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Cuando los primeros colonos blancos llegaron al valle Owens, una región del este de Sierra Nevada (California), encontraron un suelo rico en agua que las tribus locales, los indios paiutes, habían llamado “tierra de agua que fluye”. En 1860, los paiutes fueron expulsados por los colonos, que con ayuda del Ejército se hicieron con el control del agua. La ciudad de Los Ángeles compró grandes extensiones de tierra, obteniendo así derechos de agua sobre el río Owens, y pasó de un pueblo de 15.000 habitantes a la metrópoli que conocemos hoy, hogar de millones de personas que disfrutan de sus piscinas. Para lograr eso, a principios del siglo XX Los Ángeles necesitaba agua. El alcalde Fred Eaton decidió construir un acueducto, una enorme obra de ingeniería que solo puede ser comparada con el canal de Panamá. Convirtió el rico valle en un desierto desolado y la árida Los Ángeles en un oasis artificial. En 1924, el lago Owens se había seca­do por completo. Agricultores y ganaderos se rebelaron y volaron con dinamita parte del acueducto. El conflicto pasó a la historia como “las guerras del agua”. Hoy en día, un tercio del agua que usa Los Ángeles proviene del valle Owens y el cambio climático ha agravado la sequía. El futuro hídrico de California está en entredicho. Un coche avanza por la Ruta 395 en Bishop, en el condado de Inyo (California).
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Así secaron un paraíso

Hoy es una tierra árida, pero cuando, a finales del siglo XIX, los primeros colonos llegaron al valle Owens descubrieron un lugar verde con un río que hacía posible la agricultura. Hasta que en 1913 se decidió desviarlo a Los Ángeles. La fotógrafa Daria Addabbo retrata el desolado paisaje y a sus habitantes, secundarios de un desastre medioambiental.

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