Por qué aún no hemos superado Sensación de vivir, la serie moralista que se atrevió a hablarnos de sexo
El primer culebrón adolescente que arrasó en todo el mundo acaba de cumplir 30 años, pero las versiones de la serie, reuniones de los actores y el continuo recuerdo en Internet la mantienen más viva que nunca
Cuando Luke Perry falleció en marzo de 2019, toda una generación de espectadores volcó en redes sociales una tristeza que evocaba cierto vacío sentimental y existencial: la muerte de tu ídolo adolescente te enfrenta con tu propia mortalidad. Pero aquel duelo colectivo también puso de manifiesto el legado imperecedero de Sensación de vivir. La primera telenovela adolescente de la historia, estrenada hace hoy 30 años, definió una década, una generación y, sobre todo, unas expectativas ante la vida. Desde su final en 2000 ha tenido dos secuelas (una de cinco temporadas en 2008 y otra de solo seis episodios el año pasado) y cada reencuentro entre sus protagonistas provoca un tsunami de nostalgia en internet.
Esta misma semana, cuando Jason Priestley contó que mantiene mucho contacto con Shannen Doherty (quien sufre cáncer de mama en fase 4) y que la actriz se encuentra bien dentro de su gravedad, el hashtag #LuchaComoBrenda fue trending topic en todo el mundo. Porque aunque Sensación de vivir fuese una apología del lujo, del consumismo y de la belleza más superficiales, lo que conectó con millones de espectadores siempre fueron las emociones.
Darren Star, un guionista debutante de 27 años, quería escribir un culebrón sobre los problemas de la juventud sin condescendencia, tal y como había hecho El club de los cinco. Aaron Spelling, el legendario creador de Los Ángeles de Charlie, Vacaciones en el mar o Dinastía, quería producir una fantasía sobre vivir en Beverly Hills. Y el supervisor Charles Rosin, que venía de Doctor en Alaska, se inspiró en el costumbrismo emocional de Treintaytantos: pequeños problemas que a sus protagonistas les parecían enormes.
Sensación de vivir partía del conflicto entre los valores tradicionales de la familia Walsh, recién mudados de Minnesota, y la frivolidad insolente del instituto Beverly Oeste. El público descubría, de la mano de los gemelos Brandon y Brenda (él una brújula moral; ella obsesionada con que la tomasen en serio, lo cual la convertía en la adolescente más realista de la serie), el ecosistema de Beverly Hills. Kelly Taylor, la abeja reina, empezaba el curso presumiendo de haberse hecho una rinoplastia durante el verano. Toda la personalidad de Steve Sanders se reducía a la matrícula de su Ferrari (“I8A 4RE” se lee como “tengo un Ferrari”). “En Minnesota no te ponías tanto maquillaje” le espetaba mamá Walsh a Brenda. ¿Qué adolescente no se sentiría identificada con esa observación?
La serie se estrenó el 4 de octubre de 1990 sin apenas repercusión, pero cuando empezó la Guerra del Golfo Pérsico en enero de 1991 todos los canales centraron su programación en el conflicto (considerado la primera guerra televisada de la historia) excepto Fox, que no tenía departamento de noticias. La audiencia de Sensación de vivir fue subiendo porque el público necesitaba evadirse. Y en una jugada sin precedentes, Fox decidió aprovechar el momento encargando una segunda temporada que, en vez de emitirse en otoño como el resto de series, se emitiría durante el verano y estaría ambientada en el club de playa donde trabajaba Brandon. Mientras las demás cadenas solo ponían repeticiones, Sensación de vivir ofrecía episodios nuevos duplicando su audiencia hasta los 20 millones de espectadores. En un par de meses saltó del puesto 88 al 20 de los programas más vistos en Estados Unidos, gracias a que el 75% de los adolescentes del país (un demográfico que hasta entonces no había interesado a las televisiones) estaban enganchados.
Este éxito entre la audiencia joven causó indirectamente la traumática ruptura entre Brenda y Dylan. Ella era la hija perfecta, algo neurótica pero muy responsable, que inevitablemente se pilló por el chico malo: Dylan tenía 17 años pero ya estaba en alcohólicos anónimos, tiraba macetas contra el suelo cuando discutía con su novia y su padre era un prófugo de la justicia. Así que la serie le endosó a Brenda la misión de salvarlo. Tras hacerse una prueba del vih (Dylan había mantenido relaciones sin preservativo en el pasado), Brenda perdía su virginidad con él la noche del baile de primavera. No sin antes, claro, consultarlo con su mejor amiga: “Regla número 1: lleva tú un condón, nunca confíes en el chico”, le indicaba Kelly.
El Museo de la Televisión y la Radio de Estados Unidos incluyó aquel episodio en su colección permanente, al abordar con naturalidad el uso de anticonceptivos entre los adolescentes. Pero cuando Brenda salió le contó su experiencia entre risas a Kelly varias asociaciones de padres protestaron no porque Brenda perdiese su virginidad, sino porque no se sintiese culpable por ello. Así que al principio de la segunda temporada la cadena impuso una trama en la que Brenda se asustaba al creer que estaba embarazada y, tras consultar con Kelly y con sus padres, decidía romper con Dylan porque no estaba preparada “para todo eso del sexo”.
“Queríamos celebrar el empoderamiento femenino con aquel personaje maravilloso de Brenda, que representaba la noción de que una chica podía ser sexualmente activa sin ser considerada una guarra, sino un modelo de conducta. Pero los ejecutivos no lo veían así”, lamentaría Charles Rosin. No ayudó que Luke Perry aclarase en Rolling Stone que sin duda Dylan y Brenda seguían acostándose, solo que no se hablaba sobre ello: “En el instituto, una vez empiezas ya no paras”. Este giro enviaba un mensaje perverso a las espectadoras más jóvenes de la serie, que por un lado las animaba a tomar la iniciativa pero por otro las advertía del castigo que sufrirían. Y por si fuera poco, el público condenó a Brenda (y en concreto a su actriz, Shannen Doherty) al considerarla una niñata caprichosa.
El movimiento “I Hate Brenda” (odio a Brenda) protagonizó una canción dance, una revista (en la que se llegó a entrevistar al cantante de Pearl Jam Eddie Vedder para que contase que Doherty le acosaba) y a abrir una línea telefónica donde escuchar cotilleos crueles sobre la actriz, y miles de réplicas en la prensa. La actriz, que tenía 19 años cuando empezó la serie, salía de fiesta todas las noches (y acababa a puñetazos algunas de ellas), llegaba tarde al rodaje sistemáticamente y trataba a todo el mundo como si fuese escoria hasta el punto de que un día se enzarzó a arañazos con Jennie Garth (Kelly). Cuando un día se presentó en el set con el pelo corto si habérselo consultado a nadie, los productores se hartaron de su hija díscola y la despidieron tras la cuarta temporada. Un detalle que sugería que, en un universo tan superficial, el peor drama que podía montar una mujer era capilar.
En España, Telecinco llegó a congregar al 30% de la audiencia gracias a Sensación de vivir (una traducción libérrima del original, Beverly Hills 90210, que suena a eslogan de Coca-Cola porque eso es exactamente lo que era). La histeria mundial en torno a la serie, que en sus primeras dos temporadas generó 200 millones de euros solo en merchandising, contribuyó a la globalización y a la invasión del imperio americano consumada a través de la cultura popular. El público español asimiló conceptos como “baile de promoción”, “Acción de gracias”, “asesinato en defensa propia” o “alguien ha echado alcohol en el ponche” a pesar de que jamás los necesitaría en su vida real. Y la edad de los espectadores de la serie no se limitaba a la pubertad: los niños también la seguían con entusiasmo, adelantando el inicio de la adolescencia en todos los nacidos durante los ochenta. Kelly y Brenda reemplazaron a las Barbies.
Telecinco empezó a experimentar con la idea de retroalimentar sus programas entre sí (una estrategia que hoy es su modelo de negocio) convocando un concurso de dobles de los personajes de la serie en Hablando se entiende la basca. El mensaje era inequívoco: para aspirar a una vida mejor había que empezar con la estética, tal y como indicaban otros fenómenos culturales de la época (Pretty Woman, Aladdín, American Psycho). Precisamente el presentador de Hablando se entiende la basca, Jesús Vázquez, emulaba la estética de Brandon y Dylan: patillas, tupé engominado y cazadoras vaqueras con botas de motero. Porque a principios de los noventa los jóvenes tenían dos únicas opciones estéticas: el grunge o Sensación de vivir.
El look masculino de la serie evocaba las estrellas clásicas de Hollywood (Dylan imitaba sin disimulo a James Dean, Brandon a Paul Newman), con la intención de recuperar la virilidad de aquellos ídolos de los 50. La pandilla se reunía en el Peach Pit, un bar decorado como los diners de los 50 que proliferaron durante los ochenta impulsados por una ola de nostalgia reaganista hacia aquella época de valores ingenuos. En la función del instituto Brenda, Kelly y Donna hacían los coros en una versión del clásico de 1960 Breaking Up Is Hard To Do de Neil Sedaka (vestidas, eso sí, como bailarinas de Robert Palmer). En el Beverly Oeste las chicas optaban por looks de pija romántica (popularizados en España por Don Algodón): camisas anchas, vaqueros de cintura alta y chalecos bordados. Brenda, Kelly y Donna no se parecían a las top models que en aquella época personificaban un canon femenino inalcanzable, sino que eran “chicas monas” que, como se decía entonces, “sabían sacarse partido”. Es decir, que se habían dejado flequillo.
Porque el fenómeno de Sensación de vivir radicaba en que funcionase como un producto identitario. Eras una Kelly o una Brenda. Eras de Dylan o de Brandon. Por eso la revista Súper Pop agotó su tirada cuando regaló una carpeta de la serie: llevarla al instituto era la forma más rápida y efectiva de explicar quién eras. De ahí que el furor fuese comparable a la Beatlemanía de los sesenta o a los eventos deportivos.
El consumismo en Sensación de vivir no era explícito sino implícito: sus personajes nunca salían yendo de compras, porque tenían de todo. Ropa de firma (uno de los mayores roces entre Kelly y Brenda no fue por Dylan, sino por llevar el mismo vestido al baile de primavera), teléfonos en el coche (Dylan tenía un Porsche, Brandon un Mustang) y fiestas anunciadas mediante el cartel de una avioneta sobrevolando Malibú. Sensación de vivir neutralizaba el espíritu de la Generación X, que proponía una pasividad antisistema basada en no participar del consumismo sino vivir con lo mínimo. La serie daba, entre otras muchas cosas, ganas de trepar en la escalera social: las lectoras de la revista estadounidense Teen votaron Sensación de vivir como su serie favorita pero también como la serie en la que más les gustaría vivir.
Pero aquel escaparate del lujo era un caballo de Troya: lo que enganchó a millones de adolescentes fueron las relaciones entre los personajes. Sus problemas, aunque dramatizados, resultaban auténticos: Kelly contaba que un chico con el que salía la violó, Andrea sufría la marginación por ser una empollona y vivía enamorada sin esperanza de Brandon (en una inversión de roles del arquetipo masculino del “pagafantas”) y Donna era tan insegura que tardaba cinco temporadas en perder la virginidad con David. Los padres de Beverly Hills estaban sacados de las telenovelas de los ochenta: alcohólicos, criminales, egocéntricos o autoritarios, todos eran incapaces de educar y dar cariño a sus hijos y Sensación de vivir retrataba el trauma de la primera generación hija de padres divorciados. El éxito de la premisa “los ricos también lloran” radica en que los percances sentimentales, traumáticos y familiares les ocurren por igual a ricos y pobres, de modo que en cierto sentido unifican a la sociedad. Aunque los chavales naciesen en el privilegio, para alcanzar el éxito emocional tenían que trabajar tanto como cualquiera.
Sensación de vivir abordó la cleptomanía, las infidelidades, las drogas, el adulterio, la educación sexual, los desórdenes alimenticios, el alcoholismo, las sectas (todo esto le ocurrió a Kelly), la cleptomanía, las dificultades de sacarse el carné de conducir, la importancia de hacerse mamografías periódicas (Brenda) y el peligro de las armas de fuego (con la muerte accidental de Scott, cuyo actor fue despedido para abaratar costes). Cuando Brenda temía estar embarazada, Dylan le prometía que la apoyaría en todo. La serie reivindicaba que durante los años de instituto tus amigos son tu verdadera familia.
Por eso una de las tramas más recordadas de Sensación de vivir es la manifestación de estudiantes para exigir que dejasen a Donna graduarse, tras ser expulsada por emborracharse en la fiesta de primavera, en lo más cerca que ha estado Beverly Hills de ser comunista. Al fin y al cabo, Brandon se había emborrachado dos veces (ambas porque le echaban algo en la bebida) y nadie le dio la menor importancia del mismo modo que cuando perdió la virginidad (en el primer episodio, con una desconocida en un jacuzzi) ninguna asociación de padres escribió cartas a la cadena. Afortunadamente la desigualdad entre géneros quedó solucionada por Kelly cuando, ante el ultimátum de Dylan y Brandon para que eligiese a uno de los dos, ella optó por quedarse soltera: “Me elijo a mí misma”.
Es esa coherencia emocional lo que siempre conectó al público con Sensación de vivir: no se trataba del clásico culebrón en el que los personajes cambiaban de personalidad u olvidaban sus traumas de un capítulo a otro, sino que cada experiencia les iba ayudando a madurar. Lo que más ha pasado de moda de esta serie no son sus looks, sino su ingenuidad y su determinación de no creerse más lista que su audiencia. Cuando murió Luke Perry (y, a efectos culturales, murió Dylan McKay), sus espectadores no guardaron luto por la adolescencia que vivieron. Guardaron luto por la adolescencia que imaginaron.
El año pasado el reparto original, con la ausencia de Perry, se reunió para una secuela que jugaba con recursos metanarrativos: se interpretaban a sí mismos (o, más bien, a la imagen que el público tiene de ellos) intentando convencer a una cadena de resucitar la serie. Paradójicamente, aquella secuela solo duró seis episodios. Pero fue una curiosa meditación en torno a la obsesión de los adultos por revivir su adolescencia. Los actores no han superado la serie y en cierto modo los espectadores tampoco. Porque Sensación de vivir proponía una promesa de felicidad que, 30 años después, sigue sin cumplirse. Y madurar significa darse cuenta de que solo la promesa ya era la felicidad.
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