Vistas al Guadalquivir en el Mirador de Montoro

Quien vaya de camino a Córdoba, o venga, cuenta con la posibilidad de hacer un alto en Montoro, echar un vistazo a los meandros del Guadalquivir e incluso pasar la noche en un hotel cuyo principal tesoro son las vistas. Por eso las explota desde sendas terrazas colgantes en las faldas de Sierra Morena, muy plácidas a las horas del aperitivo y la parrillada nocturna, pero desaconsejadas en horas de máxima luz. El lugar es un auténtico torradero en verano.

Olvídese el viajero de otros lujos. El edificio no mata, pero tampoco desmerece al precio que se paga la estancia (desde 66 euros la doble). Quizá se le pueda criticar, pese a ello, un diseño propio de hoteles especializados en bodas, banquetes y celebraciones. El ascensor que baja a las habitaciones —sí, el edificio no sube, sino que desciende por la ladera— es acristalado y conduce a unos pasillos prácticamente horadados en la roca, en pos del mayor efectismo visual.

Pero hay otro efectismo más sincero y llano que enamora al viajero avisado del descuido estético. Es la simpatía y amabilidad natural del personal, que no se muestra diligente ni apresurado en los gestos, pero sí afectuoso con los huéspedes y finamente lisonjero. Al final de la estancia queda de todos ellos un inolvidable recuerdo. La cocina se ha convertido en estos últimos años en un poderoso reclamo del lugar, más en las cenas que en los desayunos. Carnes del valle de los Pedroches, rabo de toro, aceite con denominación de origen de Montoro… Sabores todos locales y elaboraciones acendradas a cargo de Rafael Muñoz Salgado, un nombre a tener en cuenta en la hotelería andaluza.

Aun cuando los aires que circulan por el valle despejan los feos ruidos interiores, no se puede ocultar que las tuberías suenan en las habitaciones, que el servicio de limpieza se hace notar por las mañanas, que el tránsito de pasajeros y los sones de más de una fiesta traspasan las puertas y molestan al durmiente. No se ha afinado mucho en la insonorización del edificio. Los cuartos resultan pequeños y despersonalizados, sin un minibar que asista de noche.

Pero, al igual que en la planta superior de las terrazas y la piscina, la panorámica desde los balcones y las ventanas disipan cualquier queja. Justo al pie del hotel discurre tranquilo el río Guadalquivir, entre arboledas ralas, puentes de hierro y ladrillo y un caserío histórico de Montoro que cierra el meandro de la postal.

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