Los vigilantes de San Cristóbal
Ruta por este barrio de pescadores de Las Palmas de Gran Canaria entre surfistas, restaurantes marineros y un pintor coetáneo y amigo de Salvador Dalí
Come, pesca, navega. El icono del barrio marinero de San Cristóbal, en Las Palmas de Gran Canaria, es un torreón de 1578 situado a 40 metros de la costa, que hace cuatro siglos se batió el cobre contra piratas ingleses y holandeses que dejaron la ciudad con una pata de palo y este castillo maltrecho. Los primeros vecinos fueron sus vigilantes. Hoy recogen lapas y cangrejos a su alrededor cuando la pleamar lo deja al descubierto. Seis chicos flotan sobre sus tablas de bodyboard en El Bajo, al sur de la torre. Al fondo, enormes barcos fondeados magnifican la estampa. Difícil encontrar atardeceres más inspiradores que estos con las moles balanceándose a una milla, iluminadas por los últimos rayos de sol. Pero San Cristóbal mira al naciente, así que durante los amaneceres y en las noches de luna llena sobre el horizonte sobran las palabras.
No hay barrio de Las Palmas más cercano al mar. Desde el norte accedes a pie o en bici por la Avenida Marítima. Desde el sur es el único en el margen derecho de la autovía, no tiene pérdida, un cartel lo señala. Además de bochinches frecuentados por vecinos, cuenta con nueve locales, entre restaurantes y terrazas, todos de mar. Gofio escaldado en la Cofradía de Pescadores (Explanada del Muelle, s/n), muy económico; ropa vieja de pulpo en Miramar (Marina, 86), con las mejores vistas; pulpo frito en Los Botes (Timonel, 43), la mayor terraza; lapas con mojo verde en El Atlante (Estribor, s/n), en una casona junto al muelle; arroz negro con calamar sahariano y langostinos en La Marea (Santiago Tejera, 82), el más chic; tacos de pescado con mojo verde en La Pescadora (Timonel, 25), el de mesas más coquetas; chipirones en El Cantábrico (Marina, 29), el último del paseo; calamares fritos en La Salema (Santiago Tejera, 75), renovado en marzo; sama a la espalda y mariscos en El Chacalote (Proa, 3), el más selecto, que lleva 36 años abierto con su comedor en dos plantas y reservados emulando un camarote. Sus paredes exhiben también las fotos de la muchedumbre alrededor del cachalote de treinta toneladas que varó aquí hace 50 años. Este suceso dio el gentilicio a los vecinos, los chacalotes.
Arquitectura y cine mudo
Nos acompaña Iván Cruz, vicepresidente de la asociación de vecinos. Nació frente al castillo, en la panadería antigua, de 1912, propiedad de su abuelo, junto a la sede de la Universidad Popular. En lo alto de algunas casas del paseo marítimo (calle La Marina, de 800 metros de largo, culminada en 1999) llaman la atención unas veletas realizadas con garrafas de plástico cortadas a la mitad. En el número 13, la casa color mostaza fue decorado de la película muda La hija del mestre en 1927, la primera filmada en Gran Canaria, cuya acción transcurre en el barrio. El número 19 es Casa Ruiz, premiada vivienda de la arquitecta María Luisa González para el artista José Ruiz. De apariencia inacabada, es un cajón desnudo de hormigón, vigas de acero y madera entre paredes de piedra y una gran cristalera que la abre al Atlántico.
En las diez hectáreas que ocupa el barrio viven 600 personas. La mayoría en humildes casas de autoconstrucción pintadas con intensos colores. El verde oscuro descascarillado de algunas hace parecer musgo a la pintura. En la amarilla del número 35 nació el pintor Julio Viera, coetáneo de Dalí, con quien entabló amistad. Por el frontal es la antigua tienda de ultramarinos de su hermana Pinito, repleta de reliquias en venta. Saliéndonos del paseo marítimo accedemos a Timonel, una callejuela que lo recorre en paralelo. Es la más familiar del barrio. Un megáfono sobre una Renault Express anuncia “¡támbaras a dos euros, señora!". También en Timonel conserva su esqueleto el viejo cine San Cristóbal, que más tarde fue el popular bar Milagros.
En el cruce de Santiago Tejera Ossavarri con Proa está el antiguo centro de distribución y taller de Agua de San Roque, de torreones característicos. Los vecinos quieren convertirlo en el museo de la vela latina canaria, su deporte de referencia. En la calle Babor, una pandilla de niñas juegan a sacar a Nieves de debajo de un coche usando un trozo de pan como reclamo. La gatita no se fía. Unos metros más allá, un grupo de hombres mata la tarde al dominó frente a la iglesia, inaugurada en 1963, descendiente de la ermita primigenia de finales del siglo XVI, sepultada por la autovía.
San Cristóbal debe su nombre a un conquistador andaluz. Su playa principal se llama La Puntilla. Es una calita de arena amarilla de 30 metros de ancho. La otra es La Caleta, 300 metros de callaos, roca y aguas casi siempre bravas. El mismo lugar donde los pescadores largaban el chinchorro hace décadas. En la punta del muelle, de 80 metros de largo, tres pescadores observan sus cañas. Una mujer rubia toma el sol con su snauzer en las escaleras del dique. Niños se lanzan al agua junto a pescadores que arreglan las redes para el trasmallo. Luchan para que no desaparezca la pesca artesanal. En la bocana del muelle, un grupo de surferos cabalga olas en la zona conocida como El Barbúo. Llevamos horas en el barrio, la pleamar ha cubierto de agua la base del castillo en la otra punta. Ahora parece una torre de ajedrez olvidada sobre el mar en un tiempo de gigantes.
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