Pánico sobre los restos de la caña dulce
“Esta ‘desbandá’ de miles de personas fue tiroteada desde el mar y desde el aire por italianos, moros y españoles”
Estos chicos esperan, indolentes, bajo el sol de julio, a que llegue el autobús perezoso que los arrancará de esta tarde tórrida de Torre del Mar, en la Axarquía, Vélez-Málaga. A unos metros, en el Jardín de la Memoria, están los nombres propios de quienes, a finales de 1936, alentados por el pánico, huyeron hacia Almería de las amenazas que desde Sevilla alentaba por radio el general Queipo de Llano, que avisaba a las mujeres rojas de lo que les esperaba del porvenir que él mismo diseñaba.
La Guerra Civil estaba en su apogeo de horror. Esta desbandá de miles de personas fue tiroteada desde el mar y desde el aire por italianos, moros y españoles, miembros del fascismo que atendía al militar sevillano. Hubo miles de muertos, 10.000 según las estadísticas, y otros huidos fueron apresados y ejecutados tras juicios sumarísimos que no se han revisado todavía. Una de aquellas huidas, Carmen Marcos, que hasta la guerra se llamó Libertad, la madre del escritor Antonio Soler, le contaba a su hijo que en esa huida, subidos en burros o a pie, se escuchaban los sonidos de los restos de la caña dulce que fue el único alimento en el trayecto del pánico.
Los hermanos Cabello, Conchi y Javier, cuentan junto al memorial en el que también figuran sus antepasados asesinados, Juan, Manuel y José, que aquella no era una “desbandada a ciegas, era una huida masiva de una población acuciada por una urgencia, salvar la vida”. La madre de ambos, Concha Lara Díaz, una de aquellas rojas a las que señalaba el locutor de Sevilla, pudo contarles la historia hasta hace 13 años, cuando murió de muerte natural en Málaga. Apresados tras la huida, sus hermanos, los tíos de los Cabello, fueron asesinados en juicios sumarísimos, y sus huesos conviven, anónimos, con los de miles que no han podido ser registrados todavía.
Fueron situaciones, supieron ellos, “de pavor, eran como 100.000 personas que aquí, en Torre del Mar, empezaron a saber qué eran el terror y la muerte”. Caían cadáveres sobre los restos de la caña dulce. Libertad Marcos se lo contaba a su hijo Antonio: durante años sintió que aún caminaba, en medio del pánico, sobre esos restos, la comida, por cierto, que añoraba María Zambrano, también de Vélez-Málaga, en su largo exilio. “Cañas, cadáveres, una pesadilla”, dice Javier, que señala la presencia actual de las fosas comunes como la metáfora de un descuido grave del estado democrático, que no ha prestado atención a las víctimas de “esta persecución cruel... Ahí, debajo de las fosas del cementerio, hay restos sin nombre de gente que ni siquiera fue enterrada. Es el retrato de la amnesia”.
Libertad Marcos, dice su hijo, era de alma socialista, tenía 18 años cuando la desbandada, salió de Málaga con toda la familia, con sus hermanos menores, “ante la inminente caída de la ciudad”. El padre de la joven Libertad se escondió seis años en una habitación, mientras lo buscaba la Guardia Civil. Libertad no olvidó jamás el sonido de esas cañas mordidas. La única culpa de aquellos perseguidos fue huir de la barbarie, y la barbarie los buscó, en la desbandada, mientras Queipo entonaba el terrible himno de la muerte.
Los chicos que esperaban el autobús en Torre del Mar pasan al lado de los nombres propios de aquellas víctimas. Se van huyendo del sol despiadado del verano que los llevó a la playa.
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