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VIAJEROS URBANOS

En Limerick, tras los pasos de Frank McCourt

Ruta por la ciudad irlandesa para los fans de ‘Las cenizas de Ángela’

El edificio del Museo de Frank McCourt fue una escuela en la que estudió un unos años el novelista.
El edificio del Museo de Frank McCourt fue una escuela en la que estudió un unos años el novelista.

Frankie en el colegio. Frankie recogiendo carbón, para alimentar el fuego. Frankie a orillas del temido río Shannon. Frank McCourt fue un niño pobre pero listo, con esa astucia que solo la necesidad despierta. Las cosas no eran fáciles en el Limerick de los años 30-40. Tampoco de puertas adentro, en los brazos de una familia con un padre ausente, agarrado a una pinta de cerveza. Pero, a pesar de todo, ese crío desaliñado de ojos frágiles se las apañó para despertar intensamente a la adolescencia.

Frank McCourt escribió su historia irlandesa muchos años después, desde la distancia de la memoria, y desde la lejanía, en Nueva York. Las cenizas de Ángela se publicó en 1996. Ganó el Premio Pulitzer un año más tarde. Se ha traducido a una treintena de idiomas y la película (1999) de Alan Parker, basada en el libro, puso rostro cinematográfico a los McCourt y a la vieja ciudad de Limerick. “Pintaron de gris y negro los edificios de The Crescent para ambientar”, cuenta Noel Curtin, guía turístico de Limerick. En realidad, las fachadas de esta parte georgiana de la ciudad son de ladrillo rojo, con esas puertas de intensos colores que invitan a entrar.

Aquí se detiene la ruta que sigue los pasos del escritor, cuando todavía era aquel niño que miraba con deseo infantil, desde el otro lado del escaparate del Naughton’s, los fish and chips envueltos en papel de periódico. La St. Joseph’s Church sigue ahí, recordando cómo ese Frankie recién peinado, con las orejas relucientes, a punto estuvo de llegar demasiado tarde a su primera comunión. Y la Carnegie Library (ahora convertida en galería de arte) donde los hombres hojeaban el periódico y él escondía lecturas prohibidas bajo las tapas de gruesos libros de santos. En Quinlan Street, el South’s Pub recuerda que fue aquí donde Frank McCourt cumplió con el ritual de los 16 años, el de la primera pinta. En realidad, fueron dos.

Pero también hay un Limerick que se ha ido, aunque permanezca dibujado en las páginas cenicientas de la novela. Noel Curtin apunta ahora con el dedo a la fachada de un edificio al otro lado de la calle Lower Cecil. “Aquí fue donde Frank trabajó como repartidor de telegramas, que, en aquella época, era una profesión importante por la inmigración. El telegrama era la única manera de comunicarse con los que estaban lejos”, explica el guía irlandés. Tampoco queda rastro de las casas húmedas y frías en oscuros callejones donde la familia nómada buscaba abrigo: Barrington Lane, Windmill Lane... En Barrack Hill pasaron su primera Navidad, con una cabeza de cerdo por toda cena. Es la misma casa de la pequeña Italia en el primer piso, para huir de la Irlanda de la planta baja que, en invierno, se encharcaba con cada tormenta. La misma vivienda en cuya escalera Frankie hablaba de vez en cuando con “el ángel del séptimo escalón”.

De aquello no queda nada y por eso en el Museo de Frank McCourt, en Hartstonge Street, se puede ver una recreación con “objetos de la época que han sido donados por gente de Limerick”, explica su directora y propietaria, Una Heaton. Aquí hay maletas que hablan del viaje de vuelta desde Nueva York y camas quejumbrosas en una habitación de paredes desconchadas.

El museo, que se abrió en julio de 2011, está situado en la Leamy House, un imponente edificio de estilo tudor de 1834. Fue galería de arte y fábrica textil. Y mucho antes una escuela en la que estudiaron durante unos años Frankie y sus hermanos. Por eso este lugar es una clase de historia irlandesa, con sus pupitres de madera, mapas con viejas fronteras y el recuerdo de métodos de enseñanza que hoy serían cuestionados. “A partir del verano, vamos a ampliar el contenido de la exposición con más objetos personales del escritor que serán donados por su viuda”, asegura Una Heaton.

Hay vitrinas para curiosear detalles como cuadernos de rayas con una caligrafía en irish tan redonda que las letras parecen dibujos en miniatura, fotografías en blanco y negro o shillings, la moneda de la época. Apoyada en la pared está la bicicleta que se usó en el rodaje de la película.

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