Por el Peloponeso en invierno: la mejor idea
¿Una ruta por la costa griega en estas fechas? Y por qué no. Fuera de temporada, lejos de los calores veraniegos, la costa continental de Grecia es un deleite para los sentidos con el valor añadido de la soledad
La costa griega, ya sea la insular o la continental, es el epítome de la mediterraneidad. Aguas azules y transparentes, un mar cálido y en calma, palmeras, olivos, almendros, pueblos encalados, ruinas históricas…. ¡y cientos de miles de visitantes abarrotándolo todo, mientras sudan y se pelean por una mesa libre bajo el calor sofocante del verano mediterráneo! Por eso, hace justo un año, pensé: “¿Por qué no recorrer esa costa griega, la de la península del Peloponeso, por ejemplo, fuera de temporada?”. En pleno invierno, para ser más contundentes. La experiencia no pudo ser más gratificante. Solo necesitas un poquito de buena suerte con el tiempo ―y, por desgracia, el cambio climático juega aquí a tu favor― para disfrutar de esa combinación perfecta de historia, cultura, paisaje y gastronomía mediterránea en completa soledad. Como para nunca más volver a viajar en agosto.
La entrada por tierra al Peloponeso desde tiempos de la Ilíada es por el estrecho de Corinto, un istmo de apenas seis kilómetros de ancho que obsesionó a todos los gobernantes de la Antigüedad: excavando un canal por allí se evitaba un rodeo de más de 430 millas náuticas para acceder al puerto de El Pireo desde el mar Jónico. Pero la empresa era tarea compleja. Tanto que el tan ansiado canal no se pudo excavar hasta finales del siglo XIX. Se inauguró en 1893, cuando Grecia era ya un país independiente. Las dimensiones del tajo aún impresionan: 6,3 kilómetros de largo, 24,6 de ancho y 8 metros de profundidad. Es la línea de salida a este viaje invernal por el sur de la Grecia continental porque tienes que cruzarlo obligatoriamente para entrar en la península cuando vienes de Atenas por la autopista de peaje (salida 8).
Peloponeso es sinónimo de ruinas arqueológicas. Una obviedad: ¡estamos en Grecia! En tan estratégica península se instalaron egeos, anatolios, jonios, aqueos, dorios, espartanos, macedonios, romanos, bizantinos y otomanos, entre otros, dejando un reguero de evidencias pétreas que hoy se hacen ingobernables para el visitante que no se organice y priorice unas frente a otras. Posiblemente, las más mediáticas son las de Olimpia, cerca de la costa oeste, la del mar Jónico, que serían las primeras ruinas en visitar si decides hacer tu ruta circular por esta península en el sentido contrario a las agujas del reloj. La ciudad dedicada a Zeus en la que durante mil años se celebraron los juegos más famosos de la Antigüedad es hoy un solar de piedras inconexas donde más de un siglo de excavaciones ha permitido identificar antiguas instalaciones como la palestra ―el enorme patio cuadrangular donde entrenaban los participantes en boxeo, lucha libre y salto―, parte del Philippeion ―el templo circular ordenado construir por Filipo II, rey macedonio y padre de Alejandro Magno―, o el estadio donde se llevaban a cabo las competiciones. El impresionante templo de Zeus, el más grande y soberbio de toda Olimpia, donde se alzaba la famosa estatua del padre de todos los dioses esculpida en oro y marfil, es un amontonamiento de sillares en espera de su reconstrucción.
Es imprescindible completar la visita con el contiguo museo Arqueológico (va incluido en la entrada), donde se termina de comprender lo que significó esta ciudad en la que durante 10 siglos llenos de guerras internas se reunían cada cuatro años atletas de todo el mundo heleno para competir en paz.
Si, por el contrario, inicias la ruta en el sentido de las agujas del reloj, como hice yo, es decir buscando la costa este, la que da al golfo Sarónico y al golfo Argólico, en el mar Egeo, el primer yacimiento de parada imprescindible será el de Micenas, la civilización que floreció en el Peloponeso entre los años 1.600 y 1.200 antes de Cristo y fue de las más poderosas en la Grecia contemporánea a la mítica Guerra de Troya. Las ruinas quedan a unos 12 kilómetros de la ciudad de Argos. El acceso por la puerta de los Leones, hecha con grandes bloques y coronada por la estatua de dos felinos rampantes, permite salvar las poderosas murallas de 13 metros de altura y siete metros de espesor que tuvo la ciudadela, en la que Homero sitúa el trono de Agamenón. ¿Existió este rey de verdad? ¿Prepararía entre estos sillares ciclópeos donde ahora me encuentro la flota para sitiar Troya y vengar a su hermano pequeño Menelao? Estas divagaciones en el mismo cerro en el que se asentó la capital micénica emocionan, y te hacen sentir más cerca que nunca de la fascinante y siempre compleja mitología griega.
No muy lejos de Micenas, en dirección sureste, se encuentra otro yacimiento de fama mundial: el teatro de Epidauro. Teatros de la Grecia antigua hay a patadas, pero si hubiera que visitar solo uno propondría este en el extremo oriental del Peloponeso. Data del siglo III a.C., y tenía capacidad para 14.000 espectadores. Estuvo tanto tiempo bajo una gruesa capa de tierra que se ha conservado en un increíble estado: casi toda la grada es original. En realidad, era una instalación anexa al gran templo de Asclepio (Esculapio), el dios de la Medicina, al que acudían gentes de toda la Antigua Grecia en busca de cura. En la guía impresa que llevo dice que es tan perfecto que aún hoy, 2.400 años después, si uno se pone en el centro de la escena y susurra, se oye perfectamente en lo alto del graderío. Aprovechando que es temporada bajísima y apenas hay visitantes, hago la prueba y, en efecto, mis acompañantes reciben mi mensaje pese a que están en lo más alto del gallinero: “Daos prisa con las fotos, que tenemos que seguir viaje”.
Lo proseguimos en dirección oeste, en busca de una de las dos ciudades más bellas del Peloponeso. Se llama Nauplia y es un pequeño e histórico puerto en el fondo del golfo Argólico. Consigo entrar y aparcar en el cogollo de esta urbe de callejuelas rectilíneas y peatonales, casas de estilo veneciano y mansiones neoclásicas y, además, encuentro alojamiento con encanto y asequible de precio en un lateral de Vasileos Konstantinou, su calle comercial más popular. ¡Intenta hacer todo esto en verano! Por la noche, paseo por el corazón de la ciudad vieja, por la bellísima plaza Syntagma y por su agradable zona portuaria, con un gran paseo y multitud de restaurantes, que imagino a rebosar cuando llegue la canícula.
Nauplia está al pie de una gran montaña que se levanta unos 300 metros verticales por encima del mar. La corona la espectacular fortaleza de Palamedes, una virguería de la ingeniería militar construida a principios de siglo XVII, durante la ocupación veneciana de estas costas. Puedes llegar arriba a pie por unas escalinatas o en coche. De una u otra forma, sube y no te pierdas las soberbias vistas de Nauplia y de todo el golfo Argólico desde sus baluartes.
¿Y cuál es la segunda ciudad? Pues se llama Monemvasía, y si me tuviera que quedar con una sola localidad del Peloponeso ―diría más: si me tuviera que quedar a vivir en el Peloponeso, cosa que no me importaría― no tendría duda en elegir este regalo para los sentidos, el resumen de todas las excelencias que te puedas imaginar de un pueblo griego abocado al Egeo. Más auténtico y menos invadido que Santorini.
Monemvasía es un poblado medieval fortificado situado en un peñón rocoso en la costa sudeste del Peloponeso. Estuvo unido por una lengua de tierra hasta que un terremoto lo separó hace siglos, convirtiéndolo en isla. Ahora vuelve a estar unido a tierra, pero por un puente; de ahí el nombre, que en griego significa “única entrada”. Es el pueblo más bello de todo el sur de Grecia; por su ubicación y por su urbanismo de vieja ciudad medieval bizantina, con calles estrechas en las que no entran vehículos a motor. Estos hay que dejarlos en un parking en el otro extremo del peñón y acceder a pie o mediante un servicio de buses lanzadera. La calle principal, que va desde la puerta oeste a la este, está repleta de tiendas de souvenirs, cafeterías y casas de comida. Igual que lo estaba cuando en la ciudad vivían bizantinos, venecianos o turcos. Quedan restos de baños otomanos, mezquitas, cisternas, iglesias bizantinas… Una delicia de lugar, sobre todo si te sientas al atardecer en alguna de sus terrazas, paladeando un ouzo o una retsina con vistas al mar mientras el sol se acuesta sobre ese Mare Nostrum que acogió y unió a algunas de las mayores civilizaciones de la Antigüedad.
Quedarían muchas cosas que ver en el Peloponeso. Quedarán las ruinas de Mistrá, otra gran ciudad bizantina; quedaría Panagia Katakekrymeni, uno de los monasterios más antiguos de la península. Quedaría Argos y el castillo de Larisa; las montañas del centro del Peloponeso, la zona conocida como Arcadia Central, y el puerto de Ierakas. Y Gitión, pueblo pesquero con una bella fachada marítima de casas del siglo XIX pintadas de color pastel.
Pero yo elijo para terminar un lugar que solo los mitómanos de la literatura viajera entenderán. La casa donde vivió Patrick Leigh Fermor, uno de los mejores escritores de viajes contemporáneos. Leigh Fermor era inglés, pero estaba enamorado de Grecia y sus últimos años de vida los pasó en una hacienda entre olivos en la península del Mani, el extremo más remoto y salvaje del Peloponeso. Murió en 2011 y su casa, gestionada ahora por una fundación, se puede visitar con reserva previa. Además, en una capilla bizantina cercana a la casa de Patrick se esparcieron en 1989 las cenizas de su amigo y también escritor viajero, Bruce Chatwin. No creo que hubiera mejor lugar para poner punto y final a esta ruta invernal llena de sentimiento por la costa griega.
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