Mi encuentro con el oso
Ruta en moto por Alaska en busca de plantígrados recién salidos de su hibernación
Alaska es más que un Estado de la Unión. Es un mito. La última frontera. La fiebre del oro, el oleoducto del Ártico, el sol de medianoche, el destino más alejado para los buscadores de sueños de libertad y la tumba del idealista Christopher McCandless, el muchacho de Into the Wild (Hacia tierras salvajes). Y además, el territorio de los osos grizzlie, uno de los más grandes animales salvajes de Norteamérica.
Cada año hay decenas de muertos por ataques de plantígrado en esta región. Y a pesar del riesgo, la atracción es irresistible. El hombre y la bestia. Siempre enfrentados, siempre buscándose mutuamente. Augusto Monterroso retrató en un célebre microrrelato el imaginario encuentro con un dinosaurio que permanecía allí cuando despertó. Lo he tenido presente a lo largo de mis encontronazos con las más feroces criaturas de este planeta. En una vuelta al mundo en moto no hay escondite. He topado con elefantes en Bostwana, caballos salvajes en Kazajstán, búfalos en el Masai Mara o peshmergas (milicianos kurdos) armados hasta los dientes en Irak.
Circulo entre valles interminables y cordilleras nevadas. Viajo solo durante muchísimos kilómetros. Disfruto del placer de dejarme llevar por el imán del horizonte. Inmerso durante tantos meses en el infierno circulatorio de África, India y Asia, esta desolación se me antoja como el más perfecto paraíso. Alaska significa el fin de la Ruta de los Exploradores Olvidados, viaje que llevo realizando desde hace casi un año con el objetivo de pisar los mismos lugares hollados por los españoles más bravos y, sin embargo, menos conocidos y recordados.
Aquí está Valdez, topónimo en español más septentrional del planeta. Fue fundada en el siglo XVIII por el catalán Salvador Fidalgo. Alcanzar ese hito concluye un periplo que me ha llevado de Etiopía a Filipinas pasando por India o Borneo. Soy consciente de lo lejos que estoy, de que me hallo muy cerca de mi meta y de que mucha gente ha venido conmigo. Les debo agradecimiento y un retrato de esta región a través de sus tres fronteras terrestres. Y también una foto. La foto del oso.
Frontera Stewart-Hyder
Desde Hyder no se puede ir a ningún otro sitio. Los apenas 100 habitantes del pueblo situado en el comienzo del Canal de Portland están en un culo de saco. No hay vía de comunicación con el resto de Estados Unidos. Supone el modo más rápido de llegar a Alaska por carretera. En 1998 devino en popular destino motociclista después de que Ron Ayres estableciera un récord para los Iron Butt (culos de acero o motoristas capaces de rodar mil millas en 24 horas), al unir los 49 Estados continentales de Estados Unidos en siete días.
En Terrace cojo la pista de grava que circula paralela al lago Kitsumkalum. En cuanto me introduzco en la floresta descubro una mancha oscura que cruza velozmente de un lado a otro. El corazón me da un brinco. Apenas ha sido un segundo pero ya sé que no estoy solo. El oso está ahí. Intento recordar sin éxito las recomendaciones leídas en los folletos que las autoridades turísticas reparten en moteles y centros de información. Afortunadamente, no pincho ni sufro avería alguna, pero tampoco vuelvo a verlo y me quedo sin la ansiada foto.
Frontera Poker Kreek
Entre Tok, en Alaska, y Dawson City, en Canadá, circula la Carretera del Techo del Mundo. Es una doble mentira porque no está asfaltada ni es la más alta, pero es una bella mentira porque circula entre cañones, montañas y valles purísimos. Solo está abierta en verano y el puesto fronterizo, el más septentrional de los Estados Unidos, apenas funciona ocho horas al día. La cruzo con mi antigua compañera, Alicia Sornosa, primera española en dar la vuelta al mundo en moto. A veces se adelanta. En uno de esos momentos en que quedo solo, me detengo a sacar unas fotografías. Cuando intento arrancar el motor, la batería muere y me quedo tirado en medio de esta verde desolación. Pero no todo es verde. A lo lejos diviso una mancha. Apunto con el teleobjetivo. Es un oso negro. Viene directo hacia mí.
El negro tiene mejor fama que el grizzlie. Se supone que es menos agresivo, pero mucho más curioso. Es el que más incidentes violentos causa. No tengo refugio alguno pero espero poder sacar una instantánea del bicho merodeando alrededor de mi BMW. Luego, ya veremos. Hago un par de disparos. Todavía está demasiado lejos como para una toma nítida. Cuando estoy ya preparado para la imagen de mi vida, oigo el rugido de un motor. Es Alicia. Se ha dado cuenta de la tardanza y vuelve en mi auxilio. Al oírla, el oso desaparece entre la maleza y pierdo también la segunda oportunidad.
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Frontera Alcan
La Alaska Highway es la vía principal usada por camiones, autocaravanas y motoristas. A partir de Whitehorse, capital del Yukón, se convierte en un patatal. El invierno destruye el asfalto. Cada vez hay menos gasolineras. El precio del combustible es disparatado, y la venta de merchandising con el lema I survived Alaska Highway (Sobreviví a la Carretera de Alaska) una constante. En la frontera, un solo policía de ojos azules examina mi pasaporte. Me habla en español. Ha estado destinado en El Paso, Tejas.
Alaska recibe con un inmenso lago, miles de kilómetros de tundra y también con un oso recién salido de su hibernación hociqueando bayas en el arcén. Es un grizzlie. Lo reconozco por la pequeña joroba. Apago el motor y dejo que la inercia me lleve en silencio hasta su misma perpendicular. Descabalgo. Saco mi réflex. Encaro. El animal huele al intruso. Se vuelve. Nos observamos. Apunto. Sé que es una insensatez, pero cuando miro a través del visor de mi cámara nunca siento miedo. No estoy ahí. En realidad he desaparecido de la escena y es como si nada pudiera tocarme.
Aprieto. Lo tengo. Es mío. Monto de nuevo en la moto. Arranco. El rugido del motor rompe el aire. Pero todavía no me voy. Aún tenemos algo que decirnos. Monterroso vigila. Lo espero. Por eso cuando el oso despertó, el hombre que entró tres veces en Alaska seguía ahí.
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