Abydos, en la ciudad del dios Osiris entre el Nilo y el desierto
En ese pequeño y silencioso pueblo de Egipto, mucho menos turístico que Luxor, espera una de las joyas del país: el Gran Templo de Seti I. Tampoco defraudan el templo de Ramsés II, el Osirión y una gigantesca necrópolis a la intemperie
Una sucinta franja de cañaverales, huertos y palmeras separa el río Nilo de Abydos, hoy un pequeño y silencioso pueblo del Alto Egipto. Pero por milenios, Abydos fue meta de masivas peregrinaciones de los devotos de Osiris, el dios de la resurrección. Se creía que el propio Osiris había sido enterrado aquí, y especialmente su cabeza.
La actual Abydos, a una decena de kilómetros de la pequeña villa agrícola de Al Balyana, es accesible en poco más de dos horas por carretera desde Luxor. A diferencia del tráfago turístico que se agolpa en los templos y tumbas de Luxor, en Abydos más que coches circulan burros cargados de forraje por sus calles de arena. En su casco urbano no faltan pequeñas mezquitas, pintadas de azul, y cafés muy básicos bajo toldos salvadores. Aunque hay un epicentro claro en el pueblo: su complejo de templos, como una gran isla blanca de piedra caliza ante la inminencia del desierto Occidental, o libio. En días de simún amanece y apenas se ve sino una veladura de polvo blanquecino. Al atardecer, en cambio, no suele fallar el sol ni la escena que ya maravillaba a los antiguos egipcios: colores rojos y dorados que se derraman sobre un horizonte de arenales. Antaño eso recordaba la inmolación de Osiris, descuartizado y sepultado para luego resurgir de la ultratumba y reanimar una de las principales creencias del país. Por al menos cinco milenios, Abydos fue como la Benarés de los hindúes, la ciudad adonde se quería ir a morir y tal vez renacer.
Este carácter de ciudad santa ya lo debió tener Abydos en periodos predinásticos, desde luego desde las dinastías I y II (circa 3050-2700 a.C.), y luego hasta los primeros siglos de nuestra era. Se eligió como lugar preferente de peregrinaje y sepultura. También llegó a ser capital de la provincia o Nomo VIII del Antiguo Egipto; nada acaso comprado con el culto a Osiris. El desierto adyacente se convirtió en una gigantesca necrópolis, vigilada acaso por los vientos. Nadie como el faraón Seti I, de la dinastía XIX, aunque autoproclamado dios, se volcó tanto en enaltecer Abydos como la ciudad de Osiris. Para ello reconstruyó el primigenio templo de Osiris hasta convertirlo en lo que aún es, una de las joyas de Egipto.
Se llama el Gran Templo de Seti I y por fuera ofrece una portada de grandes columnas blancas, como si fuera un inusitado y geométrico Partenón. El interior tiene la forma de una L llena de santuarios y secretos. Se entra a la par de los vencejos que vuelan hasta sus nidos en los techos. En la primera sala hipóstila las columnas empiezan a hablar con sus relieves, y a sugerir que el viajero necesita tiempo y energía para disfrutar de todas las historias grabadas en piedra. Enseguida se ve a Ramsés II, el hijo de Seti I, que heredó de su padre la pasión por el lugar (aparte de Abu Simbel y Luxor). Ramsés II ya en el primer año de su reinado visitó Abydos y protegió el templo. En unos relieves dicho faraón aparece ofreciendo la Pluma de la Verdad a Osiris, como si el monarca fuese a competir con la diosa Maat, la que se tocaba con una pluma de avestruz y garantizaba el orden cósmico.
En el muro occidental de la segunda sala hipóstila se contemplan relieves de Seti I ofreciendo incienso y libaciones a Osiris, y reverenciando a los otros dos dioses de su tríada: Isis, la mujer de Osiris, y Horus, el divino halcón, hijo de ambos. Ni rastro de Seth, el hermano de Osiris, y su matador.
Hoy el templo de Seti I, rehecho a mayor gloria de Osiris, es un triunfo de la penumbra más luminosa. Los ojos vuelan hasta las siete capillas o santuarios largos y estrechos, donde las paredes cuentan las alabanzas a Ra Horakhty, Ptah, Amon Ra, Osiris, Isis, Horus, y cómo no, al propio Seti I divinizado.
En el muro meridional del angosto santuario interior de Osiris se ven sus símbolos y el de la ciudad de Abydos, no otro que el de la cabeza cortada del dios y su peluca colgando de un palo. Y el Dd que, según el egiptólogo Max Miller, fue símbolo de la resurrección de Osiris. Y de la estabilidad. Acaso una columna con rayas como costillas o un hueso de su espalda. Algo que se cree que fue enterrado en Dd, o Dyed, una ciudad egipcia gobernada por el tirano rey Busris. Ahora ese símbolo del Dd se vende en varios materiales como amuleto. Osiris siempre atrajo los simbolismos. Hasta se representaba con una garza sobre la que pendían dos plumas de avestruz, aparte de su cayado y su mayal.
Al oeste de las siete capillas se abre la breve Galería de los Reyes. Su pared derecha muestra la lista con los cartuchos, o blasones jeroglíficos, de los faraones desde Menes o Mena, fundador de la Dinastía I hasta Seti I. Son en total 76 cartuchos. Una pieza cronológica de suma importancia, haciendo patente la ausencia de la reina Hatshepsut y del faraón hereje Akhenatón. Tampoco figuran ahí Semenkh-ka Ra, Tutankamón, y Ay, borrados de la memoria.
Ya en este punto se abre paso la luz que viene del exterior. Apenas sales te topas con el Osirión, el templo erigido por Seti I para adorar al dios tutelar de Abydos, y señor de la ultratumba. Un cartel avisa de que el Osirión está cerrado al público. Las excepciones son costosas, cifradas a veces en mil dólares por una visita incluso de grupo, y previa autorización del Ministerio de Antigüedades del país. Sin embargo, el Osirión, sus ruinas, descubiertas por M. A. Murray en 1903, están en una hondonada de unos nueve metros de profundidad y se pueden contemplar libremente desde arriba. Hay dos tramos de escaleras que conducen al núcleo del templo, construido con algunas de las mayores columnas de granito. Y se aprecian a lo lejos algunos canales que convertían el sancta sanctorum de Osiris en una especie de isleta con el agua que salía de un pozo. Otra cosa es poder bajar a ver los relieves gabados que se inspiran en El Libro de las puertas y en El libro de los muertos. Y con todo, dispersos visitantes con entrada parecen convencidos de que meditar entre esas ruinas acarrea beneficios.
Siguiendo por una senda de grava, abierta ya en el desierto, a medio kilómetro desde el Osirión, se llega al templo de Ramsés II. Está casi codo con codo con el muro que lo separa de las casas donde vive el vecindario de Abydos. Un portal fastuoso de granito rosado de Asuán da prestancia al conjunto muy al estilo imponente de Ramsés II. Tampoco faltan efigies suyas en las que el faraón aparece como si fuera el propio Osiris.
Por las vastas necrópolis
Otra tarde atravesamos el pueblo en taxi para ir hacia el noroeste de los templos a la impresionante necrópolis del Reino Antiguo y luego del Reino Nuevo. Ya estamos en medio del desierto, en el paraje llamado Kom El Sultan, donde las construcciones de adobe se han hecho polvo con la calma que dan los milenios. Aún no se sabe si ahí fue donde estuvo el templo original de Osiris y en épocas por lo menos predinásticas.
Se extiende una gran hoya donde el paisaje que se divisa son miles de tumbas devoradas por la intemperie. Y es como si siempre faltara tiempo para excavar esa inmensa superficie agujereada y llena acaso de misterios. Fácilmente puede haber aquí más chacales que visitantes. A veces, se ven tumbas aisladas, como de cierto rango pese a estar hechas con adobes.
Yendo luego en dirección al noreste parece increíble encontrar en pie una muralla de al menos 70 metros de largo, y más de 10 metros de altura, como una arrogante fortaleza en medio de la nada. Es Shunet El Zebib (el mercado de las uvas pasas), curioso nombre para un alcázar de su porte. Otra cosa es que en su interior no se alojara un gran templo funerario. Es, quizás, el mejor sitio de Abydos para viajar en segundos eras atrás.
Y ahí no acaban los fascinantes alrededores de Abydos. A unos tres kilómetros y medio del templo de Seti I se alzan los rojizos montículos de Umm El Qa’ab (la madre de los cacharros de barro). El viajero, pertrechado de un buen guía y permiso, encuentra este sitio de toda solemnidad. Se le considera la primera necrópolis de los reyes egipcios. Fue el caso de los monarcas de las dinastías I y II, los llamados reyes tinitas. La mayor duda, de nuevo, es si aquí mismo no fue enterrado el dios Osiris en carne mortal. Lo cierto es que en la vasta necrópolis hay tumbas de más de 5.000 años, como es el caso de la del primer rey Menes. Otras sepulturas aguardan noticias arqueológicas mientras se llenan de polvo y cascotes. Fuera de retóricas a caballo entre los siglos XIX y XX, el arqueólogo escocés sir Flinders Petrie hizo célebres sus hallazgos funerarios de las primeras dinastías egipcias.
El recuerdo de Dorothy Louise Eady
Pero el trabajo restante es incalculable y Abydos siempre sorprende. Dorothy Louise Eady, egiptóloga británica, nacida en 1904 y fallecida en 1981, vivió en Abydos, trabajando y soñando, sus últimos 35 cinco años de vida. A los 3 años, Dorothy sufrió en su casa una tremenda caída. El médico certificó su muerte, pero Dorothy se recuperó. A partir de entonces desarrolló una especie de obsesión por el antiguo mundo egipcio. Llegó a creerse que había sido una sacerdotisa de Osiris y amante del faraón Seti I. Ya adolescente impresionó al entonces director del Museo Británico, E. A. Wallis Budge. Quien incluso le inició en el estudio de los jeroglíficos. Así, cuando Dorothy llegó a Egipto, y en especial a Abydos, ella dijo sentir que estaba de nuevo en casa. Semejante fijación no le impidió un riguroso trabajo en el templo de Seti I, donde interpretó miles de jeroglíficos. Y donde se ganó el nombre con el que finalmente fue conocida: Omm Seti, la madre de Seti. Aunque eso fue por un hijo que tuvo de su marido egipcio.
Me recuerda esta historia el señor Mohamed El Khade. Siendo él un muchacho trabajó como ayudante de Dorothy en Abydos. Ella puso a Mohamed, cuando este tenía 17 años, el apodo de Horus, como si fuera su joven protector. Hace una decena de años Horus construyó como si fuera un nuevo templo The House of Life (La Casa de la Vida), el único hotel de cinco estrellas de Abydos.
Pero Horus no solo atiende su empresa. Protege y difunde el legado de Omn Seti. Una noche, tomando un karkadé (té de hibisco), me cuenta que solo él sabe dónde está enterrada ahora Omm Seti. No en vano, él mismo, con la ayuda de su amigo Ali y un asno, se encargó de trasladar sus restos. Inicialmente fue enterrada en las afueras del cementerio copto de Abydos, pero esa no era su voluntad. Horus la llevó, por fin, al lugar en el que ella le había revelado que quería descansar para siempre. Y donde quizá liberar su ka o fuerza vital. El entierro fue en una hendidura, o gap, entre dos montes del desierto, donde el sol parece marcar una puerta, quién sabe si estelar. “Sí, yo la llevé allí y allí está. Nadie sabe el sitio exacto. Ni hay nombre alguno”, confiesa Horus con su ademán enérgico y su perfil aguileño.
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