Pasión por el templo de Sunio, el lugar en el que Lord Byron grabó su nombre
En este emplazamiento privilegiado, donde se alza un monumento dedicado a Poseidón, el viajero asiste a una sobredosis de historia y mito y a uno de los atardeceres más fotografiados de Grecia
El cabo Sunio penetra en el mar Egeo, en el litoral de Grecia, y se alza 60 metros sobre este. Está a 65 kilómetros de Atenas, lo que implica un recorrido moroso y serpenteante por la costa de una hora y media en autobús. Es un sitio solicitado por los visitantes desde antiguo, porque su majestuosa altura está presidida por un templo dedicado a Poseidón. Ya Homero, en la Odisea, se refirió a este lugar como “sagrado”. La primera construcción en este emplazamiento privilegiado data de principios del siglo V antes de Cristo, pero los persas arrasaron el lugar antes de poder completarla. Sobre sus ruinas se erigió el templo actual, de estilo dórico, con un diseño períptero (rodeado por un peristilo exterior de 13 columnas en sus lados largos y seis en los cortos) y anfipróstilo (con dos pórticos en ambos extremos). Hoy solo quedan 16 de sus 38 columnas originales, pero estas aún conservan su característica blancura, ya que el mármol del que están hechas no contiene hierro. El Partenón de Atenas, por ejemplo, está fabricado con mármol pentélico, lo que provoca sus reflejos amarillentos y dorados.
Justamente la relación entre el Partenón y el templo de Sunio resulta muy remarcable. Es bien sabido que el emblema arquitectónico de Atenas está dedicado a la diosa Atenea, y fue erigido en época de Pericles (499-429 a.C.). Según el mito, Poseidón y Atenea se disputaron el dominio del Ática. Atenea ganó la batalla y por eso la capital de Grecia lleva su nombre, pero los griegos desagraviaron a Poseidón dedicándole el promontorio de Sunio.
Lo más curioso, sin embargo, es que el Partenón, el templo de Sunio y el dedicado a la diosa Afaya (o Afea) en la isla de Egina forman un así llamado “triángulo sagrado”, porque sus respectivos emplazamientos dibujan entre sí un equilátero perfecto. También el actual templo de Afaya se erigió en el siglo V antes de nuestra era, y aún hoy luce un aspecto singularmente robusto, aunque sus célebres frontones se conservan en la Gliptoteca de Múnich. La isla de Egina se comunica en poco más de una hora en ferri de la costa continental. Entre Egea y el continente encontramos la isla de Salamina, que resuena poderosamente en nuestra memoria por haber dado nombre a la célebre batalla naval donde los griegos derrotaron y detuvieron la amenaza persa, en el 480 a.C.. El fracaso de los persas fue el inicio de la edad dorada de los griegos.
Todo está relacionado, pues: el viajero, que circula por estas tierras y estas aguas maravillado, asiste a una sobredosis de historia y mito. En pocos kilómetros, en pocas millas, siglos de historia y de leyenda lo contemplan. Los dioses y los hombres le saludan y se apiadan de su insignificancia.
Hoy Sunio y su templo son un lugar de densa penetración turística. Se organizan excursiones bien cronometradas para poder asistir (a partir de las ocho de la tarde en verano) a las esplendorosas puestas de sol que se contemplan desde el promontorio. El astro rey, en efecto, se desploma sobre la bahía como la inofensiva yema de un huevo cósmico, mientras los visitantes, desparramados en la ladera del cabo, inmortalizan el ocaso con toda clase de artilugios tecnológicos. Esta ceremonia ya tuvo que ser popular también en la antigüedad. Hay una tradición literaria importante que exalta Sunio y algo más: Lord Byron, por ejemplo, no solo le dedicó poemas, sino que dejó grabado su nombre en la base de una de las columnas del templo. Los versos de Byron son interesantes (“Colocadme en la pendiente marmórea de Sunio…”), pero el auténtico monumento lírico universal dedicado a estas columnas salinas es un famoso poema en catalán de Carles Riba, incluido en el volumen Elegies de Bierville (1942).
Carles Riba (1893-1959) es una institución de la literatura catalana contemporánea. Fue poeta y profesor de Griego: su traducción de la Odisea al catalán es considerada la mejor a cualquier lengua. Como poeta, fue fiel al noucentisme pero también autor de una obra personal e intransferible. En 1938 tuvo que abandonar Cataluña por la inminente ocupación de las tropas de Franco. Se instaló cerca de París, en una población llamada Bierville. Allí creó un conjunto de poemas inmortales, entre los cuales el que dedica a Sunio (Súnion, en catalán). “Súnion! T’evocaré de lluny amb un crit d’alegria / tu i el teu sol lleial, rei de la mar i del vent” (“Sunio, te evocaré de lejos con un grito de alegría / tú y tu sol leal, rey del mar y del viento”. Recuerdo perfectamente la primera vez que leí el principio de esta composición: fue hace 35 años, pero mi espíritu todavía baila a su son. Son versos inolvidables, informados por una música extrañamente perfecta. Riba imitó aquí el ritmo cuantitativo de la elegía antigua. Exiliado en una Francia a su vez ocupada, lejos de su país, Riba lleva a cabo una nueva mitificación del templo de Sunio, que servía de guía a los marineros en el pasado y ahora se erigía en símbolo de una idea de Europa y de la libertad. El templo, mutilado y exangüe, todavía puede insuflar ánimos, “ric del que ha donat i en sa ruïna tan pur” (“Rico de lo que ha dado, y en su ruina tan puro”).
Las Elegies de Bierville estuvieron a punto de naufragar en las procelosas aguas de la posguerra. Tuvieron que ser publicadas clandestinamente en Barcelona en 1943 simulando un pie de imprenta de Buenos Aires. Solo en 1951, ocho años antes de la muerte del poeta, se pudieron divulgar sin censura, a pleno sol, en su lengua original. Y de ahí, a la gloria.
Tantos años después, los turistas que fotografían el ocaso desde las laderas de Sunio como si fuera el fin del mundo no saben nada, quizá, de todas las pasiones que este templo, “feliz de sal exaltada”, ha sabido congregar. Pero así es y así debe constar.
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