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Las muchachas del telar de Tamahú A las 43 mujeres de este pueblo guatemalteco de Alta Verapaz les une el amor por los tejidos y el empeño por vender sus huipiles y otras prendas típicas. Víctimas de numerosas estafas y del coronavirus, buscan rentabilizar esta labor ancestral para poder mantener viva la tradición y a sus familias En un rincón escondido entre las innumerables montañas del municipio de Tamahú, hay unas mujeres con las ganas y la fuerza de revivir toda una comunidad. Se criaron viendo las manos de sus madres entre hilos de colores y hoy son ellas las que enseñan la tradición a las más pequeñas de esta aldea guatemalteca. Así ha sido siempre. Y así quieren que siga siendo. Pero la crisis de la covid-19 ha reducido al mínimo sus ventas y muchas se replantean seguir con esta labor ancestral. Doña Rosa María Koimaz, la matriarca de esta red de tejedoras, no se da por vencida: “Toca encontrar la forma de volver a vender”. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Hasta ahora, esta tarea ha sido “cosa de mujeres”. Los hombres de la aldea suelen dedicarse a la agricultura, principalmente a la milpa (maíz) y el frijol, la base del menú diario del país centroamericano. “Nosotras hacemos todo lo demás”, resumen entre risas las mujeres que se van acercando a casa de Koimaz, un punto de encuentro frecuente. Ellas son las responsables de los cuidados de los niños y del hogar, se encargan de las comidas y, en los ratos libres, tejen. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Aunque son muchas las prendas que confeccionan, los huipiles –o güipiles– son la pieza estrella. Esta especie de sobrecamisa rectilínea, que en náhuatl significa “mi tapado”, es típica de las comunidades indígenas de Guatemala. Aunque guarda mucha similitud con los trajes autóctonos de otras zonas de Centroamérica, cada huipil cuenta la historia de su pueblo. A veces, incluso narran cuentos y fábulas. Los bordados predominantes de esta aldea son las flores, las mariposas y otros animales. “Lo que vemos”, aclara una de las más veteranas. La más joven de este grupo acaba de cumplir los 18 años y las más expertas se asoman ya a los 60. “Estamos todas en esto”, zanjan. Jaime Villanueva / Noor Mahtani La técnica es minuciosa. Tardan cerca de un mes en bordar uno, dependiendo de la complejidad del diseño. Koimaz jala una banqueta, se sienta y desenrolla una especie de pergamino con un huipil a medio hacer. Entonces, clava sus ojos en las filas de hilos que penden de ambos palos de madera –heredados de unas a otras– y empieza la magia. Sus dedos expertos intercalan el gris y el negro entre el blanco, de un lado a otro. Es rápida. Cuando queda satisfecha, arrastra desde arriba una de las varas que lo prensa todo. Y vuelta a empezar. La tarea, que exige precisión y mimo, parece no costarle nada. En el proceso, se cuelan historias, lamentos y deseos de varias generaciones; es la banda sonora de estas mujeres que bordan juntas. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Antes de que estallara la pandemia los vendían entre 1.000 y 1.300 quetzales (110 a 140 euros) en el mercado de Tamahú. Siempre había alguien que necesitara un huipil nuevo o algún turista que quisiera llevarse a casa una verdadera artesanía hecha en Guatemala. El confinamiento puso punto y final a la venta ambulante –en un país en el que el 70% de los trabajos son informales, según el Sistema de Cuentas Nacionales (SCN)– y a la llegada de turistas. Estas madres de familia fueron las principales víctimas. Y, con ellas, sus hijos. Jaime Villanueva / Noor Mahtani “Las tenemos de todos los precios”, espeta una de las mujeres. “Muéstrele la que tiene menos mariposas”, añade otra. Tienen sangre de negociantes. Y la necesidad agudiza la maña. Sacan de una bolsa de plástico negra algunas telas ya acabadas que se cortarán a medida y las ponen unas encima de otras. “Estas son más baratitas, ¿va?”, incide doña Florinda Chichcal. Una joven señala una colorida prenda con orgullo. “Esa es la que hice yo”, dice tímida mientras da saltitos para mecer al bebé que carga a la espalda. Está a punto de quedarse dormido en una de las telas que bordó su madre y los ojos cansados de esta revelan que no es una tarea fácil. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Gabi, sin embargo, no quiere perderse el encuentro de mujeres. Tiene menos de un año y escucha a las demás como si las entendiera. Sin apartar sus enormes ojos negros. Es la segunda hija de Vilma Yolanda Xolmay, una joven de apenas 23 años, que lleva media vida tejiendo. “Yo empecé a moverme entre los hilos con la misma edad que ella”, bromea. “Ojalá pueda dedicarse a esto también, pero cada vez hay menos negocio. Cada vez nos cuesta más vender”. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Esta dificultad no es el único problema que han afrontado. Durante la pandemia, se acercó a esta comunidad un grupo de supuestos empresarios que les prometieron vender en la capital sus productos. Ellas se alegraron y dieron todo lo que tenían tejido hasta entonces. Al menos medio centenar de huipiles. Estos hombres nunca volvieron con el dinero. “Ya no nos fiamos de nadie”, cuenta Mirian Chá. Esta artesana de 19 años se ha planteado abrir una cuenta de Instagram o de Facebook para hacer pedidos en internet, pero teme que no funcione. La conexión no es muy estable y no todas las mujeres tienen teléfonos. En la imagen, Lidia Isabel Chaj, de 28 años, y Vilma Yolanda Xolmay, muestran las prendas de 600 y 200 quetzales (65 y 21 euros), respectivamente. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Concepción Popcux (derecha), 28 años, aprendió a tejer con su cuñada. Tiene apenas tres años de experiencia y ya domina la técnica a la perfección. El secreto de esta tradición es la transmisión entre mujeres. El huipil que sostiene lo vende a 1.200 quetzales (130 euros) y le tomó tres semanas acabarlo. Marcela Antonia Cha Sam (izquierda), 32 años, reconoce que le llena de orgullo dedicarse a esto. Aunque lamentan tener varias telas listas que no consiguen vender. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Las mujeres de esta comunidad indígena q'eqchi no paran de llegar a la terraza de Koimaz. La anfitriona va sacando deliciosos tamales de frijoles y salsa de tomate y bebidas de avena caliente. Las pocas que llevan mascarillas se las quitan rápidamente para degustar el plato. El coronavirus no se asoma por ninguna de las conversaciones. “Aquí solo lo hemos notado en la economía. La enfermedad no ha llegado a la aldea”, dice Xolmay ante los ojos atentos de la pequeña Gabi. En la imagen, Carmelina Tutsa y Elsa Cha Sam, ambas de 23 años. Jaime Villanueva / Noor Mahtani ¿Y qué edad tiene usted, María Beatriz (derecha)? Se queda callada y se sonroja de la vergüenza. No se acuerda. “Treinta y tres”, le grita una amiga desde atrás. Todas ríen. En esta comunidad los años de vida no tienen mucha relevancia. Así que saca de entre su falda su carné de identidad y resta en alto. “Eso, 33”, asume. Otra compañera acaricia el huipil y alaba la costura de las aves de la señora Cha. “Te quedó muy bien”, le dice en q’eqchi. Aquí se respira la sororidad que nunca se enseñó. A la izquierda, Angélica Berta Lidia Cha Sam, de 27 años. Jaime Villanueva / Noor Mahtani Elvira Xol, de 41 años, y Carlota Kim, de 24 años, son otras de las muchas muchachas del telar a las que parece que en algún momento cantó Víctor Jara: “Esclava de un horario; esclava de un salario; hilandera morena, pequeña mariposa… Obrera del telar”. Ellas volverán a sus casas en breve a seguir con los cuidados de su hogar y continuarán tejiendo. Poco cambiará en su rutina. Bordarán con anhelos de que se vendan pronto y con la vista puesta en las generaciones que vienen y que, por ahora, son solo niñas que crecen entre retales, ovillos y la resiliencia de toda una red de mujeres. Las que tejen mucho más que huipiles. Jaime Villanueva / Noor Mahtani