Churrut, la biblioteca en la frontera

En la localidad navarra de Vera de Bidasoa (en euskera, Bera), donde Pío Baroja y su sobrino Julio Caro escribieron mirando al verde desde su casa de Itzea, la familia Churrut regenta un hotelito de 18 habitaciones con los galones que le otorga una propiedad heredada por varias generaciones desde el siglo XVIII. Había sido un edificio castrense en la raya fronteriza con Francia, lo que hizo viable en 2002 su reconversión turística a partir de las viejas dependencias, cimentadas en recios muros, que fueron intervenidos con una prudente distancia por la interiorista bilbaína Ana Calderón. Hoy suscita ánimos encontrados en los viajeros con expectativas lúdicas en su itinerancia pirenaica.

Por un lado, el lugar abraza, enamora y encadena uno tras otro los regustos de una época literaria y musical cuando Pío Baroja escribía El árbol de la ciencia y el tenor Isidoro Fagoaga emitía sus coloraturas wagnerianas inspirado por el curso próximo del río Bidasoa. Por otro lado, la casa guarda ciertos detalles viejunos que incluso el viajero menos mundano exigiría actualizar. El jardín a su costado, sin ser demasiado amplio, invita a pasear por las hileras de bambú y el estanque central hasta la entrada del aparcamiento.

Si bien la atención parece escasa, la biblioteca y los salones constituyen unos amables espacios en los que distraerse mientras se cumplimentan los trámites de registro y se asignan las habitaciones.

El silencio acentúa la personalidad del caserío, encerrado en sí mismo, hasta que suenan las campanas de la iglesia vecina. Es hora quizá de visitar Lenkonea, el comedor gastronómico, asentado en la antigua herrería. Ay, qué bueno está ese rape al estilo Churrut. Ojalá el desayuno mantuviera ese mismo tono, esos sabores de leyenda.

Los dormitorios se distribuyen en tres pisos, pequeños y rústicos, aunque suficientes en detalles de acogida. Si en lugar de dos viejos butacones se hubiera instalado un sofá más cómodo… Hay un espacio justo para la cama y unas esteras en el suelo a juego con la colcha de macramé. Se conservan las viejas vigas de madera en el techo y algunos cuadritos de época. Por suerte, las estancias del primer piso terminan en una terraza apacible que da al jardín (y al rótulo vecino de La Caixa). Mejores vistas ofrecen las superiores, a tiro de la plaza de los Fueros y la iglesia de Santesteban.