El empeño en estudiar de cinco afganas sobrevive a las bombas
Heridas tras un atentado en Kabul, las estudiantes aterrizan en Madrid dispuestas a ir a la Universidad y ser libres
El primer disparo se oyó sobre las 6.15 de la mañana. Un hombre estaba acribillando a los guardias desarmados de un centro educativo de Kabul donde cientos de jóvenes afganas preparaban su examen de acceso a la Universidad. Llevaba una bomba pegada a su abdomen. A Fatima Sarwary, una estudiante de 18 años que aspiraba a matricularse en Ciencias de la Computación, no le dio tiempo a entender qué ocurría. El suicida entró enseguida en su aula, arrolló al director del centro, que intentó frenarlo, y se inmoló. Todo saltó por los aires, incluida ella, que lo único que recuerda es que despertó en un hospital.
Aquel atentado del 30 de septiembre en la capital de Afganistán causó más de medio centenar de muertos, la mayoría mujeres muy jóvenes que en dos semanas se jugaban su entrada en la universidad. Dejó también muy pocas imágenes. “Los talibanes requisaron los móviles, para limitar la difusión del atentado”, asegura Sarwary.
Nadie reivindicó la autoría, pero la masacre tenía objetivos claros: mujeres que como ella seguían empeñadas en estudiar a pesar de las prohibiciones del nuevo régimen talibán. Las víctimas, además, eran de la etnia hazara, una minoría mayoritariamente chií, de origen mongol, objetivo de persecuciones y masacres colectivas desde hace siglos.
Poco más de seis meses después del atentado suicida, cinco de las chicas que sobrevivieron han aterrizado en Madrid. Comienzan el complicado proceso de ser refugiadas, solas y heridas, en un país desconocido. “Hemos empezado un viaje muy difícil, pero cuando llegamos sentimos seguridad y tranquilidad. Nos dio la impresión de que aquí podemos alcanzar los retos que queríamos en Afganistán”, explica Hadisa Nazari, que con solo 23 años es una de las veteranas del grupo.
La metralla, explican, ha atravesado sus cuerpos y todas han tenido que someterse a varias operaciones en órganos vitales. Arrastran, además, problemas de audición y pérdidas de memoria y movilidad. Pero las cinco, en ayunas por el Ramadán, se esfuerzan en mostrarse fuertes. Insisten en retomar sus estudios cuanto antes, poco conscientes aún de que todavía tienen por delante el aprendizaje del idioma, la homologación de sus estudios y el reseteo completo de la rutina que conocían. No les importa. “Nuestro reto es poder estudiar y volver para reconstruir el país y ayudar a la gente que se quedó allí”, asegura Sarwary. Las hazara con estudios, a pesar de la discriminación, son conocidas por ser tan activas como los hombres en su participación cívica y política.
Padres analfabetos
Hakimi Zarifi, de 18 años, es una de las que más habla al principio, aunque calla después. Antes de que estallase la bomba, su sueño era ser médico. “Me siento muy orgullosa de mi familia porque tengo unos padres que, aun siendo analfabetos, siempre han hecho todo lo posible para que yo estudie”, explica. Criada en un hogar muy pobre, la joven cuenta que todos los días caminaba una hora para llegar al colegio y que siempre obtuvo unas notas excelentes.
Zarifi se detiene en este preámbulo para que se entienda mejor lo que hizo apenas dos semanas después de sufrir el atentado. “Yo no tiré la toalla. Me sometieron a varias operaciones en Afganistán y en Pakistán, no conseguía ver demasiado bien, pero no dejé de prepararme para el examen de acceso a la universidad”, explica. La joven hizo la prueba y consiguió plaza para estudiar Ingeniería Informática. “Pero los talibanes prohibieron a las mujeres estudiar en la Universidad y ni siquiera pude comenzar el curso”, lamenta.
El caso de estas estudiantes llegó a las autoridades españolas gracias a la mediación de Jewish Humanitarian Response, una ONG estadounidense que, según su página web, lleva desde agosto de 2021 evacuando a afganos vulnerables amenazados por los talibanes. Las jóvenes llegaron a la Embajada española en Pakistán, donde se tramitó su visado para que pudiesen pedir asilo en España. Los afganos son un caso raro al beneficiarse de este trámite, que, a pesar de estar contemplado en la ley española de asilo, solo se aplica en muy contadas ocasiones y no a todas las nacionalidades por igual. Cientos de los cerca de 3.000 afganos que España ha conseguido evacuar de su país desde que los talibanes recuperaron el poder en agosto de 2021 lo han hecho gracias a este salvoconducto consular.
El aterrizaje de las cinco jóvenes movilizó al personal del Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, que decidió que el circuito que siguen habitualmente los refugiados sería para ellas algo diferente. Si hicieran el recorrido de las centenares de familias afganas (o de otras nacionalidades) que han llegado a Madrid, pasarían sus primeras semanas, o incluso meses, en un hotel de la periferia, un lugar pensado para una estancia de emergencia que suele alargarse y frustrar a muchos de sus huéspedes. El perfil de estas chicas, sobre todo por sus necesidades médicas, no aconsejaba llevarlas ahí, mantienen fuentes del ministerio.
Sarwary, Nazari, Zarifi y sus otras dos compañeras viven en Madrid en uno de los centros especiales que se habilitaron para recibir a los que huyeron de la guerra de Ucrania. Son las primeras refugiadas procedentes de otro país con las que se ensaya esta fórmula, que personaliza la atención de los refugiados y acelera la tramitación de sus documentos. Este es, en teoría, el primer paso para que el modelo privilegiado que se aplicó a los que escaparon de la invasión rusa beneficie a otros refugiados, especialmente a los casos más vulnerables.
Las cinco mujeres estarán en este centro hasta que completen todas las pruebas médicas que necesitan e, idealmente, hasta que las autoridades españolas consigan evacuar a sus familias y traerlas también a España. Pero este trámite se demorará. Verificar el parentesco de quienes dicen ser sus parientes no está siendo fácil.
Fatima Sarwary es la única que se atreve a rememorar el atentado que las forzó a marcharse. Algunas se remueven en la silla mientras su ahora amiga recuerda aquella mañana. Ella cuenta que, antes de la bomba, ninguna pretendía abandonar Afganistán, que pensaban quedarse, estudiar, resistirse a que las borraran. Sarwary es quien insiste en mostrar una de las pocas fotos que se publicaron del interior de la escuela donde preparaban el examen, una imagen en la que se ven cuerpos despedazados sobre los bancos de la clase. Asiente con pesar cuando ve la cara de espanto de su interlocutora. Es también Sarwary la que tiene la última palabra antes de despedirse: “Lo que no nos mata, nos hará más fuertes”.
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