A Cabo Norte y más allá
La aventura rumbo al Ártico a bordo del 'Sterna' comienza. Desde Tromso, el velero navega hacia el mítico Cabo Norte, pasando por Reinfjord y Seiland, dos diminutos pueblos costeros donde aguardan historias de pescadores y chamanes
Vistos desde el aire, los fiordos noruegos parecen un rompecabezas de islas que se desgrana en el océano. Desde la cubierta del Sterna el rompecabezas se convierte en un laberinto que debemos sortear para salir al mar.
Dejamos Tromsø por la mañana. Luego de una parada en la gasolinera nos internamos en los canales. El paisaje de fiordos es imponente, a mitad de camino entre una película de hobbits y el primer día de la creación. Las tierras altas de noruega han sido talladas por el frío. Son pocos los meses del año en los que la nieve deja ver las cumbres, cortadas a cuchillo sobre un mar gris metálico, templadas a fuego vikingo y enfriadas en el océano glacial. La primera vez que me asomé a las oficinas del Sterna, el velero en el que viajamos, me encontré en la pared con un mapa del polo norte visto desde arriba, el polo en el centro y alrededor los territorios del círculo polar. Recuerdo el vértigo que la imagen me generó, como si estuviéramos a punto de subir a la cima del mundo.
Avanzamos hasta el muelle y nos encontramos con Ivar, que acaba de volver de faenar con la barca llena de salmones
Rodeados de picos nevados avanzamos a motor sobre un mar que es un espejo. Aquí y allá se levantan los perfiles de las islas, piedra nevada de tiempos remotos que cae al agua en laderas pobladas de pinos. El sol avanza horizontalmente en el cielo y las nubes se despliegan estiradas por los vientos de altura. En los valles, donde las laderas se convierten en prados, cada tanto aparece alguna casa solitaria que hace pensar en el modo que tienen sus habitantes de llegar hasta allí. En cubierta el pasaje no hace otra cosa que mirar. Prismáticos, fotografías, y el disco duro de la mente que no para de registrar.
La primera parada la hacemos en Reinfjord. Se trata de un caserío de unas veinte o treinta cabañas. La vegetación celebra los primeros días del verano y engalana los jardines con ramos de flores y hierbajos. Lo primero que salta a la vista cuando nos acercamos es una estructura gris de madera suspendida sobre pilotes que parece albergar alguna clase de factoría. Al espiar por la ventana de lo que parece la nave central descubrimos que se trata más bien de un club social. Sillas y bancos se amontonan en un rincón de la sala y unos altavoces confirman que se trata del escenario de las celebraciones locales. Avanzamos hasta el muelle y nos encontramos con Ivar, que acaba de volver de faenar con la barca llena de salmones. Mientras le ayudamos a descargar nos cuenta que, efectivamente, el sitio había sido una antigua factoría de gambas peladas que en los años sesenta dio lugar a la población de Reinfjord. Cuando cerró, en los noventa, el banco se la vendió por un buen precio, y actualmente la utiliza como embarcadero para sus lanchas, como garaje para sus motos de nieve y como almacén para salar y secar sus capturas. Con sesenta y cinco años y toda una vida de trabajo -que incluyó algunos años en la armada noruega, otros en un barco carbonero que traía el mineral desde Svalbard y finalmente una empresa propia de electrónica naval- ahora disfruta de su jubilación, vive en Tromsø y se pasa el mes de julio en Reinfjord, donde recibe la visita de sus hijos y nietos. Su tío Leif es uno de los cinco habitantes permanentes del pueblo. A su muelle llega semanalmente el pedido de víveres para toda la comunidad.
Cascadas de deshielo y laderas rocosas acompañan el verde eléctrico de las coníferas y de la vegetación en general
Nuestra segunda parada es en Seiland, un poco más al norte que Reinfjord y más salvaje si se quiere. Los poblados que hay por la zona en general se organizan en torno a alguna casa comercial. En este caso se trata de una pesquera fundada por los abuelos de André –la persona que nos recibe en el embarcadero-, y que también ha caído en desuso. La madera con la que fue construida la compró el abuelo de André en un local de desguase y había pertenecido a un campo de prisioneros rusos. Cuando André era niño aún podían leerse los nombres de los prisioneros pintados en los tablones. El paso de los alemanes por la zona fue especialmente duro sobre el final de la Segunda Guerra Mundial. Con la intención de no dejar nada al ejército ruso, se dedicaron a quemar todo lo que encontraron a su paso al retirarse. Una de las pocas casas que quedó en pie fue la del abuelo de André.
Desde el mar, Seiland parece tener menos de veinte casas. Cascadas de deshielo y laderas rocosas acompañan el verde eléctrico de las coníferas y de la vegetación en general. La tienda de André es el único lugar de encuentro del pueblo. Además del pequeño supermercado tiene una gran mesa rodeada de sillas que hace las veces de cafetería. Sobre la misma puede hallarse una colección de periódicos y revistas. André es de ascendencia sami por parte de padre. Su bisabuelo era chamán y le enseñó las artes a su abuelo, éste a su padre y su padre a él. André nos explica que a través de ciertas invocaciones sabe cómo cortar hemorragias y calmar dolores. Cuando era más joven solía llevar un anillo de oro y otro de plata, uno en cada mano. El de oro representa al sol y el de plata a la luna, y cuando quiere preguntar algo a los dioses –él prefiere entenderlos como fuerzas de la naturaleza-, pone ambos anillos sobre un tambor decorado con motivos rituales y comienza a golpearlo hasta que los anillos se ponen a bailar. Sus movimientos cifran mensajes que el chamán debe interpretar. Hace tiempo que ya no lleva los anillos porque según en qué épocas podía resultar conflictivo andar exhibiéndolos. El abuelo de André prefería explicar sus artes en términos del Dios cristiano. En el fondo da igual el nombre que se le dé, se trata siempre de las mismas fuerzas de la naturaleza, dice André.
Cabo Norte marca el final de un camino, pero también el principio de otro
Damos una vuelta por el pueblo y nos internamos por un camino que encuentra su fin al cabo de unos dos kilómetros. Luego de una curva desciende hacia el mar y se choca con la ladera de una montaña. André me explica que se trata del fin del mundo. Cuando era pequeño pensaba que ahí se acababa el mundo, luego empezó a crecer y a explorar las montañas, y cuando había coronado todos los picos de la isla, empezó a mirar hacia la isla de enfrente. Ahí se dio cuenta de que el final del camino –el fin del mundo- era apenas el principio. En uno de sus muchos viajes por el mundo conoció a su esposa filipina en México. Hoy tienen tres hijos que constituyen el 75% del alumnado de la pequeña escuela de Seiland. Este año sólo contó con cuatro alumnos.
Dejamos Seiland y ponemos proa a Cabo Norte. Una bola de metal corona el acantilado que marca el punto más septentrional de Europa. A partir de ahí nos abre sus puertas el mar de Barents, puerta de entrada al Océano Glacial. Cabo Norte marca el final de un camino, pero también el principio de otro. André nos advierte de que tengamos cuidado ya que se trata de uno de los mares más salvajes de la Tierra. Todas las generaciones de su familia han perdido a alguien allí. Le pido que consulte a su tambor acerca de la suerte que correremos. André me dice que no hay que temer a las fuerzas de la naturaleza, que sólo hay que respetarlas. Mientras las respetemos, nos dice, podemos ir en paz.
» Javier Argüello es autor del ensayo La música del mundo (Galaxia Gutenberg).
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