Una de las mejores series de la historia es una película de 15 horas
Hace 40 años Rainer Werner Fassbinder adaptó para la televisión 'Berlin Alexanderplatz'. No está en Netflix ni en HBO, en España la vimos en La 2 gracias al empeño de Pilar Miró
Berlin Alexanderplatz fue estrenada por la WDR, cadena de televisión pública alemana con sede en Colonia, en octubre de 1980. Ya en los títulos de crédito se presentaba no como la serie que no quiso ser, sino como una película de algo más de 15 horas divididas en 13 capítulos y un epílogo. Su autor, Rainer Werner Fassbinder (Bad Worishöfen, 1945- Múnich, 1982), no hizo la menor concesión a la lógica del medio televisivo. Ya había intentado adaptarse (a medias) a un lenguaje audiovisual que le resultaba ajeno en 1972, con el melodrama familiar Ocho horas no hacen un día y salió escarmentado de la experiencia.
Aquella primera serie, crónica agridulce de la vida cotidiana de un barrio obrero, tenía su dosis homeopática de humor, violines y finales felices, pero también abordaba, de manera inédita en la pequeña pantalla, cuestiones como la plusvalía, el cooperativismo, la especulación inmobiliaria, el rechazo a los trabajadores inmigrantes o la densa jungla burocrática en que se había convertido la República Federal Alemana.
La serie fue cancelada tras cinco capítulos, tres menos de los inicialmente previstos. Las discretas audiencias acabaron condenando al desguace prematuro a la primera, tal vez única, teleserie marxista de la historia de Occidente. Bastante mejor le fue, en 1973, a otro producto con el sello de Fassbinder: El mundo conectado, miniserie de ciencia ficción de un par de capítulos, una insospechada precursora de Matrix que fue acogida con curiosidad cómplice por un número respetable de espectadores.
Lo toman o lo dejan
Con Berlin Alexanderplatz, su última colaboración con la WDR, un Fassbinder transformado ya en gran personaje mediático e icono del cine moderno optó por marcar el terreno de juego desde el principio. No estaba dispuesto a comprometer su visión artística y no iba a claudicar ante la dictadura de las audiencias. El resultado fueron esas más de 15 horas de insobornable cine de autor, deslumbrante y barroco, exhibidas en salas comerciales de Europa y Estados Unidos en años posteriores y convertidas hoy en una leyenda del celuloide que ha entusiasmado a varias generaciones de cinéfilos.
Se trata de una minuciosa adaptación de la novela del mismo título de Alfred Döblin. Rafa Morata, “cinéfilo de a pie” e impulsor desde hace ya un par de décadas de una página web de referencia sobre el director de Múnich (antes rafamorata.es, hoy rebautizada como fassbindercineasta.com), recuerda que en España pudo verse aquel monumento audiovisual varios años después, en 1988, “gracias a una señora, Pilar Miró, que acabó acusada de corrupción, pero durante un corto periodo convirtió el segundo canal de nuestra televisión pública en el refugio de la alta cultura”.
Morata descubrió la serie y a su autor siendo aún un adolescente. De la mano de Fassbinder, se asomó “al gran cine, a Douglas Sirk, Joseph L. Mankiewick, Josef von Sternberg”. Fassbinder sigue pareciéndole “el cineasta del siglo XX que mejor supo anticipar el siglo XXI, con su auge de la inmigración y el racismo, su diversidad sexual, el impacto de un capitalismo globalizado depredador y corruptor”.
En Berlin Alexanderplatz, historia de un convicto que sale de prisión para sumergirse en la pesadilla sin tregua del Berlín de 1928, Morata ve una rotunda fábula “sobre el efecto corrosivo del dinero, sobre cómo la precariedad degrada y disuelve las relaciones humanas”. Un ejemplo de lo que ocurre cuando las sociedades en crisis, como la Alemania de la República de Weimar en que se desarrolla la historia, se asfixian sin remedio y el dinero se convierte en el único oxígeno concebible.
Como los buenos vinos
Para el director, profesor y crítico de cine Daniel V. Villamediana, la serie que nunca fue tal demuestra hasta qué punto “en los años setenta y ochenta hubo en Europa un modelo de televisión pública que apostaba por el cine de autor de vanguardia: Maurice Pialat, David Lynch, Roberto Rosellini e incluso Orson Welles filmaron por entonces grandes obras cinematográficas pensadas para la pequeña pantalla, nada que ver con el moderno concepto de TV-movie”.
Demasiado indigesta y virulenta para ser exhibida en su día televisión, la serie ha crecido en el recuerdo y una nueva generación la considera ahora una de las obras mayores de Fassbinder
Villamediana reivindica “lo bien que ha envejecido Berlin Alexanderplatz, con su estética sombría y bizarra, de un realismo onírico muy táctil, que casi se puede palpar”. La describe como una ficción de una extraordinaria riqueza que nos habla de “sexo, dinero y dolor, de la necesidad agónica de ser amado”. De los temas, en definitiva, que están en el tuétano de la obra de Fassbinder y la impregnan de autenticidad y textura humana.
Incomprendida hasta cierto punto en su día, demasiado indigesta y virulenta para ser exhibida en televisión, la serie ha crecido en el recuerdo y una nueva generación de aficionados y críticos la considera ahora una de las obras mayores de su autor, a la altura de El mercader de las cuatro estaciones, Todos nos llamamos Alí o Un año con 13 lunas, si no su absoluta obra maestra.
Sin embargo, Villamediana, que considera que se trata de “una verdadera maravilla”, prefiere distanciarse en lo posible del resbaladizo y equívoco concepto de ‘obra maestra’: “Me parece una manera poco adecuada de cosificar a los autores, creo que resulta mucho más interesante y riguroso hablar del conjunto de su obra. Después de todo, Fassbinder no es un cineasta de películas concretas: hizo más de 40, y todas ellas son sustanciales, con sus grandes virtudes y sus pequeños defectos”. Villamediana cita (y suscribe sin matices) una frase de Jean-Luc Godard: “Puede que sea cierto que ninguna de las películas de Fassbinder es perfecta, pero son casi las únicas películas que importan del cine alemán de posguerra”.
Para Morata, el mejor Fassbinder está muy a menudo agazapado donde menos te lo esperas: “También en películas no tan populares o consideradas menores, como Katzelmacher o Desesperación e incluso en producciones televisivas como El mundo conectado o La tercera generación, toda una tesis, esta última, sobre terrorismo, medios de comunicación y represión policial”. Y, por supuesto, está también en los “magníficos” 14 episodios de Berlin Alexanderplatz, que incluyen momentos tan inolvidables “como la muerte de la joven prostituta Mieze, filmada desde una gélida distancia que no impide que tenga un devastador efecto emocional sobre los espectadores”.
Érase una vez en Berlín
En el primer episodio de la serie, se pronuncia una frase de una clarividencia abrumadora, toda una lección vital en apenas 20 palabras: “Todo lo que necesitas para tener éxito en la vida es ojos para ver el mundo y pies para ir hacia él”. La deja caer el buen samaritano judío que rescata a Frank Biberkopf de un ataque de ansiedad muy poco después de su salida de la prisión berlinesa de Tegel y forma parte de una parábola sobre un joven, también judío, que triunfó partiendo de la nada para fracasar a continuación y acabar alcanzando las más altas cotas de miseria.
Como el judío del cuento, Franz trata de ver el mundo y andar hacia él, pero acabará trastabillado y enredado una y otra vez en la madeja de sus propias contradicciones, fracasando con dolor y con estrépito. Es un gañán, un pobre imbécil, un maltratador, un homicida, un hombre de impulsos insensatos condenado a destruir una y otra vez todo aquello que ama. También es un niño grande que no acaba de cogerle el pulso a la vida. Una criatura frágil y patética a la que Fassbinder parece ver con cierta indulgencia, aplicándole la vieja máxima de que merece ser perdonado porque no sabe lo que hace.
En el epílogo de la serie, presidido por una espectral conversación entre el propio Fassbinder y los dos ángeles que juzgan (aún en vida) el alma del protagonista, queda claro que Biberkopf no es ni bueno ni malo, sino más bien, como decía Borges de los peronistas argentinos, incorregible. La ambigüedad moral está muy presente tanto en la novela como en su adaptación cinematográfica. Fassbinder se aferra a ella convencido como estaba de que la complejidad del mundo no admite moralismos mezquinos ni lecturas maniqueas. Como decía uno de los personajes de Baal, película de Volker Schlöndorff que Fasbinder protagonizó en 1970, “las buenas historias no suelen tener sentido, y si crees que las entiendes es que no te las han explicado bien”.
El Franz de Fassbinder, interpretado por Günter Lamprecht con una exactitud conmovedora, es una criatura compleja. Tiene aún más capas, resquicios y recovecos que el de Döblin. Fassbinder presumía de conocerlo como a un viejo camarada, como a un miembro de la familia. “Franz Biberkopf soy yo”, llegó a decir en cierta ocasión. El director alemán leyó la novela por primera vez en la adolescencia y aquellas páginas le acompañaron hasta su muerte. Las releyó en varias ocasiones y dedicó mucho tiempo a repensarlas y reevaluarlas hasta alcanzar su médula. En una entrevista concedida poco antes del estreno de la serie, Fassbinder reivindicaba su derecho a hacer lo que quisiese con la novela de Döblin: “Me pertenece a mí más que a él. Él se limitó a escribirla, yo llevo 20 años viviendo parte de mi vida en esas páginas y poniéndome en la piel de Franz Biberkopf”.
Un amor que no puede decir su nombre
"Berlin Alexanderplatz' me pertenece a mí más que a Döblin. Él se limitó a escribirla, yo llevo 20 años viviendo parte de mi vida en esas páginas", declaró Fassbinder
Rafa Morata recuerda que una de las principales motivaciones de Fassbinder a la hora de embarcarse en un proyecto tan ambicioso como Berlin Alexanderplatz era no solo “hacer que los espectadores vieran por fin al verdadero Franz Biberkopf”, sino también “entender por fin a Reinhold, amigo, antagonista y amor imposible de Franz, el personaje más enigmático de la novela”.
El Reinhold de Fassbinder, magistralmente interpretado por Gottfried John, es un traidor y un criminal, pero también el personaje que establece una conexión emocional más profunda con Franz, aunque esta derive, como de costumbre en Fassbinder cuando se habla de algo parecido al amor, en un odio larvado, una relación de poder tóxica y destructiva. Fassbinder declaró en cierta ocasión que la novela, para él, era sobre todo la historia de Franz y Reinhold, “dos hombres que fracasan en su corta vida sobre la Tierra porque no tienen el coraje de admitir que se gustan, que de alguna manera se quieren”.
Tal y como cuenta Atilio Raúl Rubino en Instrucciones para sacar del armario (o salir del armario con) los clásicos de la literatura, su contribución al libro colectivo sobre Fassbinder Solo quiero que me amen, la serie fue criticada por apartarse de la novela de Döblin llevándola al terreno del melodrama homosexual. Para Rubino, hay algo de profundamente transgresor en esa lectura en clave queer “de una de las obras más importantes del modernismo literario alemán”: equivale a llevar la diversidad sexual al corazón del canon cultural y literario de una sociedad homofóbica.
Tampoco en esto hizo Fassbinder ninguna concesión a la lógica de la pequeña pantalla. Según Villamediana, al director alemán “le preocupaba el público, pero no cualquier público: el buscaba una conexión intensa y directa con ese reducto de personas sensibles con capacidad para entender y apreciar su cine, que era exigente y no daba tregua”. En opinión de Morata, “Berlin Alexanderplatz planteaba al espectador un dilema muy sencillo: acéptala tal cual es o apaga el televisor”.
Pozos de ambición
Morata insiste en que la serie, además de “osada y muy poco convencional”, es también extraordinariamente ambiciosa, con sus cerca de 900 minutos, “sus casi diez meses de rodaje, sus 6.000 extras y sus 97 actores y actrices con diálogo”, incluidos sospechosos habituales como Hanna Schygulla, Barbara Sukowa, Ivan Desny, Brigitte Mira… El director, consciente del interés en el proyecto de varias cadenas de televisión extranjeras, se planteó trabajar con un reparto más internacional, con Gérard Depardieu en el papel de Franz.
Al final, acabó poniéndose en manos de su gran familia cinematográfica, el grupo de intérpretes, guionistas, músicos y técnicos que venía trabajando con él desde el arranque de su carrera, en 1969. Fue un acto de lealtad a su gente, pero también de sensatez y pragmatismo. Fassbinder recurrió a su círculo de confianza y obtuvo de él un resultado espléndido: todos, empezando por la sobrenatural Hanna Schygulla, dieron lo mejor de sí mismos en Berlin Alexanderplatz.
Cuando completó su ambiciosa obra y empezó a ofrecérsela a los televidentes en ese otoño alemán de 1980, Fassbinder estaba ya en la recta final de su vida. El crítico Charlie Fox escribe en su brillante recopilación de ensayos Este joven monstruo que, para el cineasta bávaro, “el exceso dionisíaco era la norma”. Sus rutinas cotidianas eran un ritual de autodestrucción progresiva: “Bebía todo el día, esnifaba coca como si fuera una aspiradora y se atiborraba de barbitúricos, pero todo lo que le importaba era el trabajo. El día siguiente se lo pasaba rodando su nueva película, por la noche editaba la anterior y hasta que amanecía se dedicaba a escribir la que iba a hacer a continuación”.
Ese estilo de vida febril, ese culto a la embriaguez, el vértigo y las prisas, llevó a Fassbinder a una muerte prematura, a los 37 años, en junio de 1982, de una sobredosis de narcóticos y alcohol. Vivió de forma acelerada porque había concebido proyectos tan grandiosos como crear, en un esfuerzo en gran medida solitario, pero rodeándose de sus cómplices habituales, “un Hollywood alemán”. Una factoría de películas “bonitas y accesibles”, como las estadounidenses, pero “mucho menos falsas”. En Berlin Alexanderplatz, como en El matrimonio de Maria Braun o La ansiedad de Veronika Voss, estaba el germen de esa idea brillante que podría haber marcado la evolución del cine (y la televisión) en la década de los ochenta.
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