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El viejo ideal de la integración se juega su futuro ante el auge de la “Europa de las naciones”

El relato fundacional de la UE, forjado sobre las lecciones de las guerras mundiales, se mide a un euroescepticismo que ve amenazada la esencia cristiana de Occidente

Una bandera europea ondea en la ciudad de Roma.
Una bandera europea ondea en la ciudad de Roma.TONY GENTILE (REUTERS)
Ángel Munárriz

La de Europa parecía una historia perfecta: cómo unos viejos enemigos, aún tambaleándose entre las ruinas humeantes tras la batalla, se dan la mano y conciben un futuro de paz. Tiene trazas de parábola optimista, o hasta de “epopeya”, al reunir “huida, travesía del desierto y tierra prometida”, en palabras del historiador Antonio Moreno, autor de investigaciones sobre esta materia como El fin del relato europeo. Dicha “tierra prometida” sería todo un continente unido en democracia y progreso, en lo que el economista estadounidense Jeremy Rifkin llamó “el sueño europeo”, contramodelo social del “sueño americano”. Sí, aquella narración forjada tras la II Guerra Mundial parecía tenerlo todo, desde ecos de la Ilustración hasta unos “padres fundadores” –como el francés Jean Monnet, el alemán Konrad Adenauer o el italiano Alcide De Gasperi– a los que cantar alabanzas. Y, sin embargo, es una narración en retroceso.

El relato europeísta canónico sufre de “agotamiento”, advierte Moreno, que ha estudiado la evolución de la narrativa comunitaria. “Mientras avanzan el individualismo y el sálvese quien pueda, hay un debilitamiento del discurso que vincula el proyecto de la UE con la Ilustración, la igualdad y el progreso social”, observa Javier de Lucas, fundador del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y autor de Mediterráneo: el naufragio en Europa. Remata Ruth Ferrero, profesora de Ciencia Política adscrita al Instituto Complutense de Estudios Internacionales: “Las palabras están ya faltas de contenido. ¿Qué es el europeísmo? Ahora mismo no está claro”. A su juicio, estas elecciones serán decisivas no sólo en la definición de las políticas de la UE, sino de la propia idea europea.

Una sucesión de crisis y problemas en el proceso de integración ha abierto espacio para que progrese una nueva narración, impulsada por fuerzas de extrema derecha. Su relato atribuye a Europa una identidad cristiana presentada bajo la amenaza del multiculturalismo, que estaría propiciando una pérdida de los valores tradicionales de Occidente. Al bloque contra ese presunto orden natural se suma un enemigo cultural, llamado unas veces “ideología de género”, otras “izquierda woke”, conceptos que dan cobertura al combate contra los supuestos excesos del feminismo y la diversidad. El historiador Xosé Manoel Núñez Seixas, autor de Suspiros de España. El nacionalismo español (1808-2018), sintetiza así el ADN de este proyecto: “Menos poder en Bruselas”, “fronteras fuertes” y “un otro muy claro” que ya no es Rusia, como en la Guerra Fría, sino el inmigrante, “sobre todo islámico”.

Tras el escarmiento del Brexit, los partidos de la variopinta familia ultra –entre ellos Vox– ya no quieren salir de la UE, sino redefinirla como “Europa de las naciones”. De forma menos explícita que en los fascismos del siglo XX, todo disimulado por la coartada de lo cultural, reaparece el marcador religioso y hasta se vislumbra el étnico en la definición de la nación. A pesar del énfasis en cada patria, los promotores de este discurso no reniegan del concepto “Europa”, sino que tratan de apropiarse del mismo, e incluso llegan a presentarse –observa Ferrero– como los herederos del proyecto original europeo, impulsado por “hombres cristianos, blancos y heterosexuales”, patrón entre los pioneros de la UE.

Ese es el arsenal narrativo que acecha al ideal europeísta. Parece simple, pero es políticamente eficaz, advierte Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos de la Universidad de Oxford, un referente entre los pensadores ocupados en el futuro comunitario, que acaba de publicar Europa. Una historia personal. Frente al relato europeísta, según el cual los países iban “de un lugar peor a uno mejor”, el euroescéptico vende justo lo contrario, un supuesto empeoramiento del que culpan a la Unión. Un discurso así, añade Garton Ash, constituye un auténtico “desafío” para el proyecto europeo.

Un golpe tras otro

Lo que hoy llamamos UE es producto de decisiones guiadas por el pragmatismo y las lecciones aprendidas. Tras la II Guerra Mundial, era imprescindible evitar los errores de entreguerras para levantar cabeza aprovechando los fondos estadounidenses. El germen del club lo forman Benelux, Alemania, Francia e Italia. Sobre esa base, arranca el proyecto en los años cincuenta. El Tratado de Roma (1957) precede a unos sesenta de pujanza económica. El proyecto promete. Y aunque entonces llega la crisis de los setenta, la integración no se detiene. Justo al contrario.

Precisamente para dar ese paso al frente necesita apoyarse en un relato que evite el repliegue típico de las crisis. “Las narrativas se utilizan cuando hacen falta”, explica Moreno, autor de Memoria de Europa. La adhesión de España a las Comunidades Europeas. Y en los setenta y ochenta hizo falta una. La Europa unida pasó de ser un espacio de colaboración a un proyecto defendido por los líderes de los países. ¿Con qué idea? La de “una superpotencia civil entre dos superpotencias militares, con un modelo de bienestar propio y un compromiso con la paz y con la democracia”, resume el historiador. “Eran los valores que ya estaban en los cincuenta, pero ahora agrupados e intelectualizados”, añade.

Ese es el relato que impulsa hasta cuatro ampliaciones en poco más de 20 años: 1973 (Dinamarca, Irlanda y el Reino Unido), 1981 (Grecia), 1986 (España y Portugal) y 1995 (Austria, Finlandia y Suecia). Si para todos los países subirse al barco era acceder a un creciente mercado, para los salidos de dictaduras era además una promesa de modernidad. En el caso de España, el ingreso imprimía un sello de calidad democrática a su propio relato de la Transición. Aunque van a ser sobre todo socialdemócratas y conservadores los que piloten las instituciones, la integración cuenta durante el largo final del siglo XX –con matices y acentos críticos– con un respaldo generalizado. El “euroescepticismo” era cosa de “payasos amargados a los que les canta el aliento”, en expresión de Wolfgang Münchau, director de Eurointelligence.

Firma del tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, celebrada en el salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. El entonces presidente del Gobierno, Felipe González (PSOE), en el momento de firmar el acta junto a Fernando Morán, ministro de Exteriores, ante la mirada del rey Juan Carlos I, el marqués de Mondéjar y Sabino Fernández Campo.
Firma del tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, celebrada en el salón de Columnas del Palacio Real de Madrid. El entonces presidente del Gobierno, Felipe González (PSOE), en el momento de firmar el acta junto a Fernando Morán, ministro de Exteriores, ante la mirada del rey Juan Carlos I, el marqués de Mondéjar y Sabino Fernández Campo.

Entonces, ¿cuándo y cómo fue perdiendo credibilidad la narrativa europeísta hasta abrir todo un flanco a los contrarios a la integración, de los brexiters a Marine Le Pen, de Giorgia Meloni a Geert Wilders, de Viktor Orbán a Santiago Abascal? Las respuestas recabadas no se remiten a una sola causa, ni a un solo hito. Son muchos. Desde hace dos décadas los reveses se suceden. Los noes de Francia y Holanda a la Constitución europea en 2005 disiparon la ilusión del consenso prointegración, ficción que se volatizaría en 2016 con la votación favorable al Brexit. Era el fin de la utopía paneuropea. No obstante, el golpe más contundente vino con la crisis que empieza en 2008. Es entonces cuando la narración oficial queda más claramente “desmentida”, al socavar la idea clave de la “solidaridad”, señala Áurea Moltó, directora del consejo científico del Real Instituto Elcano.

Un traje a la medida de Meloni

Si la crisis económica desacreditó la idea de la solidaridad económica, la de los refugiados, de 2015, espoleó a las fuerzas de extrema derecha, que desde entonces no han dejado de empujar hasta colocar la inmigración en el centro del debate europeo. Tanto De Lucas como Ferrero, vicepresidenta de Más Democracia, enfatizan que este flanco, el migratorio, demuestra que el retroceso del relato europeísta no se debe sólo al avance contrario, sino también a la flaqueza de los supuestos guardianes de los valores fundacionales. Y señalan al reciente Pacto de Migración y Asilo, impulsado por conservadores, socialdemócratas y liberales, como una una cesión grave.

De Lucas, catedrático de Filosofía Política, alerta además contra el actual proceso de “redefinición del europeísmo”, cuyos requisitos pasan a ser “el atlantismo y el liberalismo económico”, como ha fijado la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, y aceptado el Partido Popular Europeo. Un traje a medida de la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, que podrán probarse otras muchas fuerzas de extrema derecha, también Vox. “Si ese es el listón, si solo con ser anti-Putin ya te colocas del lado bueno, unas falsas señas de identidad europeas sustituyen a las originales”, advierte De Lucas, exsenador del PSOE.

Santiago Abascal (Vox) y Giorgia Meloni (Hermanos de Italia), en un acto político en Roma en diciembre de 2023.
Santiago Abascal (Vox) y Giorgia Meloni (Hermanos de Italia), en un acto político en Roma en diciembre de 2023.Cecilia Fabiano /LaPresse (LaPresse)

¿Qué hacer? Para revitalizar la narrativa de la UE, Núñez Seixas propone un discurso basado en una doble defensa. La primera, “de los valores democráticos”. Ello exigirá una respuesta convincente ante cualquier deriva autoritaria. Son muchas las voces que lo han advertido ya. En 2021 alzó la voz el primer ministro belga, el liberal Alexander de Croo, mirando a Hungría y Polonia, países incorporados en una ampliación (2004) donde el convencimiento capitalista y anticomunista predominaba sobre el antifascista, básico en la forja europeísta. “La UE es una unión de valores”, afirmó, “no un cajero automático”. La segunda línea roja, sigue Núñez Seixas, debe ser la defensa “del Estado del bienestar frente al ultraliberalismo salvaje de Estados Unidos” y la mezcla de “dirigismo estatal, liberalismo económico controlado y autoritarismo de China”.

La lucha contra la desigualdad es para De Lucas el ingrediente básico para una UE creíble. Si la socialdemocracia se conforma con ser un “liberalismo corregido” que acepta, por ejemplo, que la vivienda es un bien de mercado, no estará siendo leal al proyecto europeo original, añade. En la misma línea va Ferrero, que reconoce los resultados favorables de la reacción europea a la pandemia, pero recuerda que sigue pendiente una reforma fiscal de escala europea. Sin dicha reforma, añade, “es imposible una Europa redistributiva” que generalice un sentimiento de pertenencia a prueba de crisis.

Áurea Moltó, del Real Instituto Elcano, no cree que la respuesta esté en ingenios retóricos que sacar de la chistera. “La UE no necesita inventarse una nueva narrativa, lo que tiene que hacer es cumplir la que tiene y demostrar que se la cree y que sigue siendo su razón de ser”, afirma. El problema, subraya, no es de relato, sino de “desempeño”, y cita como guía de mejora el reciente informe Letta para impulsar el crecimiento.

Una frase directa resume la cuestión para Garton Ash: “Solo puedes contar una buena historia si tienes una buena historia que contar”. Si los jóvenes no tienen acceso a la vivienda ni al empleo, los mayores se sienten “desorientados” y unos y otros están “inseguros”, ya puedes tener “la mejor historia del mundo”, que no funcionará, señala el intelectual británico. Ahora bien, sí hay un trabajo discursivo por hacer: con un lenguaje “claro y directo”, concluye Garton Ash, los europeístas deben explicar que “en perspectiva histórica y mundial”, la UE es “una anormalidad” en sentido positivo, un “logro excepcional”. Y que “puede romperse fácilmente”.

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Sobre la firma

Ángel Munárriz
Ángel Munárriz (Cortes de la Frontera, Málaga, 1980) es periodista de la sección de Nacional de EL PAÍS. Empezó su trayectoria en El Correo de Andalucía y ha pasado por medios como Público e Infolibre, donde fue director de investigación. Colabora en el programa Hora 25, de la SER, y es autor de 'Iglesia SA', un ensayo sobre dinero y poder.
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