La misión de la patrulla de la Guardia Civil que ayuda a los inmigrantes irregulares
Un equipo de atención al inmigrante del instituto armado recorre a diario los asentamientos chabolistas de la provincia de Almería en un cometido donde lo humanitario está por encima de lo policial
Said empieza a correr en cuanto ve acercarse el coche de la Guardia Civil. El marroquí, de 28 años, desaparece entre los plásticos del asentamiento donde vive en Níjar (Almería). No huye, se acerca. E invita al agente a visitar su chabola
—Tengo un problema. ¿Puedes venir a casa?
Said abre el candado de bicicleta que protege la puerta de madera roída de su vivienda rodeada de invernaderos. En el interior, junto una bandera del equipo de fútbol local y otra bereber, el joven explica al guardia civil que lleva dos años recogiendo tomates, calabacines y sandías, pero que sigue sin papeles. Cobra 40 euros al día. El jefe le prometió un contrato, pero le ha echado antes de hacerlo. “Me debe 500 euros”, dice mientras señala en Google Maps el lugar de trabajo e indica el nombre del empresario. “Con esos datos voy a poner una demanda. Esto no puede quedar así”, le responde el agente Antonio Verdejo.
La escena es inusual. Lo habitual es que los inmigrantes que llegan irregularmente a las costas andaluzas corran en cualquier dirección contraria a la Guardia Civil. Les puede el miedo a ser detenidos y devueltos al punto de partida. Pero en los campamentos chabolistas de Níjar, donde viven 26.000 personas, los vecinos como Said no solo reciben con interés la visita de guardias civiles como Verdejo, sino que van a buscarlos.
Verdejo, de 52 años, trabaja en el Equipo de Atención al Inmigrante (Edati), una unidad que solo existe en las provincias del arco mediterráneo, desde Barcelona hasta Huelva. Su labor humanitaria está por encima de la policial. La misión encomendada es orientar e informar sobre los derechos de las personas migrantes, más allá de su situación administrativa. “Nuestro trabajo es saber en qué condiciones y cómo podemos ayudar en su regularización para que estén como cualquier español”, afirma el guardia civil, que estos días patrulla solo porque su compañero está de baja. “Me cuesta un poco decirlo, pero hacen buen trabajo. Hay que reconocerlo”, señala la activista Nadia Azougagh. Los agentes mantienen una gran relación con las entidades sociales que trabajan en la zona y cuentan con hilo directo con organismos como la Oficina de Extranjería. Su cometido sirve, de paso, para conocer bien a quienes residen en estos espacios y disponer de información de primera mano de lo que ocurre en ellos.
Después de tres años destinado en Tarragona y otros tres en Ugíjar (Granada), el agente Verdejo llegó en 2006 a Vícar, municipio almeriense que ya considera su casa. Ligado a la seguridad ciudadana, cuando en 2013 le surgió la posibilidad de formar parte del equipo Edati, ni lo pensó. Aplicó y fue seleccionado junto al granadino David Coca, de 51 años. Ambos forman la pareja de este servicio en Almería, una de las pocas que funciona los doce meses del año, ya que otras solo se movilizan en momentos determinados, como ocurre con la de Huelva, activa únicamente en la temporada de la fresa. Ellos conocen al dedillo los caminos laberínticos de los invernaderos almerienses que llevan a los campamentos repartidos tanto por El Ejido y Adra como los campos de Níjar. En este municipio residen unos 3.500 migrantes en 44 asentamientos en condiciones de “extrema exclusión”, según un informe elaborado por Andalucía Acoge. Con conexiones precarias a luz y agua, sin saneamiento, rodeados de basura, la principal consecuencia para quienes viven ahí es “la total aniquilación de sus derechos”, critica Juan Miralles, director de Almería Acoge. Las violaciones de esos derechos son “severas y flagrantes”, denuncia un estudio de la ONG Ethical Consumer.
“Vamos a erradicar todos los asentamientos”, prometió el mes pasado la alcaldesa de Níjar, Esperanza Pérez (PSOE). En enero ya derribó el primero, Walili, donde vivían 500 personas, ante las quejas de las organizaciones sociales por la falta de alternativas para realojar a los migrantes, que se han repartido por otros campamentos del municipio. “Vamos de un sitio a otro haciéndoles ver que tienen derechos”, contaba Coca a principios de año a EL PAÍS durante la visita a una cortijada abonada en Campohermoso donde malvivía un grupo de argelinos. En sus visitas encuentran víctimas de agresiones o delitos de odio, residentes que tienen dudas con sus procesos de regularización o trabajadores con problemas laborales que no se atreven a denunciar por su situación administrativa irregular. Algunos dan el paso, como Said, cuya situación es una de las más habituales con las que lidian los miembros del Edati. Su demanda ante el CMAC suele surtir efecto. “Cuando los empresarios reciben la notificación se asustan. Y prefieren pagar la deuda antes de llegar a juicio”, cuenta Verdejo mientras camina por El Hoyo.
Bouchra, de 43 años, también sale a su encuentro. Le cuenta que echa dos o tres jornadas a la semana en un invernadero donde crecen tomates “a media hora a pie”. Quiere trabajar de forma legal y Verdejo le informa cómo puede conseguirlo tras haber superado tres años de residencia en España. Debe reunir pruebas de esa estancia. La evidencia más obvia es el empadronamiento, pero el Ayuntamiento de Níjar se lo deniega por vivir en una chabola, a pesar de las instrucciones del Gobierno que indican este tipo de hogares “pueden y deben figurar como domicilios válidos”. “Cada municipio lo interpreta como quiere” indica Verdejo, que le indica que sin estar en el padrón el municipio tampoco le hará el informe de arraigo social, indispensable para la regularización sin un contrato de trabajo. El agente le recomienda que recopile las huellas que ha ido dejando en la burocracia española y las citas con el médico.
Largos trámites
Mientras toma un té, Najat, de 36 años, procedente de Khénifra, escucha atenta la conversación porque su situación es parecida. “Voy a los restaurantes de San José a buscar trabajo, pero nadie quiere contratar sin papeles”, asegura. A ella le podrían hacer una oferta laboral, pero los largos trámites administrativos —que pueden durar casi un año— echan para atrás a los empresarios. “Vida mala aquí”, asegura la mujer, que reside en una pequeña chabola junto a la mezquita, con alfombras en el suelo y construida a base de plásticos. Para evitar el pesimismo, Verdejo relata el caso de una mujer de 25 años, Khadija, a la que encontró junto a su compañero en una caravana en Pujaire, cerca del Cabo de Gata. Les mostró una bolsa llena de documentos, entre los que había una denuncia por maltrato y una sentencia con orden de alejamiento. A partir de ese papel los agentes consiguieron movilizar al juzgado y un abogado para que obtuviese la residencia. “Le cambió la vida de la noche al día”, recuerda el agente, que otras veces ve con tristeza como unas tasas o un error por desconocimiento hace que otros migrantes no consigan regularizar su situación tras años de trabajo.
“Es complejo, pero tardando más o menos se puede conseguir”, cuenta el Guardia Civil camino de subir al coche para visitar otro asentamiento. Antes, el agente charla un rato con Boujamma Raggui, marroquí de 58 años. Tiene NIE pero no trabajo. “Yo paleta, paleta”, dice, para explicar que se dedica a la albañilería. Su chabola tiene baldosas en el suelo, baño y una cocina de gas, todo construido por él. Fuera hay una fuente y una pila en la que lava la ropa. Raggui asegura que no necesita nada más, solo un rato de conversación. “A veces solo buscan eso, hablar, desconectar”, suspira Verdejo.
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