Clásicos
Con motivo del centenario de Galdós tenemos cierta polémica sobre su relevancia como escritor: desde el alto firmamento a las nubes variables o el monte bajo
Cuenta la leyenda que el gran historiador de la literatura italiana Francesco de Sanctis, maestro de Benedetto Croce y autor de un estudio canónico sobre el poeta de la Comedia, ya en su lecho de muerte llamó a su hijo y le susurró: “¡Me aburre Dante!”. No quería dejar este mundo con ese peso en el alma, que nada tenía que ver con la gloria de Alighieri sino con él. Aún más sincero y sin esperar a las postrimerías fue Victor Hugo cuando atendió a un joven escritor. “¿Cuál es su autor favorito?”, le preguntó, paternal. El joven repuso tímidamente que Goethe. “¡Ah, el genial Goethe!”, se esponjó Hugo, “¡Fausto, Ifigenia, Wallenstein…!”. Aún más tembloroso, el aspirante se aventuró a señalar que Goethe no escribió Wallenstein. “Joven” —le amonestó Hugo en tono severo— “yo no necesito leer a Goethe para saber que fue un genio”.
El recientemente desaparecido Harold Bloom urdió un canon literario occidental apasionadamente discutido. Yo me preguntaba si hubiera llegado a aficionarme a leer de no existir más que los libros de ese canon y llegué a la conclusión de que no. Sin embargo, no dudaba de la importancia de esos autores que no pensaba frecuentar: como Victor Hugo, sabía que eran genios aunque no los leyese. Con motivo del centenario de Galdós tenemos cierta polémica sobre su relevancia como escritor: desde el alto firmamento hasta las nubes variables o el monte bajo. Da igual, cada cual tiene sus gustos. Indudablemente es un clásico, como Baroja o Valle-Inclán. Chesterton, en su biografía de Dickens, definió insuperablemente que es un clásico: “Un rey del que puede desertarse pero al que no se puede destronar”. En cuanto al entusiasmo que nos despierte su lectura, es asunto nuestro, no de él.
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