Los voluntarios: ese loco ejército organizado a su modo, necesario y útil
Miles de jóvenes acuden cada día a localidades como Paiporta o Alfafar. Los vecinos aseguran que son vitales y les agradecen emocionados su entrega. Este fin de semana se espera un auténtico aluvión
En la peluquería de Leo Sanmartín, en la que solo queda en pie un sillón frente a un espejo, sacan barro unas enfermeras llegadas a Paiporta desde Córdoba. Se llaman Carmen Prieto y Carmen Garrido. La casa inundada de Ignacio en la parte más anegada y más inaccesible de la ciudad la vaciaron entera a pulso unos chicos llegados de Barcelona y de Logroño y de mil sitios que Ignacio no recuerda ya. A este hombretón le tiembla la voz y tiene que hacer un esfuerzo para no llorar al recordarles: “No eran más que chiquillos. Para que luego digan que la juventud es vaga, o esto o lo otro”. En la zapatería Calzados Ribera fueron voluntarios de Málaga, de Murcia y de Galicia. El dueño Pedro Ribera mira su tienda en los huesos y luego a dos voluntarias que lavan botas y zapatillas de deporte en un cubo. De sacar un lodo pegajoso y denso a escobazos de una horchatería y de un estanco se encargaron, entre otros, Diego Fernández, de 21 años, y Álvaro de Tejada, de 22, llegados de El Escorial. Viajaron en una furgoneta, se pusieron a limpiar, durmieron en la furgoneta y al día siguiente siguieron limpiando. Diego se decidió al ver en televisión el reportaje de un hombre que se ahogó por tratar de salvar a su perro y de su hermano, que se ahogó por tratar de salvarle a él. “Pensé que qué locura, que había que ir ahí a echar una mano”. Álvaro tiene otra razón: “Yo veraneaba en casa de mi abuela por aquí, venía cuando era pequeño, así que tenía que venir ahora”. Al lado hay un chico jovencísimo sentado en el suelo mirando el móvil, exhausto y completamente cubierto de barro. Es de San Isidro, un barrio cercano de Valencia.
El ejército improvisado de miles de jóvenes que cada mañana entra en los pueblos afectados por la riada escobón al hombro no solo no remite, sino que aumenta, y alcanzará su punto máximo este sábado. Seguramente serán más que los 10.000 que se reunieron el fin de semana pasado y rompieron todas las previsiones. Los alcaldes de cinco localidades afectadas, reunidos el jueves por este periódico coincidieron al afirmar que una de las pocas cosas positivas que ha traído la inundación es la respuesta rápida, útil, inusitada y colosal de los jóvenes que parecen multiplicarse cada día y se dejan la espalda sacando barro y tierra a paletadas.
Antonio Casas, jubilado, sacó el martes de la riada a su nieta en vilo por la parte de atrás de su casa de Paiporta y tuvo que pelear por avanzar hacia la casa de una vecina porque la corriente los arrastraba ya fatalmente hacia un callejón sin salida donde hubieran muerto ahogados. Ocho días después, con la casa vacía y todos los muebles hechos un montón humedecido de escombros apilado en la calle de al lado cuenta lo sucedido con entereza y con claridad. Solo se emociona hasta perder el hilo al recordar a los estudiantes que aparecieron de improviso los primeros días y le ayudaron y, sobre todo, le hicieron sentirse menos solo y aislado en medio de la ruina.
Arreglar la parroquia de san Jorge
En la parroquia de San Jorge de Paiporta un grupo de jóvenes cristianos de Madrid obedece religiosamente a Francisco Bravo, el feligrés encargado del mantenimiento de la iglesia. Este hombre pintó en los últimos seis años todos los dibujos y las grecas que adornan las paredes y los muros de la parroquia. Ahora, a sus 65 años, volverá a empezar de nuevo, adorno a adorno, porque la inundación lo ha destruido casi todo. Mientras, distribuye al pelotón de voluntarios y a un puñado de soldados para que, juntos, quiten el barro de los reclinatorios, de los bancos, de la pila bautismal y del confesionario. Ya tienen mucho adelantado. De hecho, las misas volvieron a celebrarse el miércoles.
Hay monjas belgas sacando lodo del suelo de la biblioteca municipal y policías de Elda (Alicante) que han pedido días libres para viajar a Alfafar o a Paiporta cada día. Hay un bombero gaditano que vive en Irlanda y pidió permiso para venirse a ayudar Los policías dicen que la comisaría entera de Elda quería venir mientras se cambian para regresar a casa y planificar el viaje del día siguiente. Cerca de ellos están Noel Olivas, de 20 años, Mario Vargas, de 38 y Miguel Ruiz, de 28. Han venido desde Madrid y estarán una semana durmiendo en la furgoneta. Son jardineros, están acostumbrados al trabajo físico y llegaron a Valencia con una carretilla que los primeros días -llenos de escasez de todo- estaba muy solicitada. El primero es de Bolivia, el segundo de Nicaragua y el tercero de Perú. A la pregunta de por qué decidieron viajar se encogen de hombros y señalan el paisaje enlodado, los coches montados unos encima de otros y la vida vuelta del revés de los vecinos, dando a entender que la pregunta está fuera de lugar. En un camino abierto entre dos montañas de escombros en una calle con lodo fangoso hasta casi la rodilla, Álvaro, de Zaragoza, un joven fuerte y alto, le pasa un armario destruido a su amigo Damián, de Figueras, que lo deposita en una esquina. Están vaciando la casa de una señora que los mira embobada. “¿Que por qué vengo?”, se pregunta Álvaro. “La pregunta es al revés: cómo es que no vine antes, me cago en la puta”. En una de las casas de esta zona, en la calle de Colon, Vicente Guijarro cuenta que hace unos días se presentó una madre de Valencia con sus seis hijos, de 10 a 18 años, y les puso a limpiar su casa, embarrada por completo de arriba abajo. Vicente añade: “Pero antes de esa madre con sus hijos llegaron otros: los primeros eran de Alfará del Patriarca (Valencia), después otros de Barcelona y otros de Madrid y otros de no qué sé dónde…” Como los demás, a Vicente le cuesta terminar la frase y acaba tratando de no llorar. Su mujer, al lado, asiente y le pasa una mano por la espalda. Oto Sabater, estudiante universitario de la provincia de Valencia, incide en algo: “No deberíamos ser tantos, ni tan necesarios. Que lo seamos indica que algo ha fallado”
Algunos voluntarios acuden con trajes impermeables de plástico, gafas protectoras, mascarilla, guantes especiales y botas de agua casi hasta la rodilla. Otros van a la buena de Dios, con zapatillas envueltas en plásticos y cinta aislante y pantalones cortos. Tratan de organizarse para no estorbar a los operarios que conducen grúas, excavadoras o camiones. Se coordinan bien con el batallón de policías, bomberos y soldados que poco a poco han ido invadiendo las calles de las poblaciones afectadas y que ordenan el paso de unos y otros. No es raro ver grupos de estudiantes barrer tiendas y casas hombro con hombro con los militares. Otras veces los jóvenes forman cadenas para vaciar aparcamientos llenos hasta arriba de un lodo denso que casi parece grasa. Lo hacen a capazos. En una mañana pueden hacer centenares de viajes del aparcamiento al río y del río a ese aparcamiento. Montse Velis, una vecina resume en una frase este esfuerzo: “La respuesta de la gente joven es proporcional a la magnitud del desastre”
Al atardecer, cuando el sol se va, se preparan para irse. Muchos cogen el autobús especial del Ayuntamiento. Otros vuelven andando, con el escobón al hombro. Algunos dormirán en los coches, en las furgonetas, en tiendas de campaña, en casas de amigos o en algún polideportivo municipal. La mayoría volverá mañana. Cada día que pasa, ciudades como Paiporta están un poquito mejor. O un poquito menos mal. No solo por ellos. Pero también por ellos. Cada día que pasa hay más balcones con sábanas colgadas por los vecinos con una palabra pintada bien visible: “Gracias”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.