Reyes, guerreros y caminantes en Roncesvalles
Los ecos de la gran batalla del ‘Cantar de Roldán’ y la tumba de Sancho VII en la mítica parada del Camino de Santiago al norte de Navarra
Altos son los montes, tenebrosos los valles, / Sombrías las peñas, lúgubres los desfiladeros”. En estos términos de epopeya describe el Cantar de Roldán el escenario de alta montaña en el que tuvo lugar la batalla de Roncesvalles. Y es que el entorno de este lugar cargado de historia tiene todo para inspirar la épica. Por más que al llegar a este sitio apartado, cercano a la frontera entre la Navarra española y la francesa, el visitante pueda sentirse desconcertado, sin duda el conjunto histórico que le espera está a la altura de sus expectativas. Pero se sorprenderá al constatar que fuera de los hoteles y albergues destinados a turistas y peregrinos ninguna vida urbana arropa los monumentos. Roncesvalles (Orreaga en euskera) cuenta apenas con 34 habitantes censados. Y si tiene un Ayuntamiento, este no tiene propiedad alguna: casi todo el término municipal pertenece al Cabildo de la Colegiata de Santa María.
El ‘Cantar’ transforma una desastrosa campaña militar en una gesta heroica para ensalzar la imagen de Carlomagno
Tres referencias históricas confluyen para forjar la fama de Roncesvalles. Fue el lugar supuesto de una batalla que vino a inmortalizar lo que se considera como la primera verdadera obra literaria de la historia de la lengua francesa. Por otra parte, fue (y sigue siendo) una etapa clave del ramal francés del Camino de Santiago: para los peregrinos, el primer descanso tras franquear los más altos puertos del Pirineo. Y finalmente aquí fue enterrado el rey navarro Sancho VII, El Fuerte, por lo menos tan famoso por su estatura como por su victoria en la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212: medía más de 2,20 metros, “más que Pau Gasol” según la inesperada comparación deportivo-histórica de un panel informativo local. Fue él quien hizo construir, a principios del siglo XII, la colegiata de Santa María, en una de cuyas capillas se puede ver su tumba, de tamaño natural según se dice aquí, efectivamente fuera de lo común.
La colegiata está considerada como una de las primerísimas obras del gótico francés en España. Su museo contiene algunas joyas: como lo que se dio en llamar “el ajedrez de Carlomagno”, en alusión a su forma de tablero, en realidad un suntuoso relicario. Sus escaques alternan casillas de esmalte representando escenas bíblicas y láminas de plata dorada que cubren diversas reliquias. Otra obra maestra es el Tríptico del Calvario, una pintura de autor desconocido pero digna de El Bosco. Su contenido es enigmático: varias decenas de personajes se concentran en torno a la cruz (incluyendo a un sorprendente Carlos V caricaturizado a la manera de Botero)… pero, con una sola excepción, ninguno mira al Cristo. En torno a los monumentos religiosos se yerguen varios edificios civiles destinados a atender a los peregrinos: unos 70.000 pasan cada año por aquí.
Conviene poner rumbo al norte saliendo de Roncesvalles para recorrer los escenarios probables (las localizaciones reales son inciertas) del Cantar. Se llega rápidamente al puerto de Ibañeta, coronado por un monolito que homenajea a Roldán. Su relativamente baja altitud (1.057 metros) transformó el puerto en lugar de paso privilegiado entre Francia y España, tanto para los peregrinos como para los conquistadores que venían del norte, fueran celtas, bárbaros o godos. Al seguir hacia el norte, y hasta llegar a la localidad fronteriza de Valcarlos (Luzaide en euskera), se suceden los cañones encajonados entre pendientes abruptas. En alguno de estos verdes desfiladeros fue diezmada la retaguardia de las tropas de Carlomagno. La historia de la incursión en tierras hispánicas del rey francogermánico (todavía no había sido coronado emperador) es conocida: cruzó con sus tropas el Pirineo tras recibir una embajada del valí de Barcelona, Sulayman ben al Arabí, que buscaba su alianza para independizarse del califa de Córdoba y le ofrecía a cambio la ciudad de Zaragoza. La expedición fracasó: Sulayman cambió de bando y renegó de sus promesas. El monarca asedió sin éxito Zaragoza y tuvo finalmente que retirarse. Chasqueado, destrozó Pamplona al volver hacia Francia. Aparentemente para vengarse de este sangriento saqueo, los vascones atacaron y aniquilaron la retaguardia de las tropas de Carlomagno, al mando de un gobernador de la marca militar de Bretaña llamado Roldán.
El Cantar transforma esta desastrosa campaña en una gesta heroica. Asegura que las tropas de Carlomagno sí entraron en Zaragoza, silencia totalmente el saqueo de Pamplona y atribuye la emboscada a “los sarracenos”. Roldán, según el poema, habría caído víctima de una conjura entre los musulmanes y su padrastro, Ganelón, cuñado de Carlomagno. La obra (cuyo excepcional valor literario, por otra parte, es innegable) pretende, con un lenguaje digno de las cruzadas, ensalzar la imagen tanto de Carlomagno como de su entorno, que siempre tienen el derecho de su lado al actuar bajo la advocación del arcángel Gabriel para propagar el cristianismo. Pero paradójicamente proyecta más bien la imagen de un rey belicoso, sin piedad, dedicado a una especie de yihad permanente. Los “sarracenos” son “una raza criminal” o “una raza maldita”, y el Cantar no se cansa de describir lo que presenta como su “felonía”, su “perfidia”, su “cobardía”. Un lenguaje propio de guerra de religiones de hace ya diez siglos... pero que hoy parece, a veces, volver a resonar.
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