Oasis fluvial en el corazón de Seúl
Un paseo por el río Cheonggyecheon, corredor verde de 10 kilómetros e icono de revitalización urbana en la capital surcoreana
En la década de 1960 Seúl no era una ciudad amable. Lastrada por la devastación de la guerra de Corea (1950-1953), con estadísticas socioeconómicas comparables a las del África subsahariana, era una urbe subdesarrollada. Hoy la moderna capital de Corea del Sur, país socio de Fitur 2020 que acogió a 17,5 millones de visitantes en 2019, presume de su gran proceso de transformación, palpable especialmente a orillas del arroyo Cheonggyecheon, cauce que desapareció bajo el hormigón hace décadas y ahora fluye de nuevo, limpio y azul, por el corazón de la megalópolis asiática. Un corredor verde y acogedor que invita a pasear y al más puro esparcimiento.
Muchas de las chabolas en las que se hacinaba un tercio de la población seulense en la década de 1960 fueron construidas en los márgenes del Cheonggyecheon, una arteria fluvial urbana enferma a la que iban a parar todo tipo de residuos. Por eso, nadie lo echó de menos cuando el Gobierno decidió derribar las infraviviendas y llenar el cauce de cemento para construir una autopista elevada que serviría a la estrategia de modernización. La transformación industrial tuvo tanto éxito que la Corea capitalista se convirtió en uno de los cuatro tigres asiáticos que deslumbraron al mundo. Gigantes tecnológicos como Samsung o LG se colaron en los hogares de todo el mundo, y el bienestar de la población creció tan rápido como los atascos y la contaminación.
En la zona se encuentran un edificio de Zaha Hadid y el templo de Jongmyo, patrimonio mundial
Pero tras la crisis financiera de 1997 Corea del Sur comenzó un nuevo giro, esta vez hacia la sostenibilidad y el doshi jagaebal, la revitalización urbana. El crecimiento económico dejó de ser un objetivo cuantitativo para convertirse en otro cualitativo. Y el arroyo Cheonggyecheon pasó a ser el inesperado abanderado de esta nueva etapa. El entonces alcalde Lee Myung-bak —que fue después presidente— delineó un ambicioso proyecto para recuperar su curso a lo largo de 10,8 kilómetros en pleno centro de Seúl.
Se derribó la autopista y se invirtieron casi 200 millones de euros en la transformación de la zona, hoy uno de los paseos urbanos más placenteros del mundo. Pero es más que eso: el arroyo previene el riesgo de inundaciones, ha multiplicado por seis la biodiversidad y combate el efecto “isla de calor” —la temperatura es entre 3,3 y 5,9 grados inferior a la registrada en calles paralelas— y la contaminación: se ha pasado de una media de 74 microgramos de partículas nocivas por metro cúbico a 48. Si antes el Cheonggyecheon solo fluía durante la época de lluvias, ahora discurre todo el año gracias al sistema de bombeo que desvía 120.000 toneladas diarias de agua para lograr un caudal de 40 centímetros de profundidad. Y a lo largo del arroyo se han recreado 29 hábitats diferentes; el de la marisma, por ejemplo, da refugio a varias especies de anfibios y de aves migratorias en el corazón de la jungla de asfalto.
Tradición y modernidad
En cualquier caso, son los seres humanos quienes más lo disfrutan. Unas 64.000 personas pasean por él cada día, y es fácil entender por qué: hay pocas maneras mejores de recorrer Seúl, una vibrante ciudad que ha sabido preservar la tradición sin que ello le impida abrazar la modernidad. Y nada mejor para descubrirlo que caminar a lo largo del Cheonggyecheon desde su extremo este, donde se encuentra el museo que recoge la historia del arroyo desde el siglo XV. Además del edificio vanguardista que acoge la exposición, con una impresionante maqueta del cauce del río a través de la ciudad, en la orilla se han levantado varios edificios de madera como los que hace medio siglo alojaban a la población menos favorecida. Decorados con objetos de aquella época, recuerdan un pasado poco glorioso.
Desde aquí, y hacia el oeste, el paseo por las márgenes del arroyo es apetecible en cualquier estación: verde en primavera y verano, ocre en otoño y blanco en invierno. Cuando la temperatura lo permite, hay jóvenes parejas retozando, oficinistas sacudiéndose el estrés, deportistas haciendo jogging y ancianos disfrutando del paisaje. El Cheonggyecheon es una camaleónica vena de sangre azul, capaz de dar vida a una pequeña jungla y de albergar al mismo tiempo un espectáculo futurista nocturno en el que rayos láser forman obras de arte sobre las paredes de piedra.
Junto a su cauce, varios metros por debajo del nivel del suelo, cuesta creer que recorra una megalópolis de 10 millones de habitantes, pero basta subir las escaleras que devuelven al visitante al asfalto para certificarlo. Y nada mejor que hacerlo en Dongdaemun, uno de los barrios más vibrantes: al norte quedan las estrechas callejuelas flanqueadas por los modestos edificios que componen el fascinante mercado mayorista, en el que hay espacio para todo tipo de productos, desde zapatos hasta pescado; y al sur está el espectacular edificio Dongdaemun Design Plaza, DDP para los locales. Proyectado por la arquitecta iraquí Zaha Hadid, este centro de eventos destinado al mundo del diseño se ha convertido en un símbolo de la nueva Seúl, y bien podría ser el escenario de alguna película de ciencia-ficción. Construido sin apenas ángulos rectos y recubierto con una piel de aluminio que cambia de color con la luz, es una de esas obras de arquitectura de vanguardia que reflejan la ambición de una megalópolis en plena transformación. Y si el continente asombra, también lo hace el contenido: merece la pena acercarse a sus frecuentes exposiciones de arte moderno.
Como contraste, un par de kilómetros al oeste, a través del arroyo se accede al templo confuciano de Jongmyo, patrimonio mundial, y al vecino palacio Changgyeonggung. Construidos ambos entre los siglos XV y XVI, son dos magníficos ejemplos de la arquitectura tradicional que, desde el punto de vista estético, se encuentran a medio camino entre el minimalismo japonés y la orgía ornamental de China. Y lo mismo sucede con la otra joya arquitectónica que se encuentra en el extremo oeste del arroyo, el palacio Gyeongbokgung, ubicado en el corazón de la ciudad y uno de los lugares preferidos por los amantes del selfi: pocas imágenes son más codiciadas que un retrato junto a los hombres con barbas postizas y ropajes tradicionales que guardan su entrada.
Desde la plaza Cheonggye, que marca el extremo occidental del arroyo y es fácilmente reconocible por la cascada de la que nace el Cheonggyecheon y la polémica escultura en forma de colorida espiral que la preside —obra de Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen—, hay varios paseos interesantes. Al norte queda la plaza Gwanghwamun, con la escultura dorada del rey Sejong y la efigie negra del general Yi Sun-sin. Y al sur se encuentra el mercado de Myeongdong, con un vibrante mercado nocturno en cuyos chiringuitos se puede recuperar uno de la caminata antes de dejarse fascinar por los destellos de colores de la Seúl nocturna.
Aquí y allá, entre rascacielos futuristas y bajo suelos de cristal, la capital surcoreana ha tenido la magnífica idea de mostrar ruinas de la urbe antigua por toda la ciudad. Hay varias en las inmediaciones del arroyo Cheonggyecheon, y encontrarlas proporciona la sensación de sentirse un Indiana Jones urbano.
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