Monemvasía, el encanto de la mediterraneidad en el Peloponeso
Esta ciudad griega amurallada, unida a tierra firme por un puente de 200 metros, huele a olivos, a dátiles, a romero y a mar. Los vehículos a motor están prohibidos y uno de los mayores placeres aquí es sentarse en la terraza de algún café o restaurante a la hora adecuada mirando al Egeo
Me resultaría difícil elegir el pueblo más bonito de Grecia. Tampoco los conozco todos. Pero entre la lista de ganadores estaría, sin duda, uno que acabo de descubrir en mi reciente viaje por el Peloponeso: Monemvasía. Del pueblo de la “única entrada” (traducción literal del nombre) te enamora todo, empezando por su ubicación. Monemvasía es un peñón rocoso de 1,8 kilómetros de largo por 160 metros de alto que estuvo unido a tierra hasta el año 375 antes de Cristo, cuando un terremoto lo separó y convirtió en isla, pero a tiro de piedra del continente. Es como si de repente el peñón de Ifach se distanciara de la costa alicantina.
Una atalaya natural casi perfecta que fue codiciada desde siempre por todas las culturas que han pasado por este rincón del Mare Nostrum. Hacia el siglo V, las tribus helenas la usaron para refugiarse de las invasiones eslavas. Después, los bizantinos para parapetarse ante la llegada de los cruzados franceses, que necesitaron un asedio de tres años para rendir la ciudad. Luego, estuvieron los venecianos y tras ellos, los turcos, hasta que pasó a ser parte de la Grecia independiente.
Monemvasía está unida ahora a tierra firme por un puente de 200 metros por el que entran las nuevas invasiones: la de los turistas. Al otro lado del vado hay un hotel sobre un antiguo lazareto y una gran explanada donde dejar el coche. Si en el medievo era difícil asaltar la plaza por lo enriscado del emplazamiento, en el siglo XXI la tarea imposible es llegar hasta ella sobre cuatro ruedas. Los vehículos a motor están prohibidos en el interior de la ciudad amurallada y las escasas plazas para aparcar en el arcén de la carretera están codiciadísimas, sobre todo en verano. Así que mi consejo es que dejes el vehículo en esa explanada y sigas a pie el poco más de un kilómetro que la separan de la puerta oeste de las murallas de Monemvasía. Tras ellas aguarda una delicia medieval de las que ya quedan pocas en el Egeo.
Este lugar huele a olivos, a dátiles, a romero. A espliego, hinojo y a mar. Porque existen olores y sabores que unifican paisajes y marcan territorios de fronteras sensoriales, no políticas. Monemvasía pertenece a la mediterraneidad, ese pasaporte imaginario que da cobijo a una ciudadanía de tonos azulados, pueblos enjalbegados y aromas a salitre, cilantro y aceite de oliva. Por más que el hombre se empecine en trazar límites terrenales, los sentidos se encargan de diluirlos en otros más lógicos, donde el color de la tierra es más importante que un armisticio y la luz del atardecer hermana más a sus habitantes que todas las batallas de la historia. Eso los sabemos y lo compartimos todos los que hemos nacido cerca del Mediterráneo. Monemvasía tiene sus peculiaridades de vieja ciudad bizantina construida en el costado de un peñón rocoso, pero comparte con muchas localidades de la ribera del Mare Nostrum —desde Dubrovnik a Cartagena, desde Orán a Génova— ese estado inmaterial —y, por tanto, casi perfecto— en el que conviven lenguas y religiones dispares bajo la misma bandera: la anaranjada de azafrán, marrón oscuro de ciruelas pasas y verde claro de alcaravea. Y el mismo himno, el que compone el aire perfumado del crepúsculo, cuando tras una tarde veraniega de plomo y fuego juguetea con el ramaje de las palmeras para refrescar el ambiente.
Como buena ciudad bizantina, se construyó en tres estratos. Arriba, aprovechando la fortificación natural que ofrece el peñón calcáreo, estaba el kastro, la fortificación militar, que incluía viviendas, almacenes, polvorín y una iglesia dedicada a Hagia Sofía. A los pies del acantilado, y encajada también entre murallas, quedaba la ciudad alta (donde convivían dignatarios, nobles y administración pública) y luego estaba la ciudad baja, destinada a comerciantes, artesanos, marineros y pescadores (el pueblo llano, vamos).
Al recinto amurallado se accede por la puerta oeste, acodada en L para su mejor defensa. Comunica con la calle principal, llena de tiendas de souvenirs, comercios variopintos, cafeterías y casas de comida. Es curioso, porque esta calle, que separa la ciudad baja de la alta, lleva cumpliendo ese mismo cometido comercial desde hace más de mil años, ya fueran sus habitantes bizantinos, francos, venecianos, turcos o griegos. Pasarás por ella una y otra vez mientas estés en Monemvasía porque es también de los pocas vías de perfil llano. La interrumpe a mitad de recorrido la plaza de la Mezquita, el espacio abierto que esponja el denso entramado medieval, con un lateral asomado al mar y una cisterna, una iglesia, un pozo y un viejo cañón en su centro. La planimetría del casco urbano es un dédalo de callejuelas estrechas y empinadas, escaleras, bóvedas y pasadizos que a quienes hayan visitado antes las ruinas de la ciudad de Mistrá —otra de las paradas clásicas en todo recorrido por el Peloponeso— no le resultará difícil imaginar cómo fue aquella ciudad, también bizantina, de la que hoy solo quedan escombros. Repartidos por la exigua superficie intramuros hay docenas de iglesias bizantinas y restos de baños turcos, cisternas, mausoleos y residencias de obispos y gobernadores.
El mayor encanto aquí es sentarse en la terraza de algún café o restaurante a la hora adecuada mirando al Egeo y dejarse embriagar sin prisa por los aromas y el espíritu de esa mediterraneidad de la que hablaba antes. Puedes dar también un paseo hasta el faro saliendo por la puerta este de la muralla. Y quienes estén en buena forma, pueden subir una escalinata que lleva al kastro y a la ciudadela, desde donde hay tremendas vistas de la costa laconia y se entiende a la perfección por qué los cruzados francos tardaron tres años en tomar la ciudad.
Ahora bien, tampoco carguemos la mochila de epítetos elogiosos. Como está pasando en tantas localidades turísticas del Mediterráneo (Deià, en Mallorca, es un ejemplo cercano) la gentrificación lo está cambiando todo. La transformación de viviendas en hoteles boutique de precios elevados y la compra de casas por extranjeros o griegos capitalinos como segundas residencias terminará por expulsar a la población local. Monemvasía todavía no es un parque temático. De hecho, en la ciudad alta aún quedan muchas casas en ruinas y solares vacíos. Ignoro su precio y si están al alcance de un local que no viva por y para el turismo. Pero sospecho que es una guerra perdida. El turismo, que tiene mucho de bueno, también puede ser Atila para las culturas locales. Y la de la bizantina, veneciana, turca y griega Monemvasía terminará, por desgracia, sucumbiendo a la pisada de su caballo.
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