Un día alucinante en Calcuta
Visita muy auténtica al templo de la diosa Kali, en el barrio de Kalighat
El templo de Kalighat, situado en el sur de Calcuta (estación de metro Kalighat), a orillas del río Hugli, es una píldora concentrada de pasión, experiencias y emociones; un mundo onírico de flores, cabras y de diosas iracundas. Adentrarse en él es aprender. Posiblemente, aprender a amar. Y no es fácil amar India en el primer viaje.
Al salir del metro, no tenemos ni que buscar la dirección. La gente nos aborda para indicarnos por dónde hay que girar, una serie de intrincadas y retorcidas callejuelas con puestos de ropa, cachivaches y comida. El trecho por esas calles estrechas hasta el templo es un fragmento reconcentrado de Calcuta. No en vano, se dice que el nombre de la ciudad es una derivación de Kalighat. Aquí está el olor a jengibre o canela mezclado con el de la suciedad u orina; la oscura e impenetrable mirada de algunos hombres o mujeres que, sentados de cuclillas, te observan en silencio; los árboles de retorcidos troncos y hojas tan grandes que podrían cobijar a familias enteras, los ladridos de los perros y los balidos de las cabras, la música por todas partes, los puestos de brillantes baratijas, el chop chop de los ajos al ser troceados al pie de una casa, la risa de los niños, la belleza de los coloridos saris, el picor de garganta por la alta contaminación, el ruido de los cláxones de los coches (como si el Real Madrid o cualquier otro equipo celebrara una eterna victoria).
Justo cuando por fin divisamos las coloridas cúpulas de este templo de dos pisos construido en 1809 sobre los restos de otro del siglo XVI, es bueno poner en práctica un truco que alguien nos ha recomendado hacer antes de entrar: esconder el dinero que se lleve encima —en el bolsillo del pantalón, en el sujetador, debajo del sombrero— y dejar solo una cantidad razonable en el monedero como ofrenda (por ejemplo, 500 rupias, unos 6 euros). Luego veremos por qué. A punto de llegar, un espontáneo guía turístico nos sale al paso y nos ofrece sus servicios: es un hombre de piel oscura, ojos enormes y negros pintados con kohl, vestido de amarillo chillón y ataviado con preciosos anillos por los que me dan ganas de ofercerle rupias. No es que parezca de fiar, pero, como de momento no pide dinero, nos dejamos llevar. Nada más entrar hay un enjambre de hombres, mujeres y niños, decenas de miles de peregrinos venidos desde todo el país que acuden a venerar a la diosa o a ofrecerle sacrificios.
Por una suerte de ley tácitamente aceptada, los occidentales no nos ponemos en esa cola ni esperamos como ellos, sino que somos hábilmente conducidos por otro cauce más rápido. Nuestro guía nos da entonces dos instrucciones fundamentales: no se pueden hacer fotos en ninguno de los cuatro templos interiores y hay que quitarse los zapatos. Vale, no haremos fotos. Pero inmediatamente nos quedamos mirando el suelo: ¿quedarse descalzo en ese caldo de agua sucia, mugre y flores podridas? Menos mal que llevamos calcetines.
51 trocitos
La diosa Kali, explica el guía, es la diosa de la muerte y la destrucción, pero también de la regeneración y la liberación. Se trata de una diosa terrible y sanguinaria, pero también de la mujer madre que da la nueva vida a costa de su sacrificio. Según la mitología hindú, nació de la frente de la diosa Durga, la asesina de demonios, durante una lucha entre dioses y fuerzas infernales. Como consorte de Shiva, aparece a partir de entonces ligada a este dios, el único capaz de aplacar su ira y fiereza. Y cuenta la leyenda que Kali acabaría siendo despedazada por Vishu, y su cuerpo cortado en 51 trocitos. En cada uno de los lugares de la tierra en los que cayeron hay construido un templo en su nombre. Este de Calcuta es el que se edificó sobre el sitio en que cayó un dedo del pie derecho de la diosa.
Pero antes de verla pasamos por el rústico altar de piedra (Harkath Tala) donde se hacen los sacrificios, con un espacio más grande para los búfalos y otro más pequeño para las cabras y las ovejas. Tenemos suerte, nos dice nuestro guía, hay una familia que trae una cabra. ¿Suerte?
“En los viajes, como en el juego, se conoce a las personas”, nos dice Rosa Montero. “Por su actitud ante lo imprevisto, la incomodidad, el riesgo; por su curiosidad o su abulia ante las cosas, podemos leer en el carácter de nuestro compañero de viaje más íntimas verdades que en varios años de relación sedentaria, tranquila y amistosa”. La cabra es negra como un demonio. Y sin embargo, dos del grupo decidimos mirar. ¿Curiosidad? ¿Morbo? Ni idea. El caso es que es una escena brutal, digna del mejor Buñuel. Al final del sacrificio (“un solo tajo de hoz”, nos confirma orgulloso nuestro hombre), la mujer que ha traído la cabra se unce la frente con su sangre. ¿Qué se hace con el animal muerto?, pregunta alguien del grupo. Nuestro guía explica que se lo llevan para alimentar a los pobres.
Menos mal que ya pasamos a ver a la diosa. Nos ponen unas flores en las manos y somos conducidos entre la marabunta, escalera arriba a otro altar interior. Tras múltiples empujones y aplastamientos, llegamos hasta la intimidante imagen. Kali tiene tres ojos que indican su poder absoluto sobre el pasado-presente-futuro, el cabello negro, enmarañado y suelto. Tiene cuatro brazos: en una mano lleva la espada destructora de las dudas y las dualidades; en otra, la cabeza del demonio representa la ruptura con el ego y con las fuerzas restrictivas del destino; con otra esboza un gesto místico para proteger a sus devotos y disipar todos sus temores, y con la última realiza un gesto de concesión de deseos.
Aguas sagradas
El ritual consiste en arrojar las flores a la diosa envuelta en ricos mantos y guirnaldas mientras que pides por los tuyos, pero hay tanta gente a tu alrededor que te limitas a que no te pisen, a que no te metan mano, a que no te aplasten. Salir del cubículo es un alivio. Una vez fuera, somos conducidos a un espacio abierto con un tanque (Kundupukur) de aguas todo menos prístinas aunque sagradas como las del Ganges, que sirven para bendecir a los niños. Allí nuestro guía prosigue con sus instrucciones. Uno por uno —probablemente para asegurarse que cada uno deja un buen fajo de rupias como ofrenda— vamos pasando delante de una nueva imagen. Frente a la diosa, hay que repetir el nombre de tu marido e hijos y pedir por ellos. Si no hay ni marido ni hijos, el de los padres. Aquí es cuando el guía pide dinero. Nada de lo que puedas dejar le satisface (“el anterior visitante dejó 2.000 rupias”, me dice señalando un billete que asoma por entre uno de los brazos de la diosa), y aquí es donde abres el monedero y dices que no tienes nada más.
Salir es volver a respirar, y aunque el ruido del tráfico, la contaminación y el calor siguen siendo atosigantes, por contraste uno se siente como si flotara. Nada mejor después de la experiencia que visitar el Indian Coffee House (15, Bankim Chatterjee Street), uno de los cafés emblemáticos y lugar de encuentro cultural de Calcuta. Situado en el barrio más académico, es el sitio escogido por los estudiantes de las Facultades cercanas (Presidency College, Vidyasagar College…), pero también de los poetas, cineastas y otros intelectuales. Durante la lucha por la independencia, muchas de las reuniones del movimiento Swadeshi se mantuvieron allí.
Es un local amplio y algo destartalado, con retratos de reconocidas personalidades indias como Rabindranath Tagore por las paredes y ventiladores que cuelgan del techo. El interior fue renovado en 2009 y aunque las sillas de madera han sido reemplazadas por otras de plástico, todavía se conservan las mesitas de mármol. Tiene carteles que prohíben fumar, pero justo debajo de uno de ellos hay alguien fumando. Los camareros, vestidos de blanco, se desplazan ágiles entre las mesas portando bandejas con una gran variedad de cafés y de snacks, sándwiches o ensaladas a precios realmente bajos. El edificio que lo alberga tiene en la parte superior numerosas librerías. Aquí nos sentamos para digerir lo vivido.
Comida picante y telas de colores
'Indian nod'. El peculiar cabeceo indio es un gesto que a los turistas que visitan India por primera vez les resulta chocante y confuso, pero también contagioso. A primera vista parece un "sí, pero no". Resulta todavía más intrigante el hecho de que no vaya acompañado de palabras y sí, a veces, de un sutil arqueo de cejas. Pero ¿qué significa realmente? Es el equivalente no verbal de la omnipresente y versátil palabra hindi accha (que quiere decir "bien", "entiendo", "de acuerdo").
El sari y otros trajes. Esta tela de un metro de ancho y al menos cinco de largo se convierte en un elegante vestido si una sigue las reglas para plegarlo. El sari se acompaña de una camiseta de malla corta a juego que deja las carnes al aire, que las mujeres indias muestran con orgullo. ¿Y esos vestidos con pronunciadas aberturas laterales que se llevan con leggings? Es la kurta con pijama: sí, los pantalones de algodón pegados al cuerpo que dieron origen al pijama occidental. Quizás algún viajero varón se atreva con un sherwani, cuyos brillos evocan las películas sobre la India colonial.
Especias. "Que no pique", pide el viajero occidental en vano en un restaurante. Y todo tiende a picar, pero con matices. Ante un exceso, nada de beber agua: la solución es el raita, una salsa de yogur con verduras parecida al tzatziki griego. Tampoco nos extrañe ver en un bufé de desayuno chutneys (salsas) de cacahuete, jengibre o coco para acompañar platos de arroz y pollo.
Señales. En el metro, llama especialmente la atención el "No littering" (prohibido tirar basura) y el "No spitting" (prohibido escupir). Esta última no está de más, sobre todo si recordamos lo que una vez dijo Gandhi: "Si los indios escupiéramos todos al mismo tiempo, podríamos formar un lago lo bastante profundo como para ahogar en él a 300.000 ingleses". Curiosa también la que indica que el servicio público tiene váter y no es taza turca. Y una rápida alusión a la cruz gamada (adoptada luego por los nazis). El término esvástica proviene del sánscrito svastika, que significa buena fortuna o bienestar. En India está asociada a la divinidad o Brahman, al concepto de samsara o reencarnación y al padre Sol o Suria. Se encuentra en templos, hogares y en el arte.
Cristina Sánchez-Andrade es autora de Alguien bajo los párpados (Anagrama).
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