Suricatas y noches estrelladas en el salar de Makgadikgadi
La mayor parte de Botsuana es un puro desierto. Pero en él se pueden vivir experiencias fabulosas, como pasar una noche al raso en un salar con las estrellas como techo
Botsuana es un país extraño. Con casi la misma superficie que España, tiene solo 2,4 millones de habitantes; es decir 3,7 humanos por cada kilómetro cuadrado. Es casi más fácil tropezarse con un elefante que con un botsuano. Y el 75% de esa superficie la ocupa el gran desierto del Kalahari. Pero incluso en ese gran espacio vacío hay un lugar más vacío aún: el salar de Makgadikgadi.
Makgadikgadi significa en lengua twsana "el lugar seco más seco aún". Ocupa la esquina noreste de Botsuana y es el fondo desecado de un paleolago. Hace millones de años, tres grandes ríos nacían en las montañas de Angola y desembocaban en el océano Índico: el Okavango, el Kwando y el Zambeze. Hace dos millones de años, el movimiento tectónico que dio origen a la falla Kalahari-Zimbabue creó una cuenca que cegó la salida al mar de los tres, generando un enorme lago del tamaño de Suiza. Cuando, mucho tiempo después, las aguas encontraron cómo seguir su camino, el gran lago se evaporó dejando tras de sí un fondo plano y cargado de sales minerales, tan yermo como un paisaje lunar. La nada más absoluta. A estos salares se les conoce en África como pan (su acepción en inglés) y el de Makgadikgadi, con 37.000 kilómetros cuadrados —aunque repartidos en varias cuencas inconexas—, es de los más grandes del mundo (el de Uyuni, en Bolivia, por ejemplo, mide algo más de 10.000 kilómetros cuadrados pero en una sola cuenca).
En época seca, por un pan solo se aventuran los avestruces. La costra alcalina queda almohadillada por formas poligonales y burbujas de sal que reverberan el sol del mediodía hasta cegar al visitante, creando espejismos lejanos. El resto de fauna africana que campa a sus anchas por este país salvaje sin atender a límites de parques nacionales o reservas de caza, en especial los elefantes, rehúyen entrar en este infierno blanco en el que, por no haber, no hay ni insectos ni reptiles. La alta salinidad del terreno impide el crecimiento de casi cualquier especie vegetal o animal, exceptuando algunos microorganismos halófilos que resucitan en la temporada de lluvias. En esa época húmeda sí hay varias especies de mamíferos que se adentran en el pan, como los ñus y las cebras, e incluso colonias de flamencos que aprovechan para anidar.
Gracias a ello, se ha popularizado un tipo de experiencia que he tenido la oportunidad de vivir con el grupo de El País Viajes que acompaño estos días por Botsuana: dormir al raso en medio del pan aprovechando la temporada seca, que permite rodar por su interior sin hundirte en el barrizal y —lo más importante— sin molestar a la posible fauna.
La aventura empieza en Planet Baobab, un lodge rodeado de enormes baobabs en las cercanías de Gweta. Te llevan en todoterreno durante hora y media por pistas arenosas hasta el borde del pan. Una vez allí, puedes seguir en ese vehículo o cambiar a un quad que conduces tú. Poco a poco, la vegetación va desapareciendo y las rodadas te internan en un desierto blanco e infinito, tan plano y tan blanco como un folio de papel, en el que la línea del horizonte permanece inalterable 360 grados sin que nada la moleste. Un plató extraterrestre.
La escenografía está preparada para que llegues al campamento justo cuando el sol se está poniendo sobre ese horizonte sin fin. Y es entonces cuando el escenario y los colores que lo envuelven te enloquecen. La única palabra que me venía a la mente contemplando esa puesta de sol era “extraño”. Hay pocos lugares en la tierra tan raros como este. En el pan los conceptos vastedad y espacio infinito cobran sentido.
Lo mejor de todo es que no se montan tiendas de campaña. Aprovechando la ausencia de vida, se duerme al raso en unas curiosas colchonetas que incorporan sábanas y mantas todo en uno, como un bocadillo-cama. Puedes mover tu colchón y ponerlo donde quieras; alejado del grupo, por ejemplo. Así, en el silencio hiriente de la noche, cuando varios millones de puntos blancos centellean en la bóveda celeste, te imaginarás en otro planeta. O dentro de una de esas bolas transparentes que venden como souvenir turístico a las que le das la vuelta y parece que nieva: un fondo plano cubierto por una semiesfera de cristal perfecta. Los mejores días son los de Luna llena o, al menos, en cuarto creciente.
La experiencia se completa con la visita antes de entrar o al salir del salar a unos seres de lo más simpáticos. Dicho está que en el interior de ese salar no crece ni prospera nada. Pero en sus bordes viven los bichos más tiernos de la fauna botsuana: los suricatas.
Los suricatas son mangostas de pequeño tamaño con un cuerpo alargado y esbelto. Viven en familias matriarcales y son muy sociales, sus miembros cooperan en todo. Salen de sus madrigueras al amanecer y al atardecer para escarbar en busca de arácnidos, gusanos, escorpiones y todo tipo de insectos. Mientras unos cavan, otros se empinan sobre sus patas traseras vigilando que no aparezcan depredadores.
Es la imagen más tierna de una tierra desértica y —en apariencia— inhóspita que, sin embargo, está llena de vida.
Adoro Bostuana.
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