Historias del cementerio de La Habana
Paseo entre tumbas pintorescas por la cubana necrópolis de Colón, donde están enterrados Alejo Carpentier y Antonio Gades
Un cementerio como Colón solo podría estar ubicado en La Habana. Únicamente con el realismo mágico cubano se entiende una necrópolis en la que se celebra a un tipo como Alberto Yarini, un proxeneta devenido en patriota en cuya tumba la leyenda dice que bailan las jineteras antes de estampar sus besos de carmín en el mármol. O a Juana Martín, una jugadora de dominó que murió en el transcurso de una partida con la ficha del doble tres en la mano. Incluso puede encontrarse la tumba de un perro, Rinti, que se dejó morir de pena en la sepultura donde había sido enterrada su dueña tres días antes.
Irónicamente, las historias que surgen en un paseo reposado por el cementerio principal de La Habana se convierten en una inspiración vital. Porque son muchos los antihéroes que reclaman su espacio en la historia y es mucha la retranca que se percibe en sus lápidas. Y es que la necrópolis de Colón es, en cierta manera, como La Habana misma: gris, pero caribeña; expectante y frívola al mismo tiempo; un lugar poblado de buscavidas vocacionales.
El cementerio más grande de Cuba y el tercero más grande del mundo, tal y como se presume en la capital, se comenzó a construir en 1871. Lo primero que se erigió fue la Puerta de la Paz, el frontispicio de estilo románico y bizantino diseñado por el arquitecto español Calixto de Loira, que ejerce como puerta principal y que da a la Calzada de Zapata, una avenida que corta el norte de El Vedado, barrio distinguido de La Habana y cuyas calles están bautizadas de una manera desnuda: con un número o con una letra.
Actualmente, la necrópolis de Colón, con más de un millón de cuerpos sepultados, está extendiendo sus límites. “Muertos no van a faltar”, dice al vuelo Edgardo, uno de los guardas de seguridad del cementerio y uno de los tipos que mejor conoce los secretos de las cuatro cuadrículas casi simétricas que componen el camposanto.
El cementerio está cruzado de norte a sur por la Avenida Cristóbal Colón y de este a oeste por la Avenida Obispo Fray Jacinto. En la intersección de ambas vías se encuentra la Capilla Central, una iglesita con la única cúpula octogonal de toda Cuba, donde los curas flaquísimos y taciturnos del cementerio ofician un tipo de funeral exprés, donde suelen repartir cuartillas con los textos de las plegarias para que los dolientes murmuren algún tipo de oración fugaz antes de irse a enterrar a su difunto.
La tumba de Alberto Korda
Uno de los habitantes más ilustres del cementerio de Colón es Alberto Korda, autor del retrato más famoso del Che Guevara. La tumba del fotógrafo, fallecido en 2001, luce una lápida límpida con una sencilla evocación inscrita por su hija, que se apoya en la célebre frese de Saint Exupéry: “Lo esencial permanece invisible para el ojo”. En el caso de Korda este epitafio parece un alegato instintivo.
En Colón también reposan los retos de Alejo Carpentier, Lezama Lima o Dulce María Loynaz; del campeón del mundo de Ajedrez de 1942, José Raúl Capablanca, cuya tumba está custodiada por una dama recia de mármol; del compositor de la célebre canción Guantanamera, Joseito Fernández, que murió pobre y saqueado por sus familiares, según cuentan los guías imprevistos que aparecen en las calles del cementerio. Y Rita Montaner, figura clave del teatro cubano. Y Antonio Gades, cuyas cenizas fueron trasladadas a La Habana. Y el famoso compositor Hubert de Blanck, que descansa al lado de Juana Martín, la trágica jugadora de dominó que aún custodia su doble tres con rabia.
Aunque, sin ninguna duda, la lápida más visitada del cementerio de Colón es la tumba de La Milagrosa, uno mito instalado en la sociedad habanera. La lápida está flanqueada con una escultura de José Vilalta de Saavedra: una virgen con un bebé desnudo en brazos. La tradición dice que hay que acercarse a la lápida de espaldas, hacer sonar los aldabones dorados de la tumba, proceder a una petición relativa a la salud y tocar las nalgas del bebé. Son muchas las peticiones realizadas, ya que las nalgas de mármol han perdido el color blanco del mármol, gastado y gastado por el tacto profuso de tanto peticionario.
No podían faltar la caterva de caídos y las referencias políticas ensalzadas por la Revolución, como los mártires del yate Granma, eliminados por las tropas de Batista en 1956. Héroes de la Revolución como Mario Fortuny, Javier Valdés Garza, Gerardo Abreu Fontán o Rubén Martínez Villena se señalan en rojo en los mapas del cementerio. Al igual que todas las asociaciones y sindicatos que, en sus paquetes contractuales, también ofrecía un lugar en uno de los nichos de sus panteones a sus socios y profesionales: la Asociación de Players, Umpires y Managers de Baseball, la Asociación de los reporteros de La Habana, el Colegio Provincial de Arquitectos, el Sindicato de Empleados y Obreros de Autobuses Modernos, el Sindicato de Vendedores o el Colegio de Enfermeras de Cuba. Es decir, la necrópolis de Colón se convierte en algo así como una reunión eterna de la sociedad de La Habana en tiempo de esplendor.
La habitual ornamentación mística de los cementerios está más mitigada en Colón, donde se combina la heráldica religiosa con otros motivos más cínicos y procaces de la existencia. Morirse podría parecer un juego. Porque la historia de los días del difunto queda grabada en una chanza que se esfuma en la posteridad, mientras que el efecto dominó que provocan las cruces sirve –como suele ocurrir- para definir el desconcierto.
La necrópolis de Colón ofrece las claves esenciales para comprender la compleja identidad cubana, su levedad y su trascendencia, su mitología y sus personajes. Y es que el cementerio de La Habana es la expresión divertida y trágica de la tan traída insoportable levedad del ser, lo que viene a ser la segunda oportunidad que la historia y la democracia de la muerte concede a cada difunto para que puedan revivir cada día todas sus virtudes desgastadas y sus errores predilectos.
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