El Rajastán del escritor Ronaldo Menéndez
El autor cubano sirve de guía por una de las regiones de la India que más le impactó y que recoge en uno de sus cuentos de 'La nieta de Pushkin'
Los sonidos, los colores, los olores, los sabores y las imágenes del mundo parecen arremolinarse en la India. Allí la vida se abre como el gran escenario desde el cual se otea todo, o casi todo. Fue el último destino del periplo del escritor Ronaldo Menéndez tras 12 meses por Cuba, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Chile, Argentina, Brasil, Vietnam, Indonesia, otra vez Vietnam, Laos, Camboya, Tailandia, Malasia y, por fin, la India. Esta última parada empieza un día a las seis de la mañana cuando en Nueva Delhi, desde la ventana de la casa de una amiga, ve cómo descienden del taxi sus amigas Tere y Erika. “Íbamos a cruzar la región del Rajastán, y no dejaba de preguntarme y de preguntarle a Natalia: ¿Habrá algún otro cubano que haya viajado tanto?”, recuerda. Pues cuando tenía 25 años, allá por 1995, Menéndez “malvivía obsesionado con la idea de no poder jamás salir de Cuba”.
Un mal sueño que ha conjurado con viajes y más viajes que evoca en su libro de cuentos La nieta de Pushkin (Páginas de Espuma). Ahora una de esas realidades que convirtió en literatura de autoficción y más géneros literarios, en el cuento Rajastán express, le trae de nuevo al mundo real para servir de guía por aquella última parada de ese periplo.
La primera vez pasó por Delhi “solo como escala para seguir por tierra a otros destinos”. Su impresión de la India fue “casi apocalíptica”. “Calcuta, calles intrincadas y la búsqueda de un hostal de mochileros, racimos de cuervos en el tendido eléctrico, gente en harapos, un tráfico del demonio, y empezó a caer la lluvia monzónica. De pronto, todo se fue mezclando y fluyendo en cauces negros”. Pero esa impresión empezó a cambiar cuando viajó en tren. Allí, dice Menéndez, “el tren no es solo un medio de transporte, es un lugar cultural, un espacio donde uno llega a conocer con cierta profundidad cómo es todo el país”.
De la orilla del caos surgió otra belleza gracias a las vivencias a través de la gente y su cultura. Tras ese contacto en el tren llegaron los paisajes, la naturaleza, las imágenes que perduran en su memoria como las dunas del desierto del Rajastán: “Si uno deja que la mirada se adapte, muy a lo lejos, el viento provoca un temblor sobre la arena e infinidad de arbustos raquíticos, que antes no se veían, aparecen como centinelas que vigilan la paz del atardecer”.
Fueron muchos más paisajes, pero este lo acompaña desde entonces junto a otro donde se funden vida y literatura, y que para él resulta casi insoslayable: Bundi, donde Rudyard Kipling escribió Kim (1901). El lugar llega nítido a su recuerdo: “Al pie de la casa donde vivía y trabajaba se extiende Sukh Mahal: un extenso lago, quieto y verde, que lame los muros, y que está poblado de gigantescos nenúfares, y el agua se mezcla con plantas, destellos de sol, cabezas de peces mansos que se asoman. Uno se detiene, mira y piensa: esto es lo mismo que hace cien o doscientos años. Y es cierto”.
Para comer, siempre picante
Tras los sonidos y las imágenes llegan los sabores y los olores. En su cuento se lee cómo el escritor cubano va a la caza de bares y restaurantes donde los lugareños comen para poder sentirse, en verdad, en la India. Fueron tantos que nombrar algunos lo obligaría a un trabajo de reconstrucción que ahora no le es posible. A cambio, ofrece un par de consejos vitales sobre cómo comer bien y protegerse: “No eludir el picante, en la medida de lo posible, ya que protege de gérmenes y bacterias. Los puestos callejeros son de obligada experiencia, mucho más seguros que ciertos restaurantes ya que se ve la elaboración del producto y tienen mucha rotación. El agua donde lavas una fruta puede ser más dañina que comer directamente la fruta sin lavar. No uses hielo para enfriar bebidas”.
Con esta receta en el equipaje ya se puede emprender una pequeña ruta por la India. Su recomendación la tiene clara. Es alrededor del Estado de Rajastán, el más extenso y situado en el noroccidente del país, que incluye las siguientes ciudades con sus fogonazos de recuerdos: “Bundi, donde hay un enorme palacio abandonado tomado por los monos, y hay que recorrerlo blandiendo un palo para defenderte. Udaipur, que posee un impresionante lago en cuyo centro se alza un antiguo palacio blanco [hoy convertido en el hotel Taj Lake Palace]. Jaisalmer, con una enorme ciudadela amurallada. Pushkar, ciudad sagrada, con ghats, o puertas, alrededor de un lago, y donde se mezcla todo el mundo bajo el sol de las ceremonias hindúes. Y una visita a Agra, ya en el Estado de Uttar Pradesh, con su obligada parada en el Taj Mahal”.
Así es su India, con su vorágine de vida y belleza en construcción y eterna metamorfosis.
Los encantos de Jaipur
Capital de Rajastán y patrimonio mundial desde 2019, Jaipur es conocida como la ciudad rosa por el tono de sus edificios. Empezó a construirse en 1727, por Sawai Jai Singh II, sobre una llanura confinada en dos kilómetros cuadrados dentro de una muralla con nueve puertas. Su planificación urbanística en cuadrículas responde a la arquitectura védica con calles cercadas por edificios sostenidos por columnatas donde bulle el comercio y se abre a varias plazas. Ese fue uno de los objetivos de su creación: el comercio en la zona.
Posee construcciones icónicas como el Palacio de la Ciudad, el Hawa Mahal o Palacio de los vientos, el observatorio Jantar Mantar, el Museo Albert Hall y una serie de bazares de diferentes momentos históricos. “La ciudad muestra una amalgama y un importante intercambio de ideas en el período medieval tardío. En la planificación urbana, un intercambio de antiguas ideas hindúes, mogoles y del occidente contemporáneo que dieron como resultado su forma”, la describe la Oficina de la Unesco en Nueva Delhi. Y a su alrededor, colinas con varios fuertes vigilan la ciudad
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