especio cerró sus puertas y sus instalaciones fueran saqueadas.

Carlos no se llama Carlos. Como tampoco Valentina, ni Eva, ni Rodrigo, ni Guillermo, que es médico y este miércoles está levantando ladrillos en un proyecto inmobiliario para que otros duerman mirando al mar. Algunos llegaron de Cali (Colombia) hace un año. Otros salieron primero de Isla Margarita (en Venezuela) y se mudaron a la periferia de Lima (Perú) y dos años después volaron rumbo a Canarias, donde aterrizaron hace algo más de tres meses. Entre todos crían a cuatro niñas de uno, dos, cuatro y cinco años. Y en uno de los pasillos del hotel han instalado una barbería para el resto de vecinos.

Luego está Teresa, acompañada esta mañana de su amiga Petra, que es madre soltera de dos niños, que nació en Sevilla, pero se ha criado en la isla. Que mueve su Renault Clío destartalado desde el parking del hotel cada mañana hacia cualquier casa donde le dejen limpiar. Que esta mañana se ha puesto a temblar cuando ha escuchado a la policía, pero sobre todo, cuando ha escuchado la palabra “servicios sociales” del otro lado de la puerta. “Porque yo no quiero vivir aquí, se lo juro, pero es que no puedo permitirme otra cosa y tengo dos niños. No puedo irme debajo de un puente”, insiste.

En la parte de abajo está Federica, que tampoco se llama así, pero pide que no se le reconozca. Que es de Marruecos y lleva viviendo y trabajando en España más de 10 años. Que tiene trabajo en empresas de empleo temporal. Y con ese dinero mantiene a su esposo, que acaba de llegar de su país. Federica pagó 1.000 euros a un conocido de un conocido de un conocido. Un hombre que “poseía” esa habitación de hotel en la que vive. Le entregó el dinero, cambió la cerradura y se marchó. “Llevamos unos tres meses aquí. No sabemos cuánto tiempo más podremos estar”, cuenta.

Ninguna asociación de inquilinos ni de las plataformas por el derecho a la vivienda de Canarias están presentes en este macro espacio okupado. Por una razón: la lucha por una vivienda digna se topa en este lugar con una realidad más macabra. Todos los que están aquí han pagado un precio a una mafia que ha sacado rédito de su desesperación. Unos precios que varían según la benevolencia del vendedor, que no es otro que el que ocupó antes esas cuatro paredes, a veces dueños de varias habitaciones: desde 1.000 euros, a los 2.800 que tuvo que pagar Carlos.

No hay información sobre quiénes son los que controlan el recinto. Los que viven ahí saben que los primeros que se hicieron con el Grand Callao se adueñaron gratis de las instalaciones y después intentaron sacar provecho. Pero aseguran no tener idea de cuántos de los “okupas originales” siguen todavía ahí. Los que les vendieron las suyas ya se han marchado.

El pago por las habitaciones es de golpe, no se hace cada mes. Entre los inquilinos se dice que “compraron” una habitación. A falta de un papel, el nuevo dueño será siempre el que tenga la llave de la puerta. Por eso el primer paso tras entregar el dinero es cambiar la cerradura. Aunque sea de madrugada, como hizo Carlos.

Carlos recuerda la noche en que iba a cerrar el trato con un hombre que estaba dispuesto a darle un techo a cambio de dinero. Conocía la historia del Grand Callao por su hermana, que llevaba un mes viviendo ahí. El hombre estaba en lo que ahora llama el salón de su casa —un espacio de medio metro entre el armario y la cama— fumando porros y bebiendo con otros 10 hombres. Le dijo que tenía que venir de madrugada, a las 3, y darle todo el dinero en ese momento. Carlos tenía dólares y negoció que al menos fuera un poco más tarde, cuando ya hubiera luz. ”Ese hombre se volvió loco, quería más dinero y empezó a destrozarlo todo. Por suerte la cosa quedo ahí y se fue”. No lo ha vuelto a ver.

Una de las habitaciones okupadas por una familia de Venezuela con dos niñas pequeñas.

Casi 3.000 euros no parecía un precio barato, teniendo en cuenta los enormes riesgos que corría su exmujer embarazada, su niña de dos años y la actual pareja de su ex, que vive con ellos. Pero hizo cálculos y se dio cuenta de algo: “No es solo una cuestión de dinero. Es que no podía meterme a alquilar ningún sitio porque me piden papeles que no tengo, un contrato que no tengo, un aval que no tengo. Y, si aun así conseguía un sitio, el precio que iba a pagar sería demasiado”, cuenta desde el pasillo del hotel.

En las habitaciones han instalado una cocina eléctrica, una nevera que nunca congela encima de donde antes había un minibar. Han puesto focos de luz en el pasillo, que da a una zona que en su día fue ajardinada. Lavan los platos en el lavabo, también la ropa. Valentina, su hermana, consiguió una lavadora: es el pago que recibió su marido por hacer una chapuza en una casa de un vecino. La ropa tendida en el balcón tapa las vistas al mar que a ninguno de los que están ahí parece interesarles demasiado.

Mientras Carlos habla, vigila de reojo cómo corretean sus sobrinas. Que no pasen de una frontera invisible que ellos mismos han impuesto en el pasillo. Pues en este lugar aparentemente tranquilo, nadie se fía ni de su sombra. Y hay mucha otra gente que no les gusta. Entran y salen coches tuneados, grupos de jóvenes con cervezas en la mano, otros que esperan en las esquinas de las entradas. Otros que se reúnen a las 12 del mediodía a beber en la recepción. “Nosotros vamos a lo nuestro. Solo queremos trabajar, dormir y trabajar”, insiste Carlos, que consiguió empleo en una pizzería en la que a veces le pagan en negro “y a veces no”.

La Guardia Civil se asoma al recinto casi cada día. Fuentes municipales reconocen que los pocos vecinos que viven en la zona —muchas son villas de alquiler vacacional— se han quejado del hotel, han señalado movimientos de gente “extraña” y sospechan que puede tratarse de un punto de venta de droga, aunque las denuncias que han quedado registradas han sido muy pocas. “Y por cosas menores como ruidos, temas de recogida de basura, poco más”, señala una fuente del Ayuntamiento de Adeje.

A las 22.00 horas, cuando el sol se pone en la barandilla del pasillo que da a las habitaciones. Carlos, su hermana, su cuñado y otros dos amigos de Colombia, se meten en sus habitaciones. Prefieren no saber lo que sucede de puertas para afuera. Es el precio extra por vivir ahí. “A mí me gustaría estar alguna vez por lo menos en la orilla, no sentir que vamos en una balsa a la deriva, en medio del mar“, dice Carlos.

En este lugar aislado, sin supermercado cerca, ni cine, ni parque, ni apenas aceras, viven los invisibles que mueven también la economía de la isla. Los últimos de la cadena, los que ni siquiera pueden dejarse el sueldo en un alquiler. Que han caído en una tierra fructífera para el turismo, pero no para quienes la enlucen.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Elena Reina
Es reportera de la sección de Nacional. Antes trabajó ocho años en la redacción de EL PAÍS México, donde se especializó en temas de narcotráfico, migración y feminicidios. Es coautora del libro ‘Rabia: ocho crónicas contra el cinismo en América Latina’ (Anagrama, 2022) y Premio Gabriel García Márquez de Periodismo a la mejor cobertura en 2020.
Rellena tu nombre y apellido para comentarcompletar datos

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_