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Crónica de la ejecución del español Diego Bello

Un informe de la Comisión de Derechos Humanos pone en duda la versión de la policía filipina, que mató al español en enero y le acusó de traficar con drogas

Diego Bello practicando surf en Filipinas, en una imagen facilitada por la familia.
Diego Bello practicando surf en Filipinas, en una imagen facilitada por la familia.

La vida a Diego Bello se la quitó la policía de Siargao (Filipinas) la madrugada del pasado 8 de enero. En concreto, y según su novia Jinnah, a la 1.03. A esa hora exacta, Jinnah escuchó la moto de Diego llegando a su casa unifamiliar cercana al mar y después sus pasos. A continuación, el sonido de la puerta de la entrada abriéndose, que se interrumpe de forma seca por varias detonaciones. Varios disparos que Jinnah reproduce con voz clara porque todavía los tiene en la cabeza: “Pam, pam, pam…”. Un grito seco entre ellos, de Diego, después pasos y murmullos. Silencio. Y dos disparos más. Jinnah cogió su teléfono. “¡Dispararon a Diego!”, llegó a gritar.

Fiesta de cumpleaños de Diego Bello en Filipinas, en una imagen facilitada por la familia.
Fiesta de cumpleaños de Diego Bello en Filipinas, en una imagen facilitada por la familia.

Diego Bello, 32 años y nacido en A Coruña, y Jinnah, 36 años y nacida en Filipinas, llevaban viviendo juntos un mes la noche en la que se rompió todo. Se habían conocido en Manila, la capital filipina, conectaron y probaron suerte en la isla de Siargao, donde Diego vivía y trabajaba desde 2017. “Nos instalamos en una casa sencilla, bonita, un poco alejada de la zona turística”, cuenta Jinnah, ojos llorosos y voz gastada.

Dice Bruno, el único hermano de Diego, que desde que salió del colegio la cabeza de Diego ya estaba fuera de A Coruña, buscando retos. Ni el fútbol (jugó en las categorías inferiores del Deportivo) ni la carpintería (arrancó un módulo de FP que dejaría a medias) le colmaron. Así que se fue a Londres con 19 años para aprender inglés. De ahí a Berlín, Tailandia, Honduras, México, Australia… “Se iba temporadas y regresaba un par de meses a Coruña”, recuerda Bruno. En cada viaje, Diego buscaba el rincón donde emprender un modo de vida. Si podía estar relacionado con su pasión surfera, mejor.

Encontró el escenario en la isla de Siargao, en concreto en la provincia General Luna. Allí llegó a finales de 2017 y montó el White House Hostel, un alojamiento para surfistas. “Siargao es una isla con turistas y apenas sin policía. Más o menos todo el mundo se conoce. Es un lugar seguro y tranquilo”, cuenta un amigo de Diego en la isla.

Prosperó Diego y logró el sueño de su vida: abrir una tienda de surf a la que llamó Mamon. Más adelante, junto con dos socios, también jóvenes españoles, montaron La Santa, un restaurante con discoteca y local de tatuajes. Y tenía todo preparado para inaugurar un centro de spa. Todo el mundo en Siargao conocía a Diego.

En agosto de 2019, cuatro meses antes del asesinato, tuvo lugar el primer y único incidente que Diego y sus amigos tuvieron desde su llegada a la tranquila isla. Ese mes, un joven llamado Migz Villafuerte, gobernador de la provincia de Camarines Sur y propietario de un local en Siargao competencia de La Santa, amenazó de muerte a uno de los socios de Diego. Tal y como relata él mismo, en mitad de una fiesta un hombre se le acercó, le pidió que le acompañara y le condujo hasta una esquina poco iluminada. Allí, Villafuerte, un personaje relativamente popular en Filipinas por estar casado con la ex miss universo Rachel Peters, le dijo que la música de La Santa molestaba a los vecinos, que no quería oírla más y que, o detenían la actividad del local, o le pegaba un tiro y arrojaba el cuerpo a los manglares. “Tú no sabes quién soy yo”, remató la advertencia.

El socio se lo contó a Diego y fue la primera vez desde que habían llegado a Siargao que sintieron inquietud. Nunca habían tenido problemas, ni existían amenazas o extorsiones. Días después, la novia de Villafuerte recogió firmas pidiendo el cierre de La Santa, a donde comenzaron a llegar denuncias por ruido e incumplimientos laborales. Ninguna de ellas prosperó.

Mientras todo esto sucedía, llegaba a Siargao un nuevo jefe de policía, el capitán Wise Vicente Panuelos. A Diego y a sus socios les comentaron algo que en ese momento no les llamó demasiado la atención: el nuevo jefe era amigo cercano y del mismo pueblo que Villafuerte, el tipo que les había amenazado y que recogía firmas. Tal vez por eso, la estrategia cambió. Cesaron las denuncias, las firmas y las amenazas. Se hizo un silencio como el que precede a la tormenta.

Cuenta el capitán Wise Vicente Panuelos en su declaración, recogida por la Comisión de Derechos Humanos de Filipinas (CHR) y cuyo informe acaba de hacerse público, que durante esos meses de calma, un confidente le dio el soplo de que Diego Bello se dedicaba a vender cocaína en la isla. Panuelos, según explica, se puso en contacto con el sargento Pazo, de la Unidad Antidroga de la provincia de General Luna (DEU-GLMPS). Entre los dos urdieron un plan por el cual intentarían comprar cocaína a Diego para saber si la información era correcta. Según la declaración de Panuelos, el sargento Pazo logró comprar una dosis de cocaína a Diego, así que redactaron un informe por el cual declaraban a Diego “traficante número uno de la región” y prepararon una emboscada mediante la cual, el sargento Pazo volvería a por más cocaína acompañado de varios policías de incógnito y, justo en el momento en el que Diego se la diese, dejaría caer su móvil como señal para el asalto policial. Llevarían a cabo el plan la madrugada del 8 de enero.

La idea de que Diego vendía cocaína en Siargao es automáticamente descartada por sus socios y amigos. “Diego jamás ha vendido drogas y no consumía”, explica su hermano Bruno. Sus socios confirman y hasta trabajadores de sus locales, sin vínculos afectivos, insisten en que Diego no tenía nada que ver con ese mundo. Irish Blancada, una camarera de La Santa, aseguró en su declaración a la CHR que jamás vio a Diego “consumir, comprar o vender droga”. “Estoy totalmente segura”, afirmó.

El informe toxicológico realizado al cuerpo de Diego a su llegada a Madrid por el Instituto de Medicina Legal reveló que Diego no había consumo ningún tipo de sustancia estupefaciente durante al menos los últimos ocho meses. Además, el jefe de Distrito donde vivía Diego, Ruel Oraliza, afirmó a la CHR “sentirse sorprendido” cuando le informaron del asesinato, ya que este no figuraba en el Archivo Antidroga del Distrito (Badac) ni era sospechoso.

A última hora de la tarde del 7 de enero, Diego avanzaba en su moto camino a casa. Llevaba consigo la recaudación del día de Mamon. Cuando estaba llegando, escuchó su nombre. Dos veces: “Diego, Diego”. Se giró y vio a cuatro jóvenes a los que no conocía. Aceleró. Recuerda Jinnah que llegó a casa nervioso, algo asustado. Llamó a uno de sus socios, que se acercó para tranquilizarle y quitarle importancia. Ambos regresaron a La Santa para seguir trabajando.

A las doce de la noche cerraron el local, se quedaron recogiendo y a las 0.55, junto con el tercer socio y la novia de éste, abandonaron el lugar. Diego vestía una camisa surfera blanca y pantalones cortos. Una imagen de la cámara de seguridad de La Santa y recogida por el consulado español en Filipinas así lo muestra. También muestra otra cosa más importante: Diego no llevaba ninguna mochila ni riñonera.

A 300 metros de casa de Diego los caminos de los tres amigos y socios se separaban. Uno de los socios le preguntó a Diego si quería que le acompañara. “No hace falta”, respondió Diego, todavía con la espina clavada por lo ocurrido por la tarde. En ese momento Diego escribió al móvil de Jinnah un mensaje: “Ya voy”. Era la 1.02, como atestigua el teléfono de la joven, cuyo pantallazo forma parte del informe de la CHR.

Un minuto después Diego llegaba a casa y moría tras recibir varios disparos con Jinnah escuchando la escena desde el interior.

El informe policial y la declaración del capitán Panuelos a la Comisión de Derechos Humanos, explica que, tal y como habían acordado, el sargento Pazo se acercó a Diego en la entrada de su casa y mantuvo un diálogo con él mientras le compraba la cocaína. Después dejó caer su móvil. En ese momento, y según la versión de la policía, el sargento Pazo se identificó y el resto de los agentes aparecieron en escena. A lo que Diego, tal y como sostiene la declaración policial, respondió sacando un arma que portaba en el cinturón. Arma que ni sus socios, ni su novia ni ninguno de los empleados de Diego aseguran haber visto jamás.

Los agentes cuentan que Diego disparó e intentó huir, por lo que respondieron gritando varias veces “¡Policía, no se mueva!” y disparando a continuación hasta abatirlo. Frente a esta versión, la de Jinnah, que afirma que, desde el interior de la casa no escuchó ningún grito más allá del lamento de Diego y que los disparos se produjeron apenas unos segundos después de que Diego bajase de la moto. No solo Jinnah escuchó la escena. Los vecinos de la casa de enfrente, un matrimonio propietario de la casa de Diego y Jinnah, coinciden en su declaración y afirman que no escucharon ningún grito, solo disparos. Y que, esa misma tarde, dos jóvenes a los que no conocían estaban sentados frente a la casa de Diego bebiendo cerveza. La propia Comisión de Derechos Humanos de Filipinas pone en entredicho que la policía disparase en defensa propia y se declaran “escépticos” ante la posibilidad de que Diego sacara un arma y disparara.

Los socios de Diego, acompañados de la novia de uno de ellos, llegaron al lugar apenas un minuto después del ataque y tras el aviso de Jinnah. Se encontraron con un grupo de policías, la mayoría de ellos sin uniforme, que les obligaron a tumbarse en el suelo mientras les encañonaban.

Un agente apareció e informó a los dos amigos de que Diego estaba herido. Los jóvenes le pidieron al policía que dejase pasar a la novia de uno de ellos, enfermera, para que pudiera atenderle. Los agentes permitieron que accediese a la escena, ubicada en un lugar que contradecía lo escuchado por Jinnah: la novia de Diego oyó los disparos mientras el joven abría la puerta de su casa y, sin embargo, el cuerpo estaba tendido a unos metros, detrás de un muro, boca abajo y con una pistola en la mano. No solo eso: sobre el cadáver había una riñonera marrón que Diego —tal y como muestran las cámaras— no portaba cuando salió de La Santa. Dentro de la riñonera, una bolsa de plástico con cocaína.

Uno de los policías se dirigió al socio de Diego y le dijo: “Perdona, pensé que iba a disparar él primero.”, una frase que contradice la versión oficial de que Diego abrió el fuego. Otro agente añadió: “Tu amigo estaba vendiendo cocaína”.

“Es un montaje, una chapuza”, dice uno de los socios y amigos de Diego. Jinnah añade: “Hubo varios disparos, luego silencio y después dos tiros más, que estoy segura de que fueron los que pretenden hacer pasar por los disparos de Diego”. En busca de más pruebas, la familia de Diego encargó una nueva autopsia días después del asesinato, cuando el cuerpo del joven llegó a Madrid. El informe redactado por el Anatómico Forense ahonda en las dudas: no se hallaron restos de pólvora en ninguna de las dos manos de Diego que prueben que disparó un arma y al menos uno de los disparos que recibió fue hecho a escasa distancia y cuando el cuerpo de Diego ya estaba tendido. El informe de la Comisión de Derechos Humanos de Filipinas es bastante directo: “Todo apunta a una ejecución sumaria”.

El enredo en todo este asunto es que las ejecuciones policiales no son ilegales en Filipinas si hay drogas de por medio. Cuando hace cuatro años el presidente Rodrigo Duterte subió al poder, aseguró que acabaría con las drogas en seis meses, “matando a los criminales si hace falta”. Desde ese momento, y según datos de Human Rights Watch (HRW), unas 12.000 personas han sido abatidas por la policía sin un proceso judicial posterior. Una encuesta llevada a cabo en Filipinas el año pasado en el país y reportada por Europa Press, señala que el 78% de los filipinos teme acabar muerto por la guerra contra la droga de Duterte

El caso de Diego parece enmarcado en esta vorágine: la policía admite que le disparó después de haberlo vigilado e investigado. Pero nunca, ni antes ni después del ataque, los agentes registraron su casa, ni sus locales, ni jamás le habían interrogado con anterioridad o hablado con su entorno, tal y como explican familiares y socios. Tampoco después del ataque lo hicieron. Dispararon, publicaron un informe y cerraron el caso. Consultados por este periódico mediante una llamada telefónica, los responsables de la policía de General Luna prefieren no pronunciarse.

Más allá de lo diplomático, un periodista filipino ubicado en la región y que prefiere no revelar su identidad, afirma por teléfono que “en el caso de Diego Bello, prácticamente nadie se cree la versión policial en Siargao. Todos opinan que es un montaje, pero nadie se atreve a hablar porque la gente aquí tiene miedo. En Filipinas, si hay droga relacionada, nadie quiere saber nada”.

El cuerpo de Diego llegó a A Coruña 10 días después del asesinato Allí fue enterrado y despedido por la ciudad y allí fue donde Jinnah y los socios de Diego explicaron su versión. “No vamos a parar. No tenemos nada mejor que hacer en la vida que hacer justicia con Diego”, afirmó Bruno, su hermano, tras la ceremonia. Diez meses después, la lucha continúa.

Familiares y allegados de Diego Bello a las puertas del Valedor do Pobo antes de reunirse con la titular de la institución, María Dolores Fernández Galiño.
Familiares y allegados de Diego Bello a las puertas del Valedor do Pobo antes de reunirse con la titular de la institución, María Dolores Fernández Galiño.Europa Press


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