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Columna
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Gestos y sonrisillas

Ponerse en pie ante el presidente tiene un significado que va mucho más allá de la educación o la ideología

Jorge Marirrodriga
Donald Trump, en la sala de prensa de la Casa Blanca.
Donald Trump, en la sala de prensa de la Casa Blanca.CARLOS BARRIA (REUTERS)

Una de las cosas curiosas de nuestra época es el socavamiento de las formas políticas no por el método del rechazo frontal a un modelo, como pudo suceder, por ejemplo, tras la Revolución Francesa, donde unas nuevas formas que representaban a una manera de entender el nuevo contrato social. El método ahora es el choteo y su justificación mediante argumentos equivocados que se presentan como verdaderos.

Así, un parlamentario no es superior a una persona que se dedique a otra actividad. Ambas son ciudadanas y se deben el mismo respeto mutuo. Pero el primero durante el ejercicio de su cargo encarna la soberanía popular y eso es algo que ninguno de los dos debería olvidar nunca. Un presidente de la República o una Reina en un país democrático son personas como todas las demás, pero el cargo que ostentan es único y representa nada menos que la decisión de un país de tener un proyecto. Hay colegas de oficio que no entienden —o ponen una sonrisilla irónica— que los periodistas estadounidenses se pongan en pie cuando el presidente de Estados Unidos entra en la sala de prensa. Y lo hacen igual sea quien sea el presidente, incluso uno como el actual que saben que puede empezar a insultarlos parapetado en su cargo en cualquier momento. No es un gesto de servilismo, sino una demostración pública de respeto a un cargo. Y lo hacen independientemente de que quien ocupe ese cargo y de que demuestre que es consciente de esa dignidad o no.

Las dictaduras no tienen estos problemas. No es necesaria ni siquiera una falta de respeto al cargo, sino que basta con que el dictador interprete que esta se ha producido. Sin embargo, uno de los triunfos de la democracia es que ciudadanos libres, ejerciendo esa misma libertad, realicen gestos que les recuerdan a sí mismos y a los demás lo verdaderamente importante: que existe un proyecto común que, por encima de sus diferencias, todos reconocen.

La democracia estadounidense está llena de estos gestos y rituales que perdiendo esta perspectiva pueden parecer obsoletos, inútiles o incluso abusivos. Y tiene otras prácticas más de fondo que, aplicado el mismo razonamiento de modernización, podrían ser barridas del mapa. ¿No sería mejor que en las elecciones de noviembre los votantes elijan directamente a un presidente y vicepresidente y no a 535 de personas –que forman el llamado ‘colegio electoral’— que son quienes realmente designan al presidente de la República? ¿Por qué un candidato independiente debe demostrar un apoyo del 15% por ciento en las encuestas, mientras que si se integra en uno de los dos partidos puede pasearse por las primarías de derrota en derrota mientras el dinero aguante? Probablemente no sea necesarias ninguna de estas dos cosas. Pero la democracia es una curiosa mezcla de modernización y tradición. Y es bueno que así sea. Ponerse en pie, o no, ante un presidente de EE UU no cambia nada. Pero dice mucho.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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