Plasencia entre relojes y pináculos
La ciudad extremeña invita a conocer a ritmo pausado la catedral, su Torre del Melón y las plazas donde crecen los naranjos
Cuando yo era niña, en mi casa había algunos mitos relacionados con viajar. Recuerdo dos: el de Asturias y las praderas de Pravia, donde nació mi bisabuela Carola; y el de la provincia de Cáceres, con la que no teníamos vinculación genealógica, pero que para mi madre era de los lugares más hermosos del mundo: ¡Cáceres!, ¡Trujillo!, ¡Plasencia! He ido cubriendo esas lagunas. Mis expectativas nunca se vieron defraudadas.
Plasencia, de 41.000 habitantes, es una ciudad tan inabarcable y señorial que lo primero que hago es ir a una librería, entre doméstica y extraterrestre, La Puerta de Tannhäuser. Hace esquina con el callejón Arenillas, donde se encuentra uno de los clásicos de Plasencia, Casa Juan. La librería está presidida por un tondo de Sean Young, Rachael en Blade Runner. Allí los libreros, Cristina y Álvaro, me pasan un folleto que es, en sí mismo, una rareza vintage: cuesta 300 pesetas —IVA incluido— y se titula Plasencia, la perla del Jerte. Otra metáfora de quilates para describir Plasencia podría ser la de joya de la Ruta de la Plata. En Plasencia y sus alrededores se superponen distintas épocas arquitectónicas y modalidades del paisaje: cuando nos encaminemos hacia Segovia por la N-110, asistiremos al espectáculo de la naturaleza domesticada por la agricultura; los cerezos aún no han florecido y soportan temperaturas de ocho grados bajo cero. Para entrar en calor, sobre la calle de la Rúa Zapatería, jalonada con baldosas que conmemoran la presencia de judíos durante el siglo XV, frente a La Puerta de Tannhäuser hay dos tiendas gourmet donde compramos aceite, queso, pimentón y tasajo de cabrito.
El coro de Rodrigo Alemán
Nos alojamos en el hotel Alfonso VIII, que, según un amigo placentino, es El Hotel. Con mayúsculas. Está situado frente al Jerte y es un edificio de esquinas redondeadas, con reloj. Hay muchos relojes en esta ciudad donde el viajero puede perder el sentido del tiempo. El hotel es kitsch y setentero sin querer —esa es su gracia— y compite en señorío con el hotel Palacio Carvajal Girón (del siglo XVI) y con el Parador, convento de Santo Domingo (del siglo XV), del que sobresale su maravillosa escalera. Está ubicado en la plaza de San Vicente Ferrer, de distintas alturas y adornada con una fuente con bola, urbanísticamente espectacular, desde la que accedemos a la iglesia del mismo nombre, templo cofrade donde se acumulan siniestramente, como maniquíes en un gran almacén, los pasos procesionales. Por un euro adquirimos un lisérgico bolígrafo del descendimiento. Muy cerca está el palacio de Mirabel, perteneciente al marqués de Griñón, y, enfrente, la iglesia de San Nicolás, que merece capítulo aparte por sus tesoros y también por nuestro amable guía, un jubilado que nos señala el punto exacto para hacer la mejor foto del retablo o del baptisterio de esta antiquísima iglesia que compite en interés con San Esteban, San Martín o San Pedro. Los placentinos son gente narrativa y simpática, tal como nos vuelve a demostrar el empleado que nos entrega las audioguías para recorrer las catedrales Nueva y Vieja.
De la Vieja, románica, nos sobrecoge su claustro funerario y la Torre del Melón, rematada en una bóveda gallonada como las de las catedrales de Zamora y Salamanca, o la de la Colegiata de Toro. A mí más que a plumas, los ornamentos me recuerdan a las escamas de un pez de hierro. Una coraza. Me siento un poco niña —creo en la posibilidad de cambiar de época y dimensión con dar solo un paso— cuando veo los muros de la catedral Vieja superpuestos con los de la Nueva, y, al entrar en la segunda, me emboba su esplendor gótico: el coro de Rodrigo Alemán, que esconde bajo los asientos de la sillería una sorprendente iconografía satírica y erótica, el órgano, la reja, el altar mayor con esculturas de Gregorio Fernández, el sepulcro de Ponce de León y el retablo de la Asunción, obra de los hermanos Churriguera. Las impresionantes fachadas de la catedral Nueva y la portada románica de la Vieja se incrustan en un entramado de calles y plazas agradabilísimas, aromatizadas por naranjos, como la que acoge, frente a las catedrales, el lírico balcón de la Casa del Deán: alguien va a asomarse a cantar un aria en cualquier momento. Junto a ella, la casa del doctor Trujillo, actual palacio de Justicia. Muy cerca, la capilla de las Claras es una oficina de información turística.
Guía
Dormir
Información
» Hotel Exe Alfonso VIII (www.hotelexealfonsoviii.com). Alfonso VIII, 32. La doble, desde 60 euros.
» Hotel Palacio Carvajal Girón (www.palaciocarvajalgiron.com). Plaza de Ansano, 1. La doble, desde 95 euros.
» Parador Convento de Santo Domingo (www.parador.es). Plaza de San Vicente Ferrer, s/n. Desde 60.
Plasencia es hermosa por sus hitos monumentales: la casa de las dos Torres, que, contraviniendo la lógica matemática, pero no la histórica, solo tiene una, o la torre Lucía o el bellísimo patio del Obispado. Pero, sobre todo, es hermosa por cómo sus calles se encajan entre murallas y se airean a través de sus puertas: la del Sol, la de Trujillo. Por su vitalidad. Por sus tiendas de zapatos y botas. Por la porticada plaza Mayor, en la que nos desubican una casa de estilo ecléctico —¿vive allí Rapunzel?— y el Abuelo Mayorga, un autómata colorista que vigila los trueques del mercado apoyado en el campanario del reloj del Ayuntamiento. Ante su visión te preguntas: “¿En qué siglo vivo?”, “¿estoy en el umbral de la puerta de Tannhäuser, más allá de Orión?”. Autómatas, relojes, torreones de leyenda centroeuropea, mercaderes judíos bajo las baldosas adornadas con candelabros de siete brazos, cristianos viejos que se escapan por el Resbaladero de las Capuchinas… En caso de mareo, lo mejor es sentarse en la terraza del Goya, pedir una cerveza y ver cómo el camarero te la sirve acompañada de un torrezno relleno de ensaladilla rusa. Inenarrable.
Marta Sanz es autora de la novela Farándula, Premio Anagrama 2015.
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