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Un asesino en la casa de al lado y cuatro años de sospechas en Monesterio

El fulminante veredicto de culpabilidad de Eugenio Delgado que violó y mató a Manuela Chavero en 2016, pone fin a un crimen que marcó a un pueblo y marca un hito para perseguir delitos sexuales

La lona con la imagen de Manuela Chavero colgada en la iglesia del pueblo de Monesterio.
La lona con la imagen de Manuela Chavero colgada en la iglesia del pueblo de Monesterio.P. P.
Patricia Peiró

Francisco Javier sale de casa con su perro negro que ladra tímidamente a los desconocidos. Su casa en el pueblo extremeño de Monesterio (4.200 habitantes) está en medio de la de Eugenio Delgado y la de Manuela Chavero, asesino y víctima respectivamente. A la derecha, la de él, carcomida por las malas hierbas y con la pintura de la fachada descascarillada. A la izquierda, la de ella, todavía pulcra y con unos alegres tonos naranjas. Pareciera que las viviendas reflejan la personalidad de sus dueños. “Fíjate, con esto nos dimos cuenta de que no tiene que venir nadie de fuera a matar”, comenta el vecino mientras mira hacia la casa de Eugenio. Dos días después de esta reflexión, Eugenio será declarado culpable de violar, matar y ocultar el cuerpo de su vecina durante cuatro años en una de sus fincas a las afueras del municipio.

Esos cuatro años pesan muchísimo en la memoria de este pequeño municipio de Badajoz, que vive de la industria del jamón y de su oferta gastronómica. El signo más evidente de que es un lugar marcado por una tragedia es la enorme pancarta colgada de una de las paredes de la iglesia del pueblo con la imagen de Manuela Chavero secundada por dos ramos de flores blancas y rosas. Manuela era una mujer de 42 años. En su juventud se había trasladado a Sevilla para trabajar y cuando se casó regresó a su pueblo. Allí vivió con su marido, la pareja se dedicaba a negocios inmobiliarios, hasta que se separaron. Tenían dos hijos de 14 y seis años.

En primer plano haciendo esquina, la casa de Manuela Chavero, dos número más al  fondo, la de Eugenio Delgado.
En primer plano haciendo esquina, la casa de Manuela Chavero, dos número más al fondo, la de Eugenio Delgado.P. P.

Cuando desapareció, en la madrugada del 4 al 5 de julio de 2016, todos coinciden en que estaba en un buen momento, disfrutando de su soltería y centrada en su familia. Estaba muy unida a sus cuatro hermanos y vivía con sus hijos en una urbanización de su pueblo en la que cada chalet está construido al gusto de su propietario y en la que todavía se escucha el cacareo de algún gallo proveniente de un corral. El día que desapareció había estado tomando algo con su amiga María Cintado y, sobre medianoche, ella dejó a Manuela en la puerta de su casa y quedaron en verse al día siguiente. En esa quincena, los niños estaban con su padre. Ese día, una de las hermanas de Manuela le había mandado un mensaje sobre una ropa que había comprado para sus hijos, para preguntarle por la talla.

Manuela se metió en su casa, chateó con un chico con el que tonteaba en aquella época y preparó un camisón encima de su cama para irse a dormir. Pasada la una de la mañana, Manuela dejó de contestar a los mensajes. Ese fue el momento en el que la Guardia Civil considera que su vecino Eugenio llamó a su puerta y ella, que lo conocía del pueblo, aceptó acercarse a su casa bajo algún pretexto. Ambos entraron en la casa de él, a dos números de la suya, y ella salió de allí poco después muerta en los brazos de su asesino.

Desde el primer momento, la familia supo que Manuela no había desaparecido por propia voluntad y su caso no fue solo el de los Chavero Valiente, sino el de todo un municipio que se volcó en apoyar a esa familia, pero que también quedó envuelto en cuatro años de rumores, sospechas, tristeza e indignación. A la madre trataron de protegerla por todos los medios, la anciana Virtudes comenzó un duelo antes de saber qué había pasado con su hija que la hizo permanecer en casa durante cuatro años. “Las amigas me hacían los mandados”, contó esta semana en el juicio por el crimen. Emilia, una de las hermanas, comenzó una lucha por no dejar morir el caso de su hermana que incluyó las constantes apariciones en prensa y concentraciones periódicas para pedir justicia.

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Estos rumores afectaron de forma directa a algunos de los vecinos. La investigación se centró en sus primeros pasos en el entorno más cercano de Manuela. Esto incluyó a su exmarido y también al último hombre con el que la mujer habló por Whatsapp esa noche. Lo llamaban El Chuches porque su familia tiene un negocio en el que venden golosinas y gusanitos. Él se mudó hace un tiempo de Monesterio —por motivos laborales—, pero sus padres, Manuela y Manuel, están viviendo el juicio como el punto y final a todas las habladurías que persiguieron a su hijo.

“Tú imagínate, salió en la tele cómo la UCO (Unidad Central Operativa de la Guardia Civil) se llevaba nuestros coches para analizarlos. Él tenía la conciencia muy tranquila, pero claro, la duda ya queda en el pueblo, aunque a nosotros todos nos decían que estaban seguros de que no había sido él, pero claro, nunca sabes quién lo dice de verdad”, se lamenta, todavía agitada por el caso, la madre del joven, enmarcada en su negocio por bolsas de chucherías y chocolatinas. “Después me enteré de que Eugenio iba diciendo por los bares que a ver si detenían y encerraban a mi hijo, a mi se me revolvía la tripa”, señala.

Las tiendas, restaurantes y casas cuentan en sus puertas con carteles con la cara de Manuela. Es imposible no reparar en ellos. Fueron cuatro años de investigación y otros cuatro hasta que se ha celebrado la vista oral para juzgar a Eugenio. En una peluquería cercana al ayuntamiento, Manoli, Antonia y Josefa, tres clientas comentan lo que ha supuesto este crimen para el pueblo. Cada una tiene su opinión sobre lo que pudo pasar en la casa de Eugenio, de la que Manuela no salió con vida.

Un momento de la reconstrucción de la muerte y enterramiento de Manuela Chavero en la que participó el acusado, Eugenio D.
Un momento de la reconstrucción de la muerte y enterramiento de Manuela Chavero en la que participó el acusado, Eugenio D.

Una de ellas, que conoce al acusado desde niño porque vivía en su misma calle, se resiste a creer que ese chaval tímido y que siempre iba con su padre, se haya convertido en un violador y asesino. Otra, defiende a capa y espada la libertad de Manuela: “La gente comenta que si estaba con uno o con otro y yo sabes lo que te digo, que ella podía hacer lo que quisiera, cualquier otro modo de pensar es muy antiguo”. En lo que todas están de acuerdo es en la crueldad de ocultar el cuerpo y prolongar el sufrimiento durante tanto tiempo. “Ni una mijina de arrepentimiento”, se lamenta Josefa. “Es de ser un cabronazo”, sentencia unos pasos más allá la peluquera mientras apaga el secador para que se oiga bien su conclusión. Este pequeño debate es una buena muestra del vaivén que ha supuesto el caso en un lugar en el que todos se conocen y en el que sabían que había un culpable entre ellos.

Un sádico sexual

El caso ha supuesto también un nuevo hito a la hora de condenar por una agresión sexual aun cuando no quedan restos biológicos. Los cuatro años que Manuela pasó enterrada en la finca del acusado borraron cualquier rastro biológico resultante de la violación, por eso la fiscalía y las acusaciones han encontrado otros modos de convencer al jurado de la culpabilidad. Todo ha girado alrededor de una premisa: “Eugenio no tenía ningún otro motivo para matar a Manuela que no fuera ocultar un delito sexual”.

El jurado popular, más sensible ante cuestiones emocionales que uno compuesto por magistrados, se estremeció al escuchar las conclusiones del guardia civil de la sección de análisis del comportamiento delictivo. Los que leen la mente de los criminales, en términos más mediáticos. El comandante que firma el informe declaró de forma tajante que nunca había observado a alguien que cumpliera de forma más clara los criterios de diagnóstico de un sádico sexual.

No solo eso, sino que los investigadores también localizaron a mujeres que hubieran tenido contactos traumáticos con Eugenio y ellas, con su voz, pusieron palabras a la sumisión que pudo experimentar Manuela en sus últimos minutos de vida. Vanesa, la que fuera novia de un amigo de Eugenio, tuvo que interrumpir su declaración por los nervios cuando contó cómo el acusado se presentó una madrugada en su casa para decirle que iba a ser suya o de nadie. También habló otra mujer, o mejor dicho, su recuerdo. Las acusaciones no se olvidaron de que a Enrique Abuín, El Chicle, también lo condenaron por violación a pesar de que tampoco fueron hallados sus restos biológicos en el cuerpo de Diana Quer, asesinada solo un mes y medio después de Manuela Chavero.

El contenido del móvil de Eugenio, lleno de porno duro y conversaciones vejatorias hacia prostitutas, ayudó a perfilar el cuadro de un hombre al que todos definían como retraído, sometido a un padre machista y que “solo hablaba de caballos y del campo”, como dijo un conocido suyo en la vista oral.

Con estos elementos, las acusaciones consiguieron hacer ver a los nueve miembros del jurado popular que Eugenio, que tenía 23 años, se fue obsesionando con su vecina y esa noche trazó un plan imperfecto para agredirla. “Después no vio otra salida para ocultarlo que matarla”, pronunció el portavoz del jurado en la lectura de un veredicto alcanzado por unanimidad en apenas siete horas. “No condenar a este hombre por agresión sexual, sería premiarlo por haber ocultado su cadáver durante cuatro años”, dijo Patricia Catalina, la abogada de la asociación Clara Campoamor, personada como acusación popular en este proceso.

En el pueblo también queda la perplejidad de muchos de sus vecinos, que recuerdan perfectamente las veces que se lo han encontrado en diferentes sitios durante el tiempo en el que Manuela estuvo desaparecida. Francisco Javier, el hombre cuya casa está en medio de la de ambos, rememora que, poco antes de su detención, estuvo hablando largas horas con él mientras pintaba de blanco la fachada de su casa. “Él se sentó en su entrada y desde allí me contaba que él no pensaba trabajar tanto como su padre, que si quería irse al Rocío o a la playa lo iba a hacer... Cuando empezaba a hablar, no callaba”, cuenta. Poco después volvería a entrar en esa vivienda acompañado por la Guardia Civil para reconstruir el día en el que mató a Manuela Chavero.

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Sobre la firma

Patricia Peiró
Redactora de la sección de Madrid, con el foco en los sucesos y los tribunales. Colabora en La Ventana de la Cadena Ser en una sección sobre crónica negra. Realizó el podcast ‘Igor el ruso: la huida de un asesino’ con Podium Podcast.
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