Los nómadas del eterno cielo azul
Naturaleza desbordante y paisajes con un silencio único en un viaje a las regiones de Mongolia que mantienen el modo de vida tradicional
Hay pocos rincones en la tierra donde rituales de hace siglos se sigan repitiendo día a día. Mongolia es uno de ellos, un país joven y dinámico cuya población mantiene viva la tradición de habitar la estepa de forma nómada y autosuficiente en pleno siglo XXI. Un viaje a Mongolia es una auténtica experiencia que se vive desde el momento en que comienzas a prepararlo. Al leer explicaciones de otros viajeros sobre la vida de los mongoles en la estepa aparecen ideas que pueden chocar, como “perros enormes frente a la entrada de la yurta” o “incomunicación total con la familia”. Pero habitar con una familia rural de la zona permite disfrutar de un silencio único y del “eterno cielo azul” al que el conquistador Gengis Kan y sus antepasados consideraban sagrado.
Llegamos a Ulan Bator, capital de Mongolia, tras una larga noche en tren en una de las ramificaciones del mítico Transiberiano, antes de continuar nuestra travesía a la provincia de Bulgan, al oeste de la capital.Después de cuatro horas en un autobús de color rosa, la parada en un lugar indeterminado nos hizo pensar en buscar agua. Allí estaba nuestra guía con una gran sonrisa, buscando a los viajeros de nuestra agencia, Ger to Ger. Nos invitó a subir al jeep. En la parte frontal descansaba una bolsa de la que sobresalía una pata de cabra.
Dejando a un lado la carretera, nos adentramos en caminos ondulantes que nos llevaron a una gran explanada, bordeada a lo lejos por las faldas de altas montañas. En medio de la pradera, dos yurtas (tiendas tradicionales) aisladas eran nuestro destino. Entramos en una de ellas con cuidado de no pisar el umbral y, tímidamente, nos sentamos a la izquierda. El espacio circular estaba lleno de color. Nos entretuvimos mirando las fotografías familiares, el pequeño altar budista, la especie de hule de plástico que cubría el suelo, la larga trenza que colgaba del centro de la yurta y después volvía hacia el techo. Entonces entró nuestra anfitriona, la señora Byambatogtoh, con un cuenco entre sus manos. La guía se sentó frente a nosotros, al otro lado de la yurta y esperó su turno.
Ahí estaba por fin el airak (leche de yegua fermentada) del que tanto habíamos oído hablar, llenando hasta los topes un bol de cerámica azul con los bordes plateados. Tal y como nos habían explicado, lo tomé con ambas manos y acerqué los labios con cuidado. El sabor tibio, salado y la textura espumosa no fueron tan terribles como esperaba. Después de otro sorbo de cortesía me levanté para devolver el bol a quien me lo había ofrecido.
La mujer ofreció airak a nuestra guía y ambas charlaron animadamente durante un rato. Después, la guía se despidió de nosotros y tanto ella como nuestra anfitriona salieron de la tienda. Allí nos quedamos sin saber muy bien qué hacer. Esperamos un rato antes de salir a observar el maravilloso paisaje que rodeaba las dos yurtas que serían nuestra casa por un día.
Un cielo sagrado
Aquí, el reloj no importa. Solo queríamos observar el horizonte, escuchar el soplido del viento y el zumbar de las moscas, mirar hacia arriba y saber que aquel era el mismo cielo al que Gengis Kan se refería como lugar sagrado, “el eterno cielo azul”. Kan fue el gran conquistador mongol, que unificó a las tribus nómadas de la zona y fundó el primer Imperio mongol. Su mirada se encontró con el mismo cielo y los mismos paisajes que vemos ahora.
Montando a camello hacia las montañas sin nombre, a la espalda de un silencioso joven mongol de camisa roja, el hijo mayor de la familia, el mundo se antojaba sencillo. Bague, el jinete, apenas musita una palabra durante los kilómetros que recorremos, pero tampoco está en silencio. Susurra una melodía con la que parece hablarle al camello, observa el correr de los perros que han venido a acompañarnos, sonríe si nos dirige la vista para asegurarse de que estamos bien.
Bague es profesor de matemáticas en un instituto a cientos de kilómetros de donde estamos ahora. Durante el verano vive aquí, con sus padres y su hermano de 12 años, y el resto del año con su esposa Chamba, que también ha venido a pasar el verano en las yurtas. Ambos se criaron en una de estas tiendas circulares de lona que sirven de hogar portátil a la mayoría de los cerca de tres millones de habitantes de Mongolia. Algo más de un millón de ellos vive hoy en la capital, considerada además una de las más contaminadas del mundo. El resto tiene para sí un país casi tan extenso como Alaska. La mayor parte del territorio es rural.
La economía del país y la capital crecen a pasos agigantados, pero el alma de la gente mongola todavía tiene que hacer un gran esfuerzo para sobrevivir entre cuatro paredes. Bague y su esposa, en su treintena como nosotros, conducen un buen coche. Cuando dejan el campo él viste una fina camisa malva, ella falda, blusa y gafas de sol. Un móvil de última tecnología recibe algún que otro correo electrónico importante, pero los ojos les brillan de otra manera cuando se calzan las botas gastadas y aparcan en la estepa, aún sabiendo que mientras estén allí no encontrarán ducha ni cuarto de baño. Allí hay trabajo, sol y estrellas. Cabras y vacas y cántaros donde ordeñar, un hornillo que se enciende con las heces secas de los animales. Hay varias camitas de madera repartidas en las dos yurtas, aunque cuando reciben visita toda la familia duerme apretada bajo el mismo techo redondo.
Nómadas de sonrisa fácil
La piel que rodea los ojos brillantes y muy negros de todos (menos los del padre, de un verde casi transparente) está suave y morena, sus dientes muy blancos. Son gente limpia y de sonrisa fácil, incluso cuando para conseguir un buen airak, ese preciado líquido al que llaman cerveza mongola, tienen que golpear la leche unas cinco mil veces dentro de un barril de plástico.
Batkrl, el pequeño, también deja a sus padres cuando vuelve al colegio al final del verano, pero tiene claro que cuando crezca quiere vivir allí y ser pastor, la ciudad no le interesa en absoluto. El chico, que monta a caballo desde que tiene unos cuatro años, no entiende un lugar donde no está rodeado de ellos.
Ser adolescente en Mongolia no debe ser nada fácil. Al menos eso se deduce de la expresión hastiada, aunque obediente, de la hija de la segunda familia que visitamos cuando su madre le pide que nos lleve a pasear a caballo. Su padre apenas puede caminar por un problema en las rodillas estos días, así que la amazona se despereza, se enfunda los vaqueros y una fina sudadera. Ella también va al instituto lejos de su familia durante el curso escolar. De allí ha vuelto con las uñas pintadas de colores y la forma de recoger su cabello en un moño alto. A caballo sujeta la rienda con una mano mientras aguanta el móvil en la otra. Conoce el paisaje como la palma de su mano y nos lleva a buscar la reliquia de una estatua del siglo VIII escondida entre la maleza, sin dejar su conversación telefónica ni un minuto. “¿Te gusta ir a caballo? ¿Tienes novio?”, le preguntamos, Enhjargal sonríe y vuelve la cabeza hacia adelante, controlando el ganado de su familia que se esparce ante nuestra vista.
El territorio frente a las yurtas donde dormimos esta noche ha cambiado espectacularmente para un recorrido de no más de diez kilómetros entre una familia y la otra. El terreno es mucho más plano, surcado por un pequeño riachuelo y a los pies de una carretera por la que pasan camiones de vez en cuando. Al otro lado se atisban unas dunas que pertenecen ya a la parte alta del desierto del Gobi. Por la noche, familiares de nuestros anfitriones acuden de visita. Nosotros paseamos por la zona bajo la atenta mirada de uno de los perros y nos vamos a dormir poco después de ver oscurecer el horizonte.
Al día siguiente, la hija del señor mongol nos conduce a caballo hasta la morada donde viven los siguientes anfitriones. Entramos en una yurta sencilla y fresca (todas ellas mantienen una temperatura agradable en el interior, incluso cuando el calor aprieta fuera) y nos sentamos a esperar. Nadie viene a vernos durante un rato, pero nos distraemos con las pequeñas ranas que entran y salen por los rincones de la yurta.
La sensación de paz que impregna estas estancias circulares es casi palpable. En los momentos de inactividad hay pocas cosas mejores que tumbarse y contemplar el movimiento del trozo de seda azul anudado en el techo junto a la trenza de crin de caballo. Según pasan los años, se añaden crines a la trenza que crece y crece, símbolo de buen augurio y felicidad para los habitantes de la yurta. Este es un símbolo de vital importancia para su cultura, casi tanto como los penachos de crin de caballo o sulde, que para ellos portan el espíritu de su dueño. Tanto como sople el viento en la estepa, capaz de mecer los largos cabellos del sulde, tanto permanecerá ese espíritu en el penacho.
Una joven viene a saludarnos con té y galletas. Algo más tarde ella misma viene a traernos algo de comer, algo similar a la pasta con trocitos de carne. Leemos un rato y nos dormimos un poco, hace demasiado calor fuera para salir. El señor Ogtonbayar viene a saludarnos horas después con una amplia sonrisa. Nos invita a la otra yurta, donde está puesta la televisión, y ofrece el tradicional intercambio de un frasco con esencia para oler. Después, nos señala los caballos.
Nos dejamos llevar sin saber muy bien a dónde nos lleva, puesto que apenas habla varias palabras de inglés y el poco mongol que hemos estudiado no parece servirnos de nada. Envuelto en su túnica azul y cinturón de seda amarilla, lidera nuestra expedición hacia una cima cercana. En lo alto destacan varias pagodas blancas a las que nos dirigimos. Mientras nosotros exploramos la zona, Otongbayar saca una bolsa y recoge botellas y otros desperdicios que encuentra junto al templo. Cuando ha terminado, se sienta a contemplar el valle bajo la dorada luz de la tarde.
Otongbayar tiene una presencia fuerte y amable, transmite tranquilidad. Él también le canta a su caballo suavemente y se sonríe mientras cabalgamos de vuelta, está feliz ya que su tercer hijo acaba de nacer en Ulan Bator. Allí estará su esposa hasta dentro de una semana. Cuando regrese, toda la familia se reunirá en la yurta para conocer al bebé y entonces, entre todos, le pondrán nombre.
Los fuertes colores de sus deel, la vestimenta tradicional en Mongolia, brilla especialmente al comienzo del día, mientras Otongbayar y su hija Udval cuidan de unas 40 vacas, 20 caballos y 400 cabras y ovejas. Su morada se compone de tres yurtas que llevarán consigo hasta otro lugar en unos meses. Lo poco que hay en su interior cambiará de emplazamiento en otoño, con la llegada del invierno, volverán a cambiarlo al llegar la primavera y de nuevo en verano. Así cada año, desde que pueden recordar. Cada familia, rodeada de grandes terrenos, se mueve siguiendo esta fórmula hacia otros hogares estacionales sin que surjan disputas. Atrás quedaron los violentos encuentros entre miembros de sus antepasados por conseguir control de ganado, mujeres o territorio. Hoy en día lo que queda del que fuera el mayor imperio del mundo -por encima del romano- es de todos sus habitantes.
Una tierra compartida
En Mongolia la tierra no es de nadie. Es algo que se comparte y se ama; en ella los mongoles se mueven con respeto y siguiendo la tradición estacional. No existe soledad entre las montañas nevadas, la autosuficiencia significa trabajo y eso, además de mantenerte vivo, ahuyenta los fantasmas psicológicos que acechan tras las frías paredes de grandes ciudades.
Atrincheradas en las afueras de Ulan Bator, rodeadas por improvisadas vallas que delimitan el territorio de cada uno, cientos de yurtas se aglomeran una contra otra sin apenas espacio para una vaca y dos cabras. Muchos de quienes abandonaron el campo buscando un trabajo en la capital no han sabido traducir su vida rural al entorno de un bloque de edificios de corte soviético. En el centro de la urbe, el Museo Nacional de Mongolia exhibe como si de una reliquia se tratase el modelo de vida tradicional del país. Habla de técnicas de caza del siglo XIII, vestimentas propias del siglo XVI y utensilios para cocinar o montar a caballo que datan de varios siglos atrás. Son los mismos que la mitad del país utiliza todavía a diario, preservando una de las formas de vida que ha permanecido menos alterada en todo el mundo con la llegada de la edad moderna y el capitalismo.
Dice Jack Weatherford en su maravilloso libro Genghis Kan and the Making of the Modern World (Gengis Kan y la creación del mundo moderno) que, cuando los mongoles llegaron hasta China y fundaron Pekín, continuaron viviendo en yurtas que escondían tras los altos muros que construyeron y hoy son conocidos como La Ciudad Prohibida. Rodeados de pastos y caballos en pleno centro de la ciudad, mantuvieron su forma de vida en secreto durante décadas, incapaces de dejar atrás las tradiciones que les daba significado como pueblo.
Por suerte, ese tesoro existe todavía hoy en Mongolia. Nada brilla en su tierra como un par de yurtas muy blancas a lo lejos, rodeadas de verde y bajo la mirada de un sulde que el viento mece.
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