Las cuatro cajas de munición con las que Alfonso Lamas aterrorizó Argamasilla
Los testigos y supervivientes del tiroteo que acabó con tres muertos relatan la tensión de verse durante horas bajo una lluvia de balas para jabalíes
Cualquiera que viaje estos días en coche entre Argamasilla de Calatrava y Villamayor de Calatrava repite el mismo proceso: reduce la velocidad en la curva y gira el cuello hacia la derecha, escudriñando unos campos que ahora se ven tranquilos, pero que el miércoles se tiñeron de sangre. La misma que aún enrojece el arcén. Cualquiera que hubiera transitado por ese tramo de la CR-4116 entre las dos localidades de Ciudad Real el miércoles por la mañana probablemente estaría muerto, herido o tendría la terrible la experiencia de haber sido el blanco de un francotirador. Ese fue el funesto destino de José Luis El Bonito y Alejandro Congosto, ambos muertos a balazos en su afán por ayudar: el primero, agricultor, trató de mediar entre un padre y un hijo que discutían; el otro, policía local, intentó detener el arrebato homicida de Alfonso Lamas hijo, quien tras agredir a su padre (también Alfonso Lamas) abrió fuego sin compasión contra todos y todos los que pasaban por la puerta de su finca, desde donde batió el tramo de carretera ahora teñido de sangre. El asesino acabó abatido tras herir a dos agentes más. El pueblo sigue compungido porque unos sucesos que solo habían visto antes en televisión. Esta es una reconstrucción de aquellas dos horas eternas en que un francotirador con problemas psíquicos aterrorizó una comarca.
Argamasilla, miércoles, 9.00.
Amanece en Argamasilla, un municipio manchego de 5.900 habitantes y con muchos problemas para aparcar en sus calles estrechas. El policía local Alejandro Congosto, de 41 años, hace durante la mañana su trabajo en un lugar y un momento clave: cuando los padres llevan a los niños al colegio. Almudena Romero, de 43, solloza al pensar en ese hombre que “siempre sonreía”, como hizo desde aquella rotonda desde donde controlaba el tráfico. Allí conversaron sobre el hijo de la ciudadrealeña, que se ha roto un brazo tres veces seguidas: “No te preocupes, Almu, es que es muy intranquilo”, recuerda que le dijo entonces. Dos horas después y a tres kilómetros, Alejandro era asesinado.
Finca de los Lamas, miércoles, 10.00.
Los Alfonsos discuten en su finca. Alfonso Lamas padre, de 81 años, y Alfonso Lamas hijo, de 50, riñen por trabajos agrarios. El joven, que sufrió de pequeño un accidente que le dejó secuelas psicológicas, está dando una paliza a su progenitor. José Luis, El Bonito, labriego de 60 años, muy conocido en el pueblo, va para poner paz a la finca de los Lamas. Es recibido con varios disparos. Queda malherido.
Argamasilla, miércoles, 10.30
Los teléfonos de la Policía Local empiezan a sonar. Algo pasa en la carretera de entrada al pueblo. Varias unidades se desplazan a la zona. Cuando los agentes llegan llueven las balas. Cortan el tráfico. El mensaje vuela y crecen el miedo y la incredulidad. Miguel Ángel Muñiz, de 50 años, circulaba por allí cuando le mandaron detenerse. “Pensé que había habido alguna explosión tóxica”, afirma en un bar este jueves, pero decidió rodear.
Un camino junto a la finca, 11.19
A las 11.19, Muñiz envió una foto por WhatsApp que muestra los coches policiales entre las veredas. “Vi gente tirada en el suelo y me gritaron ‘¡Largo de aquí!”, relata. Acató la orden. Entre quienes serpenteaban para salvarse se encontraba Antonio López, teniente de alcalde de Villamayor y que pasaba por allí cuando todo sucedió.
“Iba por la carretera y vi a un señor ensangrentado pidiéndome que parara; pensé que lo habían atropellado”, detalla López. Ojalá. El herido le rogó que se resguardaran: “Mi hijo está tirando y nos va a matar”. Silbaban los disparos de un rifle capaz de alcanzar su objetivo a un kilómetro. Era propiedad de Alfonso padre, pero en manos del vástago, un hombre “con pocas habilidades sociales” según quienes lo trataron, que jamás lo imaginaron perpetrando algo así.
Apostados en la carretera, 11.30
El inspector jefe de seguridad ciudadana del cercano Puertollano, José Manuel Moreno, de 61 años, relaja sus nervios apretando la gorra oficial en ese despacho del que partió junto a tres compañeros al recibir la alerta. Este miembro de una unidad policial de élite no dudó en montarse en solitario en un todoterreno, que recibió múltiples tiros, y dirigirse de frente, conduciendo tumbado lateralmente para evitar las balas, hacia el francotirador para que el parachoques detuviera los proyectiles.
No pudo evitar que falleciera El Bonito, que se desangraba, a quien protegió poniendo el vehículo como parapeto. Tampoco que el homicida diera en la cabeza a Congosto cuando este acudió como refuerzo. Sí logró que el episodio no acabara en matanza. “He visto a varios compañeros caer, pero siempre afecta”, indica con voz firme y ojos llorosos. Cuando Lamas hijo fue abatido comenzó una etapa de dolor y luto. Mucho tendrá que llover para que desaparezca la sangre aún evidente en el arcén donde se guarecieron los implicados en el tiroteo y para que el pueblo olvide lo que les ha tocado padecer.
Argamasilla: jueves
Los heridos se recuperan en el hospital. Un guardia civil sufrió un impacto en la pierna y a Javier, acompañante del agente difunto, una bala le atravesó el glúteo. El fusil del crimen, un Remington del calibre 30-06, de cerrojo y cargador, con mira telescópica, era propiedad del padre del tirador. Lo conservaba de cuando custodiaba una zona de caza. Tenía cuatro cajas de munición (cada una suele tener 20 proyectiles). Un guardia civil que pide anonimato asegura que esos proyectiles son capaces de “atravesar el chaleco antibalas como si fuera mantequilla”. Todo el pueblo se pregunta cómo Alfonso hijo, dada su situación, pudo tener acceso a un arma tan letal y a tanta munición. Y cómo sabía usarla.
Los compungidos colegas del difunto coinciden en que al entrar en el gremio asumen que “estas cosas pasan” y que deben estar preparados. A sus familias les cuesta más entender que a veces tener suerte consiste en poco más que sobrevivir. Por tanto, Javier puede sentirse muy afortunado: el hombre superó un cáncer de colon que lo alejó una temporada del uniforme. El miércoles volvió a escapar del peligro.
Argamasilla, viernes de luto
El duelo late en Argamasilla durante las fechas posteriores al crimen. Ojos llorosos, alabanzas a las víctimas, cejas enarcadas al pensar en voz alta qué hubiera ocurrido de haber pasado por allí el día crítico, conversaciones monotemáticas y ramos y velas ante la comisaría local. Un niño que pasa junto al mural le pregunta a su madre desde el carrito “¿Por qué se ha muerto el policía?” sin que la mamá sepa responder a la inocencia infantil.
Las misas del viernes concentran el dolor junto a la iglesia. A Javier lo traen en ambulancia. Decenas de policías y guardias civiles forman fila ante los ataúdes. La gente aplaude y solloza. La esposa de Alejandro, que deja huérfana a una niña de siete años, aúlla de pena. “¡Te quiero!”, le llora al féretro entre el silencio de los asistentes. Por último, toma aire y valor, levanta la cabeza y mira a la multitud. “Gracias, gracias, gracias”. Más palmas.
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