El atacante de Algeciras recibió tratamiento psiquiátrico en Marruecos y carecía de antecedentes penales y policiales en su país
Los vecinos del pueblo rifeño próximo a Ceuta de donde Yassine Kanjaa es originario recuerdan su pasado social conflictivo y aislado de la comunidad
La localidad de Ued el Marsa se precipita hacia el mar desde los cerros que enmarcan el súper puerto de Tanger Med, más cercano a Ceuta que a la ciudad marroquí de la que toma el nombre. En una de las laderas que dominan las dársenas con macrogrúas para contenedores está escrito sobre piedras blancas “Dios, patria y rey”, el lema del reino jerifiano. Al anochecer del jueves estallaba el contraluz más brutal entre las futuristas instalaciones portuarias, una explosión de neón blanco, y las tenebrosas calles sin pavimentar que conducen al bar Madrid de Ued el Marsa, único lugar con señales aparentes de vida en la población, de unos 400 habitantes. Ante un televisor se habían reunido una docena de parroquianos poco antes del comienzo del partido que iban a disputar los dos principales equipos de la capital de España. “Yo soy del Barça”, terciaba Utman, un rifeño recio, en la treintena, curtido en los muelles de Algeciras y las fábricas de la corona sur de Madrid, y que evita facilitar su apellido. “A Yassine Kanjaa le conocíamos todos”, recuerda. “Ya no vive aquí, la droga le comió el coco”, diagnostica, mientras el resto de los hombres asienten con la cabeza. Fuentes del Ministerio del Interior marroquí añaden que hace años recibió tratamiento en un centro psiquiátrico de Tánger, sin ofrecer más detalles. También precisan que su nombre no constaba en los registros de antecedentes judiciales y policiales de Marruecos.
Utman observa con la mirada perdida las luces de Algeciras en el horizonte, que compiten con las de Gibraltar, con el destello hacia el oeste de Tarifa. Es el mismo paisaje en el que creció Kanjaa, el autor de los ataques a machetazos de Algeciras que el miércoles se cobraron la vida de un sacristán y causaron varios heridos. Entre los vecinos de Ued el Marsa, cubiertos con las gruesas chilabas de los días más fríos del invierno, existe un pacto de omertá que no se rompe hasta la llamada de uno de los compañeros de vivienda de Kanjaa en Algeciras. La ley del silencio se difumina poco a poco en el bar Madrid, pero no las trabas de las autoridades locales.
En la oscuridad, las miradas de rechazo al forastero parecen adquirir un destello de aceptación. “Soy Hasan Sellah, el alcalde; aquí hay que pedir permiso para hacer preguntas. Esta noche no se puede pasar, lo ha prohibido la autoridad. Además, los padres de Yassine Kanjaa tienen ya unos 70 años y ni se les puede molestar”, advertía el regidor, barbudo y en la cincuentena, mientras manoseaba la acreditación de prensa concedida por el Ministerio de la Comunicación marroquí al corresponsal de EL PAÍS.
La familia de Kanjaa no tiene casa en el núcleo del pueblo, sino en la minúscula pedanía de El Hatba, a los pies del monte Musa, simbólica representación de la segunda columna de Hércules que da la réplica en África al peñón de Gibraltar.
Ya en la mañana del viernes, se abre junto a la cadena montañosa el espectacular paisaje del Estrecho y la patente cercanía entre dos mundos tan alejados económica y culturalmente. El alcalde Sellah ha marcado el número de teléfono del caíd de Taghramt, 20 kilómetros al sur, que agrupa a las municipalidades de la zona en el caidato o mancomunidad del mismo nombre.
“Es el encargado”. Así explica en castellano Utman para traducir en su jerga de currante en España quién es el verdadero representante del poder central en este confín del Rif. El caíd, que no quiso identificarse, es el delegado del Ministerio del Interior en la zona, dentro de la compleja división territorial del país magrebí, que conjuga una creciente descentralización administrativa con un centralismo de raíz feudal. “Tiene que pedir permiso. Eso es todo”, explicaba en un pulcro francés.
El ceutí Mohamed, de 26 años, se mueve con familiaridad en el restaurante Isla Perejil de las afueras de Ued el Marsa. Tiene una privilegiada vista sobre el Estrecho mientras exhibe en una vitrina refrigerada besugos, calamares y un plateado pez espada. “Nadie osa contradecir al caíd”, reconoce, mientras el funcionario del ministerio pasea por el local y advierte de nuevo al periodista extranjero de que sin permiso no puede acceder a la aldea de El Hatba. Repetidamente, se inhibe ante las llamadas de responsables de los Ministerios de Comunicación y del Interior que le reclaman que le franquee el paso al reportero.
“Yassine Kanjaa nunca estuvo bien. Era mi amigo”, asegura Mohamed en el restaurante en cuanto se aleja el caíd. “Compartimos cervezas y porros, y salíamos con chicas, hacíamos de todo, pero parece que últimamente había cambiado. Tal vez por las drogas, por sus trastornos psíquicos. Dicen que en su familia ha habido casos de enfermedades mentales, su padre, un hermano. Pero yo no lo sé bien”, admite el ceutí.
“Cuando estaba aquí y estaba bien de la cabeza, si se producía un atentado yihadista, lo condenaba. ‘Si cojo a ese cabrón lo mato’, me decía, pero en Algeciras le entró el pánico en el último mes, y cambió. Me llamaba: ‘Tenéis que rezar’, decía, ‘me ha poseído el demonio”, relata Mohamed, quien no puede precisar si Kanjaa, de su misma edad, había recibido tratamiento psiquiátrico. “Me llamaron el miércoles de Algeciras. ‘Mira lo que ha hecho tu amigo’, decían”, se lamenta dos días después.
El mismo caíd del Ministerio del Interior, responsable de la seguridad local que se resistió a facilitar, hasta pasadas más de cuatro horas, el acceso a la aldea confirmó poco más tarde que Yassine Kanjaa había sido tratado hace años en un centro psiquiátrico de Tánger, sin ofrecer detalles. También precisó que su nombre no constaba en los registros de antecedentes judiciales y policiales de Marruecos.
“Lo que dice la gente por aquí es que el hombre [Kanjaa] tomaba drogas y eso es lo que le ha afectado”, diagnostica Utman en Ued el Marsa. “Estaba muy raro; él no se juntaba con nosotros. Hace dos años que casi no teníamos noticias suyas. Se juntaba con amigos que no eran del pueblo. Cuando se marchó a España dejó de comunicarse con la gente de aquí”, refería con aire de perplejidad.
“Su familia es de aquí. Nos conocemos de toda la vida”, corroboraba este vecino. “Vivía con sus padres y con seis hermanos. Y nunca tuvo incidentes importantes. Pasaba a nuestro lado y solo saludaba. Nada más. No sabíamos nada de su vida. Cuando fui a desayunar por la mañana [por el jueves] al bar me enteré de todo”, se limita a contestar Utman en un español de fuerte sonoridad magrebí.
A un par de kilómetros de la isla Perejil y a unos 15 de la frontera de Ceuta, en el acceso al puerto de Tanger Med, niños de 10 o 12 años se arrojaban el jueves al atardecer a los bajos de los tráiler, en el momento en el que los camiones reducen la velocidad en una rotonda camino de los transbordadores del Mediterráneo. Desde que cesó el comercio informal, de porteadores de mercancías, en la frontera de Ceuta, la droga o la patera son casi las únicas vías de escape para los jóvenes de la punta marroquí más septentrional.
“Los buenos trabajos en el nuevo puerto y en la cercana factoría de Renault se los llevan técnicos y especialistas venidos de Rabat y Casablanca”, apunta el taxista Mohamed camino de Ued el Marsa “Aquí nadie quiere, ni puede, estudiar”. La hermosa playa, único negocio turístico del pueblo, se queda desolada en enero. De sus arenales parten, a veces, las lanchas planeadoras que vuelan sobre las aguas con alijos de hachís hacia el otro lado del Estrecho.
Levantadas todas las barreras de seguridad, el lugar de El Hatba, adonde se accede por una tortuosa carretera de cemento agrietado, se presenta como un nuevo escenario para la ley del silencio. La casa familiar de los Kanjaa está vacía, sin señales de haber sido recientemente ocupada. Un perro atado con una cadena mira al visitante sin un ladrido.
“La familia se fue hace 10 años a Tánger. Yassine venía de vez cuando. No estaba bien de la cabeza”, abunda Ahmed Agzhi, un pescador de 45 años, a la salida del rezo del mediodía del viernes en la mezquita, el único punto con presencia humana visible en la aldea. Abdel Jalak, de 82 años, un agricultor que habita la casa colindante a la de los Kanjaa, insiste en que ellos viven permanentemente en Tánger desde hace una decena de años. “Pasan algunas temporadas. El joven Yassine estaba enfermo desde hace unos tres años y antes tuvo problemas con las drogas. Ahora estamos muy afectados. Es la primera vez que alguien de este pueblo comete un crimen tan horrible”, asegura, mientras se despide cariacontecido tras finalizar el rezo.
Muhamed Muracim, auxiliar de los servicios municipales de 62 años, puntualiza: “La familia Kanjaa pasó por aquí hace dos semanas”. El alcalde de Ued el Marsa creía en la noche del jueves que los padres de Yassine Kanjaa estaban durmiendo en su casa del pueblo. Al día siguiente, Hasan Shellal se encoge de hombros en presencia de un oficial de la Gendarmería Real y del omnipresente caíd.
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