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Tribuna
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¿Es el mercado, amigo?

En España existe una actividad al margen de la legalidad donde la violencia de género y la explotación llevan a miles de mujeres a la prostitución. No habrá una narrativa en clave de igualad si se obvia este fenómeno

Eduardo Madina
Eduardo Estrada

Por un enfoque abolicionista de la prostitución

La Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, cuya tramitación ha iniciado el Gobierno, es un paso importante en términos de regulación de los delitos sexuales al afrontarse estos desde la perspectiva del consentimiento. Solo “sí será sí” en la legislación española una vez que el trámite quede completado y la ley entre en vigor.

Es, además, un proyecto que parte de una concepción acertada; toda violencia sexual es una forma de violencia de género. Se abre, por tanto, un debate político y legislativo de enorme trascendencia que afecta a nuestra manera de comprendernos y al núcleo de nuestro marco convivencial. Es de esperar que, en el trámite parlamentario, no se esquive ninguna de las violencias contra la mujer. Tampoco la explotación sexual y la prostitución.

En España, este fenómeno se encuentra acompañado de una mala instalación cultural. Al afrontarlo, lo más habitual es dar con alguien que considera que debe tener su espacio dentro de una economía de mercado. Siempre hay quien nos invita a pensar en la prostitución como una alternativa laboral para las mujeres que así lo deseen; quien nos sugiere que el dinero, cuando vehicula una transacción económica, adquiere poderes taumatúrgicos y transforma la violencia y la explotación en trabajo y actividad económica. Y que esta, igual que cualquier otra, merece ser regulada. Siempre hay quien busca que envolvamos en el criterio de la supuesta libre elección la naturaleza misma de la prostitución; pura violencia de género.

Es cierto que resulta más fácil. Pesa menos el recurso de “una minoría que así lo decide” que la contundencia insoportable de un fenómeno de mujeres prostituidas en contextos de vulnerabilidad y pobreza desde los que son llevadas ahí. Pesa menos que pararse a pensar en que el 80% de la trata en el ámbito mundial se realiza con fines de explotación sexual. Y que, de ese porcentaje, el 90% son mujeres y niñas. Pesa menos que la consciencia de formar parte de un país, España, que, según datos de la ONU, tiene el nivel de consumo de prostitución más alto de la Unión Europea; el 39% de los varones, el tercer porcentaje más alto del mundo.

Es de esperar que en el trámite parlamentario la ley no se esquive la explotación sexual y la prostitución

La supuesta voluntariedad del escasísimo porcentaje de personas que la ejercen dentro de esa prostitución vulgarmente denominada “de lujo” se queda demasiado pequeño como argumento frente a la realidad del fenómeno; una gran mayoría de mujeres que se ven obligadas a ejercerla en situaciones de explotación, violencia, pobreza y vulnerabilidad. El fenómeno admite poca discusión. Se trata de todo lo que fuera de este contexto está tan ampliamente consensuado en nuestra sociedad que resulta inaceptable; cosificación de las mujeres, mercantilización, explotación y violencia de género. La existencia de un mercado alegal donde todo esto sucede debería llevarnos a un enfoque distinto del que lo mantiene escondido en las zonas de sombra de nuestra sociedad.

En primer lugar, no deberíamos encontrarnos cómodos con la idea de un mercado en el que todo estuviera en venta. Un mercado de naturaleza distópica en el que caben todos nuestros deseos y voluntades. El mercado es el lugar donde hay cosas que se compran y se venden. No el lugar en el que todo se compra y todo se vende. Necesita de normas que eviten que esté dominado por quienes tienen más poder y más dinero que principios y, lejos de toda percepción del límite, sueñan con un mundo en el que todo esté a la venta.

En Suecia, quien paga por prostitución es considerado un delincuente y puede llegar a enfrentarse a pena de cárcel

En el interior del país en el que vivimos existe un mercado al margen de la legalidad donde la violencia de género y la explotación llevan a miles de mujeres a estar prostituidas. Nuestras instituciones, y los partidos que en ellas actúan, deben decidir si afrontan esta realidad o si no la quieren mirar. Ojalá decidan afrontarla. Y ojalá lo hagan a través de una política abolicionista contundente y decidida.

Hay que perseguir el tráfico de personas y abordar el endurecimiento de la carga penal de la trata (actualmente, entre dos y cinco años de prisión) y mejorar los medios con los que luchan las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado contra esta lacra.

En segundo lugar, si realmente entendemos que esto es violencia de género, el cliente debe ser un sujeto activo del delito. Así lo concibe Suecia y, en su estela legislativa, otros países europeos. Quien paga por prostitución es considerado un delincuente que puede llegar a enfrentarse incluso a penas de prisión. En él desemboca una cadena de explotación que se inicia, en la mayoría de los casos, en la trata de seres humanos. Se ve mucho más claro desde dentro del lenguaje mercantil: sin demanda no hay mercado y sin mercado no hay proveedores. Sin cliente no hay trata.

Paralelamente, hay que combatir la cultura del consumo en un país donde cada vez es más baja la edad en la que se inician los consumidores de prostitución y hay que implementar medidas que culturalmente desincentiven y penalicen esta práctica tan mal instalada culturalmente.

Por último, es fundamental el desarrollo de programas de planificación de alternativas para combatir la exclusión del mercado laboral que sufren la gran mayoría de las mujeres prostituidas, a través de acuerdos de colaboración interinstitucionales.

Combatir este fenómeno exige un esfuerzo enorme, pero nuestro país no puede seguir de espaldas a una zona de sombra tan habitada de explotación y de violencia de género. No se puede aspirar a una narrativa en clave de igualdad de nuestro modelo de sociedad si no se tiene en cuenta la realidad de miles de mujeres explotadas y prostituidas. España es todo lo que habita dentro de ella, incluyendo aquí las realidades más difíciles de afrontar.

Podemos aspirar a ser un país mejor. Por ejemplo, un país en el que culturalmente no se confunda mujer con mercancía, prostitución con sexualidad, explotación con profesión. Un país en el que el discurso de la libre elección no se ofrezca como desembocadura legal de una realidad de explotación y, en su fondo, de violencia de género.

Ojalá el Gobierno y el Parlamento no sucumban ante el más que instalado “es el mercado, amigo” que siempre aparece cuando se afronta el fenómeno de la prostitución. Ojalá nuestras instituciones decidan ser una pieza clave en el objetivo de una sociedad más justa y quieran ser decisivas ante el reto histórico de la abolición de una de las violencias de género más antiguas del mundo.

Eduardo Madina es director de KREAB Research Unit, unidad de análisis y estudios de la consultura KREAB en su división en España.

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