El ajedrez ataca a la desigualdad
El juego, practicado de forma masiva en los centros, ayuda a la integración de los alumnos
El mundo en 64 casillas. El tablero infinito. Una pieza mal colocada y alguien concede: "¡Tablas!" El ajedrez, a diferencia de la vida, no siempre termina en jaque mate. Existen millones de posibilidades. El infinito repartido en los movimientos de dos jugadores. El ajedrez es un juego-deporte-ciencia que se ha desplegado por España como una brillante apertura. Esta tierra es, después de Armenia, el país donde resulta más popular. Unas diez de las 17 comunidades autónomas lo tienen incluido en su relato curricular. Leontxo García —profundo cronista de esta "ciencia" de EL PAÍS— recuerda que cuando Televisión Española retransmitió el enfrentamiento por el campeonato del mundo entre Kárpov y Kásparov, desde el Teatro Lope de Vega de Sevilla, para publicitar la Exposición Universal de 1992, la última partida la vieron 13 millones de espectadores. Casi nadie entendía la estrategia de las piezas. Pero ahí estaban. ¿Quién comprende la alta montaña? Y miles de personas se juegan la vida por ella. El ajedrez hace sonar su flauta de Hamelín.
Los pedagogos, profesores y expertos relatan interminables beneficios para los niños y las niñas. Leontxo García, que exhala ajedrez, y lo ha estudiado en cien países, sintetiza su aprendizaje en tres habilidades. Pensamiento flexible. "En diez o 15 años los chicos tendrán que formarse en profesiones que ahora no existen, con una tecnología que aún nadie ha creado", prevé. El ajedrez tiene un tiempo límite. Exige tomar decisiones rápidas, flexibles y apretar el botón del reloj. Otro recuadro —propone el experto— es la autocrítica. "Cuando pierdes, siempre te preguntas: ¿En qué he fallado?" Pero sin presión. "El juego puede ser una forma de vida, pero también transformarse en una obsesión". Equilibrio. Control del primer impulso. "¿Cuántas veces, por ejemplo, en las redes sociales nos hemos arrepentido de contar algo?", observa García. El ajedrez es pausa. "Respeto a los demás, memoria, geometría, diagonales, verticalidad, mirada crítica, creatividad", desgrana. También, integración.
La Escola Jaume Balmes del Prat de Llobregat (Barcelona) enseña en un barrio difícil. Es un "Centro de alta complejidad". Así los denomina Educación. Inmigración, etnias minoritarias, chicos con encaje traumático. La Generalitat ha distinguido a la Escola por sus logros y esto, "como centro, también nos ha aportado autoestima", concede su directora, Pietat Bodelón. Todo el equipo de profesores participa en el juego. Es una enseñanza transversal. Se usa en la totalidad de las áreas. Desde los tres a los 12 años. Su lema es de una belleza que haría feliz a Descartes: "Observo, pienso y luego muevo". El ajedrez es el "idioma" de los niños, que a veces ni saben castellano ni catalán. "Es la forma para que se integren, y participan chicos y chicas. Promueve la igualdad", defiende la docente.
Detrás de este Jardín del Edén cuadriculado siempre existen leyes que lo hacen posible. En 2012, el Parlamento Europeo instó a introducir el ajedrez en los sistemas educativos de los Estados miembros y durante 2015 sucedió lo que Leontxo denomina un "milagro". El Congreso aprobó por unanimidad el fomento y la práctica de este deporte en escuelas y espacios públicos. Paradojas o no. Un juego basado en la confrontación entre dos bandos —piezas negras y blancas— ponía de acuerdo a una bancada históricamente fracturada por la mitad. Fue un despertar. Seguro que desconocían todo su alcance. "Los proyectos en los que este juego se utiliza de forma transversal palían los efectos de las desigualdades sociales", observa Jon Andoni Duñabeitia, director del Centro de Ciencia Cognitiva (C3) de la Universidad Nebrija. Y añade: "Uno de los descubrimientos más importantes es que el impacto del ajedrez en el desarrollo intelectual es mayor en la población infantil y con menos experiencia en este deporte que en alumnos o ajedrecistas más entrenados. Esto respalda su inclusión en contextos escolares para potenciar algunas de las habilidades cognitivas de los chicos". Además, "resulta bastante fácil de montar en una escuela", subraya la pedagoga, Carmen Pellicer.
Ese sentido de inclusión se repite en muchos centros como una apertura italiana. En campos de Huelva, en Palos de la Frontera, el Colegio San Jorge también es un "centro de especial dificultad". Pero el juego lleva sobre el pupitre desde 2014. "Todos los veranos nos reunimos el claustro de profesores para ver qué nuevas vías podemos explorar", recuerda Tomás Estrada, profesor de Educación Física y Ajedrez. Desde hace seis años encontraron las traviesas de las casillas. Y caló tanto que hoy se imparte desde 1º de Primaria a 6º. Puntúa en las notas. En el exterior se dibujan tableros gigantes, 25 "normales" y, sobre todo, un aula dedicada a esta "ciencia". Sirve para aprender, pero también para reconciliarse. "Cuando dos niños se faltan al respeto o se pelean los llevamos al aula. Pueden jugar o no. Pero están juntos y piensan sobre lo que ha sucedido". Además es inclusivo. Participan por igual niños y niñas.
Necesidad vital
Porque el ser humano siempre ha necesitado el juego, lo lúdico. "Resulta imprescindible en su desarrollo", ahonda José Luis Linaza, profesor del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). El educador ha llevado sus teorías a lugares extremos de América Latina. Y ha descubierto que "ayuda a trenzar tejido social entre los niños y los padres; y esto hace que se construya más comunidad".
Una sorpresa iluminada por los planos de la miniserie Gambito de dama. La historia real de una ajedrecista prodigiosa de 16 años, que encuentra en el tapiz negro y blanco trascendencia a su vida, aunque también drogas y alcohol. El drama tornado en sonrisas. "En sus primeros 28 días de emisión la han visto 62 millones de hogares", calcula Netflix, su productora, a través de una nota. Quizá lo más bello esté en el epígrafe de la novela de 1983 de Walter Tevis (1928-1984) —en la que se basa la trama—, cuando cita los versos de Yeats: "Como una mosca de largas patas en la corriente / su mente se mueve en el silencio".
Ese silencio es un eco en las clases del colegio privado Monserrat de Barcelona (1.000 alumnos) y sus otros nueve centros. El ajedrez es pasión. "Algo que parece normal se transforma en excepcional". Este es el resumen, emocionado, de José Andrade, profesor, quien lleva más de 20 años enseñando este arte a los niños y niñas. Empezaron hace cinco lustros siguiendo las técnicas de la colombiana Adriana Salazar, pionera en la docencia con este juego. Pero han ido más allá. Una hora a la semana. Obligatoria de los 3 a los 12 años. "Como herramienta educativa, los resultados son increíbles", zanja Andrade. El mundo en 64 casillas. El tablero infinito.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.